© 2020, Axel Kaiser
© De esta edición:
2020, Empresa El Mercurio S.A.P.
Avda. Santa María 5542, Vitacura,
Santiago de Chile.
ISBN Edición Impresa: 978-956-9986-54-3
ISBN Edición Digital: 978-956-9986-55-0
Inscripción Nº 309.854
Primera edición: abril 2020
Edición general: Consuelo Montoya
Diseño y producción: Paula Montero
Todos los derechos reservados.
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A esos herejes
que jamás perdieron el coraje
de servirse de su propia razón.
Índice
Introducción
Capítulo I. La era de la emoción
El fin de la verdad
La cultura del victimismo
Identity politics : el nuevo tribalismo
El ataque a la modernidad
Capítulo II. La decadencia de Occidente
Escribiendo la historia a martillazos
Quemando libros
El culto a la fealdad
Purgando artistas
El nuevo lysenkismo
El retorno del ejército rojo
Tolerancia represiva
El odio al odio
Prohibido reír
Capítulo III. Los dogmas de la nueva doctrina
La igualdad de género
La brecha salarial
El hombre opresor
Inmigración y diversocracia
La imperiofobia
Epílogo
Bibliografía
«Demasiado tiempo has reinado sobre mi cabeza,
tú, Dios de la época, en tu nube oscura.
Hay demasiada violencia y desazón entorno,
y derrumbe y vacilación dondequiera que miro.
Muchas veces bajo la vista al suelo como un niño,
busco en la cueva la salvación de ti,
y quiero, pobre tonto, encontrar un lugar donde tú,
el que todo lo remece, no te encuentres».
Zeitgeist
Friedrich Hölderlin
Introducción
En su libro Europe and Elsewhere, Mark Twain escribió: «La Iglesia [...] reunió sus cabestros, tornillos y marcas de fuego, y se dedicó a su santo trabajo en serio. Trabajó arduamente día y noche durante nueve siglos y encarceló, torturó, ahorcó y quemó hordas enteras y ejércitos de brujas, y lavó el mundo cristiano con su sangre sucia. Luego se descubrió que no había tal cosa como las brujas, y que nunca había existido. Uno no sabe si reír o llorar»1.
Aunque las cacerías de brujas y herejes en el mundo protestante fueron más masivas y atroces que en el católico2, sería la Santa Inquisición, como muestra la reflexión de Twain, la que pasaría a la historia como el máximo símbolo de la irracionalidad fanática y criminal que el fervor religioso es capaz de desatar. En total, en la Europa católica y protestante, al menos un millón de personas, en su mayoría mujeres, fueron ejecutadas tras ser acusadas de brujería entre los siglos XII y XIX3. En algunos lugares, como el pueblo de Trier en Alemania, la histeria colectiva llevaría a que 368 personas fueran quemadas en la hoguera entre 1587 y 1593 y a que en 1585 dos poblados quedaran con apenas una mujer sobreviviente en cada uno4. El contagio de esta locura inquisidora llegó a tal punto que cualquiera, incluyendo niños, podía ser acusado de brujería y ser sometido a espantosas torturas para obtener una confesión. Entre ellas destacaban típicamente la admisión de haber copulado con el demonio, tomado la forma de animales, volado por los cielos o haberse hecho invisible. Los tribunales desnudaban a las mujeres en busca de marcas físicas que señalaran su entrega a Satán o para detectar los infames «pechos de bruja», cuya forma se consideraba prueba suficiente de haber amamantado demonios. Y cuando no se desarrollaban los juicios para dictar sentencia, las turbas simplemente linchaban a la persona sospechosa de brujería5.
El más famoso de todos los episodios de cacería de brujas sería el que tuvo lugar en 1692-1693 en el pueblo de Salem, Estados Unidos, donde se procesó a cientos de personas y se ejecutó a diecinueve por practicar brujería6. El gran dramaturgo Arthur Miller, en su obra Las brujas de Salem, basada en los documentos de la época, logró captar magistralmente la dinámica psicosocial que condujo a los sucesos. En Salem existía una especie de teocracia fundada por puritanos que temían a la degradación moral más que a la muerte. Como consecuencia, y con las mejores intenciones, sus habitantes crearon una sociedad en que todos vigilaban y juzgaban permanentemente las conductas y expresiones de todos los demás. La inexplicable enfermedad de algunas adolescentes ofreció la oportunidad perfecta para buscar responsables en una época de estrés económico general y pleitos recurrentes entre vecinos por deslindes de propiedad. Es entonces cuando se comenzó a hablar de brujería, cuya existencia resultaba ser indiscutible en la época, iniciando la búsqueda de ellas por parte de diversos personajes que no dudaban en conectar todo tipo de eventos y fabricar relatos fantásticos que indicaran su presencia. Dado que el que acusaba al mismo tiempo señalaba encontrarse libre del pecado que denunciaba, en poco tiempo la histeria se encontraba desatada y cientos de personas se verían envueltas en cargos de brujería.
Esto, por supuesto, sirvió de vehículo para dejar escapar aquellas pulsiones y sentimientos bajos que la misma moralidad establecida reprochaba. Según Miller, en el caso de Salem «la codicia de las tierras» causante de las disputas ya comentadas «pudo elevarse a la esfera de la moralidad» haciendo posible «acusar de brujería al vecino y sentirse perfectamente justificado por añadidura». De este modo se ajustaron cuentas pendientes en el plano de la lucha entre Dios y Satanás y «las sospechas y la envidia que el desgraciado sentía por el que era feliz pudieron estallar dentro del marco de la venganza generalizada»7.
Característico de esta lucha paranoide contra el mal sería el hecho de que nadie podía dudar de la veracidad de quienes juzgaban, especialmente si gozaban, como un sacerdote o pastor, de una investidura colectivamente reconocida para ejercer su autoridad castigadora y purificadora. En la obra de Miller esto queda graficado cuando el juez Danforth, encargado de los procesos, declara: «Se está a favor de este tribunal o se está en contra; no hay término medio. Vivimos tiempos de fuertes contrastes, tiempos que exigen precisión; no habitamos ya en una tarde oscura en la que el mal se mezcla con el bien y confunde al mundo. Ahora, por la gracia de Dios, el sol brilla en lo más alto y, sin duda, quienes no temen a la luz han de alegrarse»8. Con estas palabras Danforth contestaba a un hombre que había aportado una lista de personas que afirmaban conocer la buena reputación de su esposa, enjuiciada por brujería. A su vez este desesperado ciudadano les había prometido que el tribunal no los citaría a declarar, pues ello les haría arriesgar sus propias vidas. La lógica del juez, según la cual quien es moralmente puro no tenía nada que temer y por tanto podía exhibirse totalmente desnudo frente al poder, es propia de toda organización y cultura totalitaria, pues en ellas el bien absoluto, cualquiera sea la forma en que se manifieste, y la autoridad política se encuentran fusionados. Como observó Miller, «un criterio político se identifica con el bien moral y oponerse a él se convierte ipso facto en maldad diabólica»9. Ello producía que la sociedad se convirtiera en una espiral de intrigas de unos contra otros llevando al gobierno a transformarse no en el árbitro de disputas, sino en «el azote de Dios». Pero, además, dado que en la sociedad ya se había instalado la idea de que había brujas y que estas eran responsables de sus padecimientos, la persecución debía continuar hasta que el último de los malignos fuera limpiado, ya sea mediante su exterminio, algún tipo de castigo o su confesión y arrepentimiento. En otra parte del proceso el reverendo Hale, experto en temas de brujería, arribado al pueblo especialmente para investigar los casos denunciados, afirmaba: «He visto demasiadas pruebas aterradoras en el tribunal […]. El demonio habita en Salem y ¡no ha de asustarnos seguir el dedo acusador, señale donde señale!»10. Y más adelante el juez Danforth describía la naturaleza del delito de brujería en los siguientes términos:
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