El catedrático recostó la cabeza en el reposacabezas, cerró los ojos y exhibió hacia el techo del avión una sonrisa irónica.
—En noviembre, es mala fecha para excavar donde has dicho, Adnan, a pocos kilómetros de la presa.
Adnan, dejó de curiosear en las páginas del Hürriyek, lo dobló y lo devolvió al bolsillo del asiento delantero.
—Podemos delimitar el recinto, calificarlo de zona de interés arqueológico y esperar a mayo, todo ello si el hallazgo fuese tan bueno como crees —dijo Nazim ajustándose el cinturón de seguridad.
El encargado también se atuvo a la señal de aterrizaje y apretó el cierre del cinturón. Se aclaró la voz para acallar el pitido lúgubre de sus bronquios y darle su opinión al catedrático:
—Excavar con lluvia en campo abierto es poco práctico, los artefactos superficiales se pierden en el barro o se hacen añicos debajo las excavadoras, no los puedes distinguir bien aunque los focos de las máquinas estén dados y tengas un guía con buena vista.
Nazim aguardó a que estuviesen en el hall del aeropuerto para sincerarse con Adnan respecto a la muestra descrita.
—Si se trata de un mosaico debe tratarse de una villa, una de tantas halladas en las costas del mediterráneo. No consta en ningún país la construcción de un mosaico aislado, no tiene sentido.
Adnan escuchaba al catedrático y esperaba paciente el coche que él había alquilado desde la universidad.
—¿Has visto en un radio amplio desde el agujero señales de construcciones, piedras talladas, esquirlas de vasijas, prominencias geométricas en el terreno? —preguntó el catedrático dentro del Land Rover Discovery.
Adnan maniobró con el volante, condujo en línea recta y continua.
— Algunas, aunque no hemos tenido tiempo de sondear los alrededores.
—Como mucho encontraremos piezas similares a las halladas en Villa Aquilae por Fadilah y su equipo. De todas maneras has hecho bien en contármelo
Adnan conducía con suavidad. Tarareaba en un tono muy bajo un son sudamericano inventado en opinión del catedrático, cuya visión parecía atenta a la carretera. Nazim se interesó por la familia de Adnan. La había tratado someramente, en Jimened Hospital, cuando este estuvo ingresado en un estado casi agonizante. El catedrático conservaba en su memoria la imagen de la esposa de Adnan. Era una muchacha casi adolescente, de expresión dolorida y cejas juntas, tocada con un hiyab. Nazim, recordaba el momento en el que ella entró en la sala de espera con un niño flacucho de pelo azabache y una niña de más edad con unos ojos sorprendidos en su cara redonda, tocada con un hiyab blanco como la madre. La mujer deambuló con sus hijos de la mano y preguntó a una enfermera por la persona que había socorrido a su marido. La esposa de Adnan y sus hijos fueron hasta Nazim Abdulah. Le hicieron una reverencia y besaron su mano de blancura cardenalicia.
—¿Aynur es ya doctora? —Nazim volvió al presente.
—¿Mi hija?, dentro de unos meses lo será. «¡Cuando me llamen doctora Aynur, me importará menos morir porque habré conseguido mi meta!», nos dice con su humor negro —añadió Adnan con un sentimiento difícil de captar en unos rasgos tan broncos.
El coche cabeceaba por un camino de cunetas cegadas por la mala hierba. El vehículo dejaba a su paso una nube que hacía invisible el paisaje reflejado en el retrovisor y en los espejos laterales. Nazim contemplaba la vertiginosa sucesión de cardos y alcaparras, meditando a un tiempo en la opinión dada por Aynur a su padre: «me importará menos morir porque habré conseguido mi meta». Cumplido su proyecto esencial —ser médica—, la muerte no sería para ella una despedida nefasta. La muerte duele doblemente a quienes dejan cosas relevantes por hacer, a quienes su propósito más definitorio va a quedar inconcluso debido a su marcha. En realidad, ¿cuál había sido para él ese objetivo primordial, el que debería estar acabado antes de diluirse en la nada?, filosofó, intentando calcular el balance de sus aspiraciones: ¿cuántas de ellas había abandonado por el camino?, ¿cuántas otras, factibles e importantes para él seguían en la carpeta de pendientes?, ¿cuántas dejará a medias? No pudo terminar su contabilidad porque el frenazo ante la puerta enrejada de Villa Aquilae abortó su cavilación.
Nazim había aprovechado precisamente la asistencia de Fadilah y su equipo a un congreso en Berlin para visitar la villa y de paso valerse de instrumental para indagar muy por encima el punto de interés señalado por Adnan.
—Profesor, espere en el coche; yo me acerco a la caseta y cojo herramientas.
Nazim desoyó la sugerencia de Adnan y se apeó del vehículo. Alzó la cabeza y sintió un vértigo de gloria al hallarse bajo la gigantesca cubierta afianzada al suelo por un esqueleto metálico casi aéreo.
—Con esta cubierta no hay que temer el desplome de los tapiales ni la erosión, Adnan —afirmó Nazim escrutando los puntos de la estructura donde estaban instaladas las cámaras de seguridad—. Es bueno ese estudio de arquitectura de Sao Paulo, y económico. Estoy en deuda con Fadilah por haberle trasmitido a los brasileños a pie de obras mi enfoque sobre la cubierta.
Le había alegrado pasar por la Villa Aquilae, comprobar una vez más que la inversión había valido la penas. Fadilah era una magnífica arqueóloga y aún mejor directora de conjuntos arqueológicos. Pecaba de moralista, de llevar a sus últimas consecuencias, con vehemencia, su visión rígida y convencional de lo correcto en Arqueología. Quizás una futura catedrática —Nazim había pensado en ella como sustituta en el puesto— debía tener ese talante… a saber si una vez en dicho puesto, transcurridos algunos años, mantener dicha actitud se convertía en un estorbo, como en cierto modo le ocurrió a él.
Estaba nublado. Adnan desconfió del avance de las nubes, similares a las masas blancas y negras de una radiografía. Circularon despacio alrededor del conjunto. Nazim no pidió dar una vuelta final; pero el encargado adivinó el deseo del catedrático, había aprendido a adelantarse a sus caprichos aunque le resultasen absurdos algunos de ellos. Asomó la cara por la ventanilla y maldijo.
—Si nos mojamos nos mojamos. Me doy por satisfecho con haber visto la cubierta de Villa Aquilae. Quizás debíamos proteger la estructura moderna para el futuro, en lugar de limpiar y mimar tanta puta piedra, ¿tú qué dices a eso, conservar lo nuevo y olvidarnos de la Arqueología clásica? —rio al ver en apuros al conductor.
—Eso digo yo: ¿qué pasará con nuestros propios vestigios, con los de aquellos que nos sucedan, al cabo de siglos o de miles de años?
De nuevo se escuchó la risa aguda de Nazim, incapaz de localizar las coordenadas en el mapa digital abierto en la pantalla. Villa Aquilae se encontraba a unos sesenta kilómetros de distancia del punto geográfico del hallazgo. El Google Earth ofrecía una maraña intrincada de caminos y de cuadrículas de colores sólidos. Adnan confió en su retentiva, aquella zona era uno de sus lugares habituales para cazar palomas torcaces y animales de pelo. Al cabo del rato, se adentraron en una plantación de pistachos y poco más adelante despuntaron los riscos y las lomas incultas.
Adnan se detuvo y señaló un monte grande, con una de sus paredes en vertical.
— En aquella cima, profesor.
— Los montes Anti-Tauro —abrió la ventanilla y orientó los prismáticos hacia la cumbre aplanada, encrespada de matorral—. ¿Y cómo subimos allí, Adnan? De haber contado en Ankara con una foto de esa mole, hubiese pensado en contratar un helicóptero en Malatya —chasqueó la lengua.
—He solicitado un Discovery por esa razón —se puso un cigarro entre los labios—. La pendiente es llevadera, incluso sin la tracción en las cuatro ruedas. Ibrahim y yo la subimos a pie, con la impedimenta de caza a cuestas y varios perros latiendo delante nuestra.
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