1 ...7 8 9 11 12 13 ...25 —Quizás, con ayuda externa; quiero decir, con la colaboración de una empresa extranjera. Fadilah, Cemal o yo no podemos hacernos cargo de más proyectos y además nos faltan especialistas. Es una excavación muy compleja para nosotros, Adnan —su mente iba maquinando mientras le respondía con cautela.
Al llegar a Ankara fueron en un taxi directamente a la universidad. Nazim aseguró las muestras extraídas en un cajón de la estantería, bajo llave. Cerró la puerta de su despacho y le dio a entender al encargado Adnan que debían hablar del asunto antes de irse cada uno a su casa. Adnan se sintió valorado por la necesidad del catedrático de comunicarse con él. Nazim encendió su pipa, le dio varias chupadas y se liberó de las gafas durante un instante. La mirada grisácea, disminuida pareció medir el torso del encargado, su cabeza de pelo crespo. Adnan supo que el temblor apenas perceptible en las manos del catedrático y sus labios fundidos en una raya morada, eran el adelanto de una advertencia implacable.
—Será un secreto más entre usted y yo… Sabe que no abriré la boca en ningún caso —se adelantó Adnan.
Nazim se lo agradeció con palabras y gestos, le agradó que se hubiese adelantado a su petición. Fumaron sin hablar durante una pausa.
Nazim descargó un puñetazo sobre la mesa que le provocó una reacción refleja en el encargado.
—¡Ibrahim…!, ¿qué me dices de tu pareja de caza?
Adnan humilló la mirada y apagó el cigarro.
—Ha trabajado conmigo en Villa Aquilae y en la costa, de guía de maniobras con la pala y el bulldozer; no se le ocurrirá decir nada… Respondo de él ante usted. Nazim detuvo sus ojos en la cara de Adnan y a este lo recorrió un escalofrío.
—Lo siento por el tal Ibrahim —el catedrático puso su mano sobre la del encargado y le habló casi con ternura—, no ha debido tener la fortuna de dar con aquel agujero.
Adnan agachó la cabeza e intentó levantarla de nuevo, pero le faltó valor para encontrarse con las pupilas congeladas tras los limpios cristales de las gafas del gran hombre.
CAPÍTULO 4
Pedaleaba con violencia a través del Puente de las Delicias. Pensó con desamor en Miriam, su esposa, la Paulova. Cuando giró hacia la avenida de la Palmera se rindió a la visión frontal del Astro Rey. Moderó el pedaleo e intentó recitar los nombres del Sol. Una deidad anaranjada, suspendida sobre la línea cúbica del horizonte. A pesar de su absoluta falta de fe pidió fuerza y sabiduría al dios de los antiguos. Minutos después cruzaba la puerta del edificio acristalado de la empresa de Gestión Integral Patrimonio Histórico. Dio los buenos días al vigilante de seguridad y acopló su bicicleta en uno de los resortes. Oyó el clic de la puerta principal y entró con la pequeña mochila al hombro. La colgó sobre la chaqueta en la percha de su despacho de paredes transparentes y conectó el ordenador. Maldijo. Había intentado desechar de su mente las imágenes recientes de Miriam, su cuerpo desnudo, cubierto con la toga de jueza, su mala leche acumulada durante años. La memoria le devolvía los registros vocales de Miriam, agudos e hirientes con sus familiares o con los de él, si acometían de guasa contra sus aires entre señoriales y ejecutivos, o de forma vaga contra los yerros y contradicciones judiciales en el país. En cambio, su registro vocal era el de una soprano dramática si el asunto versaba sobre la educación apropiada para Sergio, el hijo de ambos. Habían discutido por ese motivo durante la noche. Miriam insistía hasta la ordinariez en que el niño debía ser matriculado en alguno de los colegios bilingües privados, sometido a las mismas reglas de conducta y de estilo elegidos por sus colegas para sus hijos. Le fatigaba seguir rumiando el trance de su matrimonio y concentrarse en las reuniones fijadas para el día. Descargó un palmetazo en la mesa, como quien tira de la cadena del wáter y deja correr la mierda. Al carajo Miriam y al carajo la temida encerrona entre los Moll y Gareth Cranston.
La puerta abierta del despacho de coordinación dejaba a la vista la estampa de figurín de Álvaro Uclés, el coordinador de operaciones de GIPH. Tachaba con placer las cifras finales de la peritación sobre las piezas ofertadas por Carles Moll, un empresario mallorquín dedicado a la organización de congresos. Nada le decían a Carles ni a su familia aquellos objetos remotos transmitidos de generación en generación de los Moll. Ni sus manos ni su sensibilidad, ni su vista reaccionaban ante aquellas joyas arqueológicas. Pero Carles y su hija Silvia no eran tontos, su carencia de sensibilidad guardaba una relación inversamente proporcional a sus intereses económicos. Barruntaban su elevado precio para coleccionistas o museos y exigían por ellos una buena tajada.
Álvaro Uclés enrolló distraídamente el informe y se pasó la mano por el pelo apelmazado hacia atrás con laca. Torció los labios un tanto desilusionado y se reclinó en el sillón de cuero rojizo, demasiado espacioso para un cuerpo más bien menudo.
—He leído tu tasación, técnicamente intachable; sin embargo, has elevado su valor en libras esterlinas a casi cuatro veces más de lo hablado con Gareth Cranston —dijo con sus labios finos, algo violáceos.
Los dos viraron la mirada hacia la mesa de cristal donde se encontraba expuesto el lote. Bajo la luz indirecta de los focos resplandecía el cofre de taracea en plata y marfil y delante la colección de utensilios quirúrgicos en plata labrada.
—Coincido contigo en que son magníficos y en línea con el valor de lotes similares dados en el mercado —afirmó sinceramente el coordinador, repasando con mirada de mercader cada una de la piezas.
—¿Si la peritación es «intachable» por qué has tachado precisamente el importe?
—Deberías saberlo, llevas años en la empresa.
Álvaro desplegó un ademán conciliador. Caminó hacia el expositor con los brazos en jarra. Se detuvo a una cuarta de las piezas y peroró de espalda, pasando un dedo por los libros manuscritos en árabe sobre Oftalmología.
—¿Desayunamos? Invito yo —dijo.
Antes de pisar la acera, Álvaro se acomodó las hombreras de la chaqueta y los tirantes a la cinturilla del pantalón. Con dedos hábiles se afianzó el nudo de la corbata burdeos y se miró los zapatos negros de cordones. Su baja estatura, unida a sus andares envarados y a su cara indumentaria, le conferían una apariencia demasiado estudiada para resultar elegante. Entraron en el bar del Ciudad de Sevilla y ocuparon una de las mesas, la barra no era lugar propicio para lo que iban a tratar, nadie sabe quién está oyendo y qué hará con lo oído, ¿contarlo para darse pábulo?, ¿venderlo?, ¿intercambiarlo por otro chisme? Álvaro sorbió el zumo de naranja y se secó sus labios con una servilleta de hilo. Mordió el cruasán con mantequilla mientras removía el café espumoso.
—Pon ciento cincuenta mil libras y en paz —dijo Álvaro condescendiente aunque con un rebuscado matiz imperativo.
—Álvaro, ya sabes que me falta estómago para eso.
—Seamos sinceros: tienes en tu haber y en el de GIPH trabajos realizados de más enjundia y más comprometidos que este lote y no has puesto pegas. Te recuerdo tu valoración de las piezas precolombinas vendidas al museo de Costa Rica, o la transacción de los torques y de los brazaletes de oro que tú mismo desenterraste en Porcuna —dijo Álvaro a la defensiva, cuestionado en el fondo por su laxitud moral.
Al salir del hotel el viento limpio del otoño los hizo caminar a contracorriente. Álvaro temió por su pelo y le costó mantener su marcha envarada hacia la sede.
—Vendrán alrededor de las doce; te sobra tiempo para enmendar la tasación —dijo, haciendo crujir bajo sus zapatos hechos a mano las hojas doradas caídas en la acera.
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