1 ...8 9 10 12 13 14 ...25 Estuvo pendiente del intercambio de saludos con los compañeros de GIPH. Álvaro era de esas personas que dan una importancia desmesurada al hecho de ser o no ser saludado por alguien. Comentaba la calidad del saludo recibido, el énfasis empleado, su tono afectivo, respetuoso, irónico, malévolo, mecánico, retador. Cualquier matiz desapercibido normalmente para cualquiera, Álvaro solía captarlo y lo expresaba con nitidez.
—¿Enmendar la tasación? ¡No me has convencido, Álvaro!
—Ya; pero debemos favorecer a Gareth, nuestro jefe me comunicó el valor aproximado que deberías asignarle al lote. Si no te ha comentado nada al respecto ha sido por miedo a tus reparos, o por contar con un valor objetivo, con el límite mínimo de la compra —replicó Álvaro deseoso de pasar a otro tema—. Voy a hablar con los del impacto en la urbanización del barrio de Ávila, intuyo que hemos ganado el concurso de proyectos, mira sus caras —añadió yendo hacia el equipo técnico.
Media hora antes de la reunión con Gareth Craston y Carles Moll, Álvaro arqueó sus cejas y consultó someramente el último folio de la tasación corregida.
—Yes… Oye, que esta chapuza no se te pegue a las tripas ¿okey? —dijo Álvaro empequeñecido en el vasto sillón.
Poco después entraba en el despacho un hombre espigado, pelirrojo, blancuzco, con la punta y las aletas de la nariz enmarañadas de venitas moradas. Saludó con apretones de su mano helada y se dirigió a Álvaro en un español de megáfono de aeropuerto. Sir Gareth se caló unas gafitas de lectura y leyó la descripción del lote y el valor. Asomó sus ojos grises, de párpados encarnados por encima de los cristales de lupa y se aclaró la voz.
—Un muy excepcional precio dado, señores —dijo con los folios de la tasación pegados al muslo —. ¿Disponemos de los objetos ya, Álvaro?
El coordinador se fijó en la puerta de la sala y al mismo tiempo le indicó a sir Gareth el lugar donde estaban expuestas las piezas.
—¡Don Carles!, pase, pase por favor —anunció Álvaro yendo hacia un hombre casi de la misma altura suya, calvo y ancho. Este venía acompañado de Silvia Moll, la hija y heredera del negocio familiar.
Padre e hija leyeron la tasación de cabo a rabo. El arqueólogo respondió a cada una de las preguntas formuladas por los interesados. Carles Moll hizo un amago de expresar su opinión; pero la voz autoritaria de Silvia lo inhibió.
—Sinceramente, en otros sitios nos han valorado estas piezas a un precio muy superior al estimado por ustedes —dijo Silvia molesta.
—Hemos considerado los parámetros de valoración usuales, como el valor de adjudicación respecto a lotes similares en las casas de subastas citadas en el informe, y, francamente… —les explicó el arqueólogo jefe del departamento de Arqueología, mientras Álvaro estuvo al acecho del mínimo gesto de Carles Moll.
Gareth Cranstom, cruzó las piernas y adoptó la actitud de un espectador de cine que no acaba de captar la trama de la película.
Los Moll, rezagados de sir Gareth y de los expertos de GIPH se acercaron al expositor. La tensión y el recelo podían palparse en el ambiente, una poca más de presión y la reunión se habría ido al garete.
Álvaro se aproximó discretamente al arqueólogo y le susurró, exhibiendo un aire de comunicación interna, natural entre compañeros de la misma empresa:
—Tranquilo. Si el trato no cuaja todos pierden menos GIPH. Ellos deben apoquinar sus dietas. Nosotros, pasaremos a los Moll de todos modos la minuta de peritación y gestión.
—¿Qué tenemos? —preguntó Gareth Cranston, levantando la barbilla y mirando las piezas como si se tratasen de baratijas de latón mostradas en un mercadillo.
—Se han dedicado varias semanas en la investigación, análisis y documentación de este conjunto, propiedad de la familia Moll —dijo el responsable de Arqueología de GIPH. Luego, se calzó un guante blanco y cogió un instrumento cónico acabado en un vástago y este a su vez en un círculo ovalado y se lo mostró al señor Cranston—. Esto es una jeringa, quizás una de las primeras jeringas hipodérmicas en la historia de la Medicina.
—Danos una visión amplia del lote, los detalles pueden ser explicados a instancia de cada cuál —le pidió Álvaro Uclés en un intento de aplacar la tirantez de Silvia Moll y la arrogancia de sir Cranstom.
—Bien. Este instrumental quirúrgico perteneció a Ibn Wāfid, cirujano cuya labor fue desarrollada en Toledo y en Córdoba en el siglo XI. Por tanto, no se trata del instrumental empleado por el gran Albucasis, sino por su discípulo. Lógicamente, esta circunstancia influye bastante en su valor. El cofre, marcado con las iniciales de Ibn Wāfid, contenía el instrumental y los tres tomos de oftalmología dados por perdidos según hemos constatado, además de un compendio quirúrgico sobre traumatología sin traducción al hebreo, ni al latín. Todas las herramientas, incluso las tijeras de puntas curvadas o en forma de cucharilla están labrados en plata de ley antigua. Según se deduce de lo investigado, además de las jeringas, las cizallas y estas ruedas dentadas son creaciones propias de Ibn Wāfid, no exactamente de su maestro, según rezan los datos.
Un silencio admirativo llenó la espaciosa habitación. El conjunto de plata desprendía un resplandor misterioso. La actitud de Gareth Cranston pasó de ser arrogante a prudente. Durante un rato prolongado se dedicó al examen meticuloso de los artículos etiquetados y distribuidos sobre un paño de terciopelo rojo. Acercó su cara alargada al lote y aspiró los utensilios, los tomos encuadernados en piel de camello. A la vista de todos aproximó el oído derecho a las piezas, como si fuese capaz de percibir el eco doliente de enfermos moribundos, el ruido metálico de los instrumentos quirúrgicos, lanzados quizás contra el suelo por un cirujano impotente para arrebatarle un cuerpo a la muerte, ante la cual la ciencia médica es solo un artificio dilatorio de la hora final.
Regresaron más taciturnos a sus asientos, encastillados cada cual en su ambición o en su orgullo como Silvia Moll. Álvaro ofreció un receso para que cada cual hiciese sus cuentas, la ganancia mínima a obtener a costa del otro, pues lo ganado por uno casi siempre es en detrimento de otro. Silvia y Carles Moll se ausentaron durante la pausa, ¿debían rebajar la cifra esperada o mantenerla? Para los Moll, el vinculo sentimental con sus antecesores se había debilitado de generación en generación, a duras penas la memoria guarda imágenes de los abuelos, casi nadie de sus bisabuelos y menos aún de parientes anteriores a estos, como el de aquel Moll del cual sus descendientes actuales solo conocen una leyenda reescrita cada vez que es contada. Según Carles, aquel antecesor suyo se topó con el tesoro a principios del mil ochocientos, en el derribo de una fábrica de munición de Valencia. A Carles Moll le costaba aceptar que alguien pudiese pagar cantidades astronómicas por un cuadro, o por artilugios antiguos, tan curiosos como inútiles al fin y al cabo. El revés sufrido tras la demostración de que los instrumentos habían pertenecido Ibn Wāfid —se ignora si este llegó a ser el discípulo aventajado o el menos lúcido del maestro— y no a Albucasis como los Moll habían creído; y, por otro lado, el hecho de que la colección no había sido declarada en su tiempo y su legalización clandestina había sido satisfecha por la gestión de Álvaro Uclés mediante uno de los contactos de GIPH en el Ministerio de Cultura, forzaron a Carles a considerar el valor de tasación determinado en dicha empresa.
Los Moll titubearon al entrar en el despacho y tomar asiento. Tanto Carles como su hija se mostraron más vulnerables a los ojos encajados en los párpados sin pestañas de Gareth Cranston, que estudiaron la afabilidad que Carles mantenía en la conversación con Álvaro y con el arqueólogo jefe. La mirada gris se tornó inquisitiva al demorarse en la osamenta cuadriforme de Silvia Moll, en el irritante castañeteo de maracas de sus pulseras huecas, al son de la inquietud de su mano surcada de tendones correosos. Con las gafas montadas sobre la nariz cuya punta y aletas exhibían una red de varices tan delicadas como las de sus mejillas, aproximó su boca a la oreja de Álvaro y le murmuró algo inaudible para el resto. Este lo miró con un sesgo interrogativo, pasándose levemente la palma de la mano por su pelo brillante.
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