Rafael Trujillo Navas - Los mosaicos ocultos

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Con la lectura de
Los mosaicos ocultos el lector o la lectora caminarán al lado de Emilio de la Rocha. Los lectores sabrán de las experiencias tempranas de este personaje. Algunas de sus experiencias lo marcarán durante muchos años, tales como el hundimiento económico y social de su familia y relación simbiótica con su prima Berta, una relación que se prolongará de un modo discontinuo y contradictorio en el tiempo. Es en Turquía donde Emilio de la Rocha, arqueólogo principal, se relaciona con un elenco de personajes con una concepción sobre el patrimonio arqueológico en su propio beneficio.Los personajes definidos con solidez desde una perspectiva psicológica dan vida a las tramas que surgen y conectan en distintos tiempos a raíz del hallazgo en la Villa del Avestruz (Turquía) de un mosaico grecorromano de extraordinario valor construido durante la dinastía Flavia. Los lectores irán descubriendo cómo a lo largo de las seis secciones del mosaico se describe una historia brutal con visos de realidad en tiempos de la dinastía Flavia, que se suma a las tramas sustanciales que cada personaje aporta al argumento general de la novela. La acción y los comportamientos de los múltiples personajes que habitan en la novela aseguran la intriga y el misterio, condiciones indispensables en una obra literaria.

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Los Moll dejaron de hablar con el arqueólogo, se cruzaron de brazos y aguardaron la palabras de Álvaro.

—¿Alguna observación por parte del señor Cranston? —inquirió Carles sentado al filo del sofá, sonriente.

—Sir Gareth asumiría la factura de GIPH si al final se acepta el precio de tasación — anunció Álvaro Uclés mientras giró su cabeza hacia Silvia.

Carles miró a su hija y le suplicó su parecer. En el rostro de Silvia Moll, maquillado hasta recordar una máscara de gigantes cabezudos, se dibujó un mohín despectivo antes de musitarle su conformidad.

—De acuerdo, señor Cranston —dijo Carles mirándolo con naturalidad por primera vez desde que fueron presentados en el despacho.

El mallorquín se irguió sonriente y estrechó la mano de sir Gareth quien se mostró con una sencillez opuesta a la suficiencia exhibida al principio. Silvia Moll se retiró los mechones de pelo separados por una raya y no pudo disimular su agrado ante las buenas maneras del inglés, cuya edad era inferior en mucho a la de Carles Moll.

Se firmaron los documentos llevados por una muchacha con el pelo trenzado y unos bracket fijados en su dentadura que le desgraciaba la sonrisa. Resuelto el papeleo, Álvaro Uclés acompañó a los Moll hasta la calle donde los esperaba un taxis para su traslado al aeropuerto.

El coordinador de GIPH, junto a un Gareth Cranston jubiloso de párpados decaídos, supervisaron el proceso de embalaje de cada pieza en las cajas de seguridad llevado a cabo por el arqueólogo jefe. El precioso equipo de Ibn Wāfid llegaría a Londres procedente de Barcelona en un vuelo nocturno con llegada al London Heathrow Airport al cabo de unos días. En este caso no habría ningún problema con el escáner del aeropuerto, aseguró el coordinador.

Sir Gareth con su gabardina doblada sobre el brazo y un portafolios de piel gris apretado bajo el sobaco, escoltado por los de GIPH, caminó por la avenida Manuel Siurot hasta que llegaron al mismo bar de hacía una horas. Álvaro Uclés elevó la mirada hacia las facciones acaballadas de Gareth Cranston y le sugirió tomar un aperitivo en la terraza. Este aún de pie, brazo en alto y cerveza en mano, brindó por el dueño de GIPH, en su ausencia.

—Nos conocemos desde hace mucho —dijo sir Gareth— . Nos presentaron en Túnez; entonces él andaba enrolado en una investigación sobre la ciudad de Dougga —añadió.

—Un estudio sobre el desarrollo y el hundimiento de Dougga, que sigue siendo una referencia válida sobre el Imperio Romano del norte de África —apostilló el arqueólogo con un matiz orgulloso.

—Él ha cambiado poco en esa intrepidez suya de enrolarse en batallas arqueológicas; encuentra la paz batallando —dijo sir Gareth mirándose la sortija heráldica afianzada en el dedo corazón.

Álvaro Uclés se unió a ellos tras haber hablado por teléfono en el hall. Luego bromearon a costa de los Moll. Les hacía gracia que estos hubiesen estado tan perdidos sobre valor real de las alhajas heredadas.

Álvaro le habló de la tasación original a sir Gareth, quien estuvo de acuerdo con ella aunque riese a carcajadas enseñando sus dientes pajizos. Al cabo de la segunda cerveza con almendras, sir Gareth absorbió con un pañuelo alunarado la secreción de sus párpados flácidos, después lo guardó en el interior de su gabardina y adelantó el torso hacia los técnicos de GIPH.

—¿Se han entrevistado ya con el señor Manfred Heber? —inquirió Gareth en voz baja, algo forzado.

Álvaro Uclés sonrió y estiró su cuello entumecido, antes de responderle a Gareth que estaba enterado solo a medias de la solicitud de Manfred Heber.

—Les resultará un pintoresco hombre, tanto como sus libros y su petición; pero durante unos años fue mi cuñado. Ahora es mi socio. Está empeñado en esas copias de las cráteras griegas —expresó sir Gareth liberado del sello mundano impreso en su pose escéptica

—Sir Gareth, me han asignado a mi ese asunto algo extravagante de su ex cuñado; me pondré en contacto con usted en cualquier caso —contestó el arqueólogo acariciándose la barbilla.

—Muy agradecido —le contestó.

Gareth Cranston le pidió al camarero que cargasen las cervezas a la cuenta de su habitación, se puso la gabardina y se despidió de los técnicos de GIPH con apretones de manos y reverencias protocolarias, algo risibles para el arqueólogo y de buen tono para el coordinador.

De vuelta hacia la sede de GIPH, Álvaro Uclés caminaba con soltura, liberado del suplicio de parecer distinguido, aunque precisamente ser o parecer distinguido constituía uno de sus objetivos personales. Miraba hacia un punto indefinido del final de la avenida, inmerso en sus preocupaciones de trabajo. Salvo GIPH y su debilidad por el lujo pocas cosas tenían peso para él.

—¿Has visto las cráteras enviadas por Strani?

—Unas copias excepcionales, sí. Ese museo francés se las tragará a la primera, no van a comprobar nada de nada, saben que son copias —dijo el arqueólogo desde el umbral de su despacho.

—Tendremos que encargarle a Strani algunas más, las que quiere el socio de sir Gareth.

El resto de la jornada transcurrió rápido. Después del almuerzo, los del equipo de arqueología dieron los últimos retoques al plan de conservación de patrimonio histórico de Saltalla, cuyo contrato había sido adjudicado a GIPH y estaba a punto de finalizar.

—Pasado mañana lo explicaré en el ayuntamiento. Como sabéis los planes municipales son unas de mis actividades estrella, incluso más que las excavaciones —les dijo con evidente ironía el arqueólogo jefe a parte del grupo desde el aparcamiento de bicicletas.

Una atmósfera sucia pendía sobre la avenida. Guiaba la bicicleta con tiento, esquivaba los coches paralizados y respiraba con asco la exhalación de los tubos de escape. Las piernas le pesaban ahora; sin embargo, parecían dotadas de una voluntad propia y de haber decidido por sí mismas ir hacia uno de los bancos de ladrillo del Paseo de las Delicias. Después de lo sucedido durante la mañana su cabeza tenía materia para discurrir; sin embargo, el pensamiento se le fue hacia su hijo. A esas horas estaría recibiendo la clase de inglés en el salón, triscándose de las cejas de puro nerviosismo, loco por despedirse de la profesora, una sobrina pija del magistrado Agustín Valiño, mentor jurídico y guía espiritual de Miriam. Durante unos segundos tuvo la visión del cuerpo de Sergio tironeado por una bulla de manos avariciosas, insensibles al tacto de la carne, incapaces de captar si disputaban por un niño o por un muñeco de trapo. La figuración le hizo escupir en el suelo y reanudar la marcha. Se internó en Los Remedios y desde la distancia divisó el bloque donde vivía, la terraza corrida de la primera planta, la fronda de los maceteros, una mancha verde intercalada en la blancura del inmueble. La ventana del salón y la de la cocina estaban iluminadas, la silueta de Miriam transitó de un rectángulo de luz a otro, marcial, enaltecida seguramente por los zapatos de tacón fino. Las piernas del ciclista volvieron a darle impulso a la bicicleta mientras sus manos se aferraron al manillar, dispuestas a mantenerlo en línea recta hasta alejarse de aquel lugar.

CAPÍTULO 5

Luís Castro consultaba con creciente angustia el reloj. Faltaba media hora escasa para que terminase la clase y le era imposible comprimir en ese tiempo una explicación comprensible sobre los modelos atómicos proyectados en la pantalla. Desde su pupitre, Milo atendía con interés la exposición de don Luis, el cual señalaba con el puntero los núcleos y las órbitas de electrones de los átomos. Milo tuvo la íntima convicción de que aquel hombre de mirada dislocada les estaba desvelando el cosmos infinitesimal que bulle dentro de la materia engañosamente inanimada, en un diamante, en el corcho de una botella, en la cagada de un palomo, en un hierro. Estar en posesión de ese conocimiento era un regalo para el intelecto. Milo hubiese permanecido en su sitio hasta que don Luis diese por concluida la clase. Pero el remoloneo de las cabezas de sus compañeros, los balanceos en sus asientos y los amagos de guardar los textos en las mochilas, junto a la voz cada vez más atropellada de don Luis anticipaban el pitido de la sirena y la abrupta interrupción de la lección número cinco de Física y Química.

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