Rafael Trujillo Navas - Los mosaicos ocultos

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Con la lectura de
Los mosaicos ocultos el lector o la lectora caminarán al lado de Emilio de la Rocha. Los lectores sabrán de las experiencias tempranas de este personaje. Algunas de sus experiencias lo marcarán durante muchos años, tales como el hundimiento económico y social de su familia y relación simbiótica con su prima Berta, una relación que se prolongará de un modo discontinuo y contradictorio en el tiempo. Es en Turquía donde Emilio de la Rocha, arqueólogo principal, se relaciona con un elenco de personajes con una concepción sobre el patrimonio arqueológico en su propio beneficio.Los personajes definidos con solidez desde una perspectiva psicológica dan vida a las tramas que surgen y conectan en distintos tiempos a raíz del hallazgo en la Villa del Avestruz (Turquía) de un mosaico grecorromano de extraordinario valor construido durante la dinastía Flavia. Los lectores irán descubriendo cómo a lo largo de las seis secciones del mosaico se describe una historia brutal con visos de realidad en tiempos de la dinastía Flavia, que se suma a las tramas sustanciales que cada personaje aporta al argumento general de la novela. La acción y los comportamientos de los múltiples personajes que habitan en la novela aseguran la intriga y el misterio, condiciones indispensables en una obra literaria.

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CAPÍTULO 3

Adnan estuvo tentado de sentarse en la estrada de la Facultad de Historia, de concederle descanso a sus piernas. Contempló con delectación la calma que reinaba en el campus. Pero siguió adelante. Lo esperaba Nazim. El hombre virtuoso, cuyo trato había justificado las maldades cometidas por Adnan a solicitud imperativa del catedrático. Se internó en el edificio y anduvo por pasillos contándose las pastosas pisadas de sus botas de caza, escuchando el concierto silbante de sus bronquios obstruidos por el tabaco. La fatiga era mucha, la visión le flaqueó, apenas identificaba a las personas que de vez en cuando se perfilaban a lo lejos, salían o entraban en la biblioteca, en los servicios, en las aulas prácticamente vacías a esas horas de la tarde. Cuando llegó a la puerta del despacho de Nazim Abdulah, se arrepintió durante un instante de haberlo telefoneado desde la cima del hallazgo. Había ido de caza con un muchacho de mantenimiento de la universidad, Ibrahim. Caminaban en contra del viento, cuando a Ibrahim le intrigó una oscuridad tras la yerba seca. Se aventuró seguido por Adnan y halló una brecha profunda y piedras. La cosa podía ser de interés para el catedrático, el profesor Cemal y la profesora Fadilah. Pero Adnan había puesto demasiado énfasis en darle la noticia al primero. ¿Y si el coste presupuestario de excavar aquellos vestigios fuese mayor que su beneficio? Adnan quedó más tranquilo al cavilar que tal vez había sido precisamente su celo desmesurado el factor decisivo a ojos de Nazim para que este lo hubiese colocado en la plantilla de oficios de la universidad. Otra razón habría sido, pensó, el rigor con el que lo habían visto capitanear a las cuadrillas de trabajadores, la mayoría becarios extranjeros. Y sin ninguna duda su lealtad y entrega, la servidumbre de chivarle cuanto oía, veía o se le antojaba de algún interés arqueológico.

Adnan aporreó la puerta y no oyó respuesta. Giró el pomo y entró con suavidad en el despacho en penumbra. Caminó con su botas de cazador sobre la alfombra de los genios y las grullas y encontró tras la mesa la blanda fisonomía de Nazim, divinizada por el reflejo azulado del ordenador.

—Eres cabezón; me sentiría mejor si te supiese en la cama, recuperándote del día de caza… En fin, ya que estás aquí te felicito. Siéntate —le dijo Nazim, llevándose las gafas de montura de carey a la frente y restregándose con los dedos sus ojos congestionados de estar fijos en la pantalla.

—Habrán sido las escorrentías de las lluvias la que han abierto la tierra y dejado al descubierto los restos —dijo Adnan poniendo sus manos velludas sobre la mesa.

Nazim comenzó a frotar los gruesos cristales de sus gafas con el pañuelo del bolsillo de la chaqueta. Escuchaba con serenidad la crónica del hombre vestido de camuflaje, perfumado con un sutil olor a pólvora.

—¿Y el trozo que has visto está estropeado?

Nazim empañó con su aliento los cristales y volvió a frotarlos con el pañuelo de seda.

—El pedazo que se alcanza a simple vista, de un metro cuadrado o así —se valió de las manos para estimar la superficie—, está bien, como si nadie la hubiese pisado todavía.

—Exageras Adnan y tú no sueles exagerar.

Nazim se caló las gafas y se quedó mirando aquellos dedos de falanges peludas sobre el tablero.

—Pero dime, aunque no seas experto: ¿crees que merece la pena echarle una ojeada?

—Lo creo. Huelo a yacimiento.

—¿Y dices que se trata de un mosaico, Adnan, sin haber visto más que un fragmento de algo?

—Sí.

A Nazim le irritaba la seguridad de aquel hombre de granito, certero la mayoría de las veces. Escuchaba sus explicaciones; pero la mente del catedrático estaba muy lejos de su encargado de confianza en ese momento, de aquellos dedos trabajados, de la barba espesa, como pintada con crema de zapatos sobre la carne. Estaba en las últimas cuando lo encontró una mañana de hacía años en el puerto de Estambul, tirado como un desperdicio entre cajas vacías de pescado. Nazim recordó los vómitos de sangre de Adnan, las dos manos apretándose el estómago para contener sus intestinos dentro del cuerpo, tripas azules en la memoria del catedrático.

¿Qué estará pensando esa cabeza talentosa mientras le cuento?, se preguntó Adnan, daría la nómina de un mes por saber si la cabeza de pelo ondulado y gris, había calificado de interés el supuesto mosaico. Quizás tras las primeras palabras había descartado el asunto. ¿Me está entendiendo?, ¿me he explicado mal?

Los ojos de Nazim, agigantados por las lentes, encararon como dos focos cenicientos a Adnan. Abrió las manos de súbito.

—¿Lo has enterrado?

Nazim juntó las palmas de las manos y apoyó su barbilla sobre la punta de sus dedos.

—Es una gruta honda, bastante ancha, profesor —lo llamaba «profesor» aunque fuese catedrático, quizás porque cuando se conocieron Nazim aún no era el catedrático de Historia Clásica y Antigüedades de la Universidad de Ankara—. Hemos ocultado la zona de interés lo mejor que hemos podido. Tuvimos que ir a Villa Aquilae a por arpillera…

—¿Le has hablado de la cuestión a la profesora Fadilah?

Adnan se vino abajo, ¿aún no confiaba en él?

—No estaba; pero de haberla visto tampoco le hubiese dicho nada —encendió un cigarro con permiso de Nazim. Continuó informándole—: Hemos tendido las lonas y sobre las lonas tierra y sobre la tierra forraje.

Nazim plegó la pantalla del ordenador y organizó con lentitud los papeles y las revistas en la mesa.

—Bien hecho —asintió el catedrático.

Adnan se puso de pie a la par que Nazim. Salieron al corredor y se detuvieron al llegar al campus. El catedrático inhaló la honda fragancia vegetal y mordió la boquilla de su pipa. Adnan se sentía honrado por ir al lado de Nazim; lo hubiese acompañado gustosamente al apartamento de lujo donde este vivía, en el distrito Çankaya. Cuando llegaron al parking de la universidad, Nazim puso su maletín sobre el techo del coche y luego dejo caer su mano regordeta sobre el hombro de Adnan.

—Ya te llamaré, a lo mejor dentro de una semana.

El catedrático entró quejoso de sus kilos dentro del coche.

—Vigila el sitio, Adnan. Tápalo mejor. Ni una palabra… —voceó señalándolo con la pipa.

Transcurrido algo más de una semana se citaron en el aeropuerto. Tomaron varios tés y un surtido de hojaldres con mermelada de rosas. El catedrático colocó bajo la mesa el maletín de muestras y se excusó con Adnan antes de sumirse en la tablet. El catedrático había acudido al aeropuerto solo, sin su segundo adjunto, el profesor Cemal, y sin la primera, Fadilah, la directora de Villa Aquilae y de las prospecciones en marcha ubicadas en el término de Ganziantep. Adnan le acercó la caja de dulces a Nazim; pero este no advirtió el gesto del capataz y continuó ensimismado en la tablet. Adnan estaba acostumbrado a ver a Nazim concentrado en una pieza arqueológica o en los estratos de un corte del terreno, murmurando, con palabras traducidas en gestos, en ademanes característicos. Respetaba profundamente los soliloquios de Nazim, a veces conseguía descifrar los movimientos de sus labios aplastados, caídos a un lado por el peso de la pipa. Después de tanto tiempo a su lado, lograba adivinar, el instante mismo en el que la mente del catedrático había alumbrado una idea afortunada, y, en qué momento esa idea perdía fuerza o era empujada por otra aún más brillante, la definitiva.

—¡Menos presupuesto para el año que viene…! —saltó de improviso el catedrático, atisbando a través de la ventanilla del avión el manto lanoso formado por las nubes.

Adnan lo miró de reojo. Estaba acostumbrado a oírle sus lamentaciones antes de cada curso académico. Solía predicar en los claustros, en las aulas, en el bar de la universidad el escaso presupuesto asignado a su departamento para las numerosas excavaciones que tenía a su cargo. Pero Adnan sabía que los proyectos del departamento salían adelante sin merma. Nazim disfrutaba poniendo las cosas mal a conciencia, con la intención vedada de duplicar su valía ante los profesores y encargados de excavación. Era como decirles a todos: Merezco doble aplauso de vosotros, uno por haber engrosado las arcas del departamento, y otro por haberlo hecho en época de penurias. Adnan admiraba en Nazim incluso su habilidad para decir embustes.

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