Teófilo y Damián aguardaron la hora del almuerzo en la casa de labor, adosada a la residencial por la fachada trasera, aunque la del aparcero no contaba con cámara y sus plantas tenían menos altura. Gervasio les sacó unas sillas a la entrada empedrada, a unos cuantos metros de la caseta del perro. La vieja mastina agitó la cabeza blanca e hizo sonar la cadena en señal de alerta; pero siguió echada con medio cuerpo en el interior de la caseta. Sus ojos algo rasgados y gachos desplegaron una mirada casi humana sobre los dos hombres cuyos olores había reconocido.
«¿Cómo crees que acabará todo esto?», preguntó Teo persiguiendo con la vista un torbellino de pájaros trigueros. El sol de diciembre y la humedad del río le hicieron sudar a Damián, por cuya calva resbalaban gotas de sudor hasta frenarse en las arrugas de su frente y empaparle las cejas. «Inspecciono mataderos, queserías, explotaciones cárnicas… de leyes ando corto… tan corto como tú has andado de sentido común, Teófilo». «Lo sé…», respondió mirándose los zapatos manchados de estiércol. «El bufete de los hermanos Almenara que lleva tu caso es de los mejores de Madrid, al menos caro es; lo sé de oídas. Si Mauricio ha contratado esos abogados, como me has dicho, vas a estar en buenas manos, Teófilo». Damián tampoco quiso tranquilizarlo dándole falsas esperanzas. Un desfalco de tal cuantía, amén del acto de malversación, de falsedad contable y documental, no era un asunto menor, había que ser realista, le dejó caer el veterinario dándole una palmada de aliento. Teófilo se izó de la silla con coraje y al punto se desinfló. Meditaba aislado en su burbuja, sordo al discurso bien intencionado de Damián. «Es justo pagar ahora… Lo siento por Raquel, mis hijos…», murmuró.
Atardecía cuando Damián y Eulalia marcharon hacia Madrid. Sus trabajos, sus hijos no les permitían estar allí más tiempo. Raquel, cómoda por naturaleza, debía aprender a hacer economías y batallar con casi unos adolescentes. La ausencia de Teófilo era segura, según le había dado a entender Mauricio secretamente a ella. No serán dos resentidos —se repetía Raquel, se lo juraba— deberán sobrevivir a la bancarrota, a la mancha de tener un padre extraviado.
El relajo se instauró poco a poco, el desaliento perdió lastre en la familia de Teófilo. Este procuraba estar con sus hijos desde la mañana hasta la noche. No había tiempo que perder. Los tres recorrían La Partición con sus mochilas a la espalda desde una linde a otra, charlaban con las gentes de las huertas aledañas (el nuevo vecindario de camisa remangadas y piel castigada por las calores y los aires), y descubrían el curso del Guadajoz, sus vados de lechos cubierto de piedras verdosas, traicioneras. Ninguno de ellos quería quedarse a solas por no darle vueltas a la cabeza y remover los ánimos. La incertidumbre corroe menos el ánimo si se está en movimiento, quiso transmitirle Teófilo a su hijo menor una mañana. Lo encontró tumbado en el camastro, sin interés por salir a vagabundear por los campos con su padre y Alfonso. Durante las noches le vino bien a la familia de Teófilo compartir cena y anécdotas con la familia de Gervasio. Antonia intuyó lo acontecido, quizás por eso se esmeró en contar las ocurrencias más jugosas. A ella misma le hacían reír sus chanzas, hasta decirlas a borbotones y malgastar su gracia. Milo ya conocía las crisis de risa incontrolada de Antonia, se amorataba y llegaba a perder la conciencia. En esos ataques Paulino se angustiaba, balbuceaba de miedo, la abanicaba y le daba friegas de agua en los brazos y la nuca. Años más tarde, Antonia se fue al otro mundo durante una de sus crisis de hilaridad irrefrenable.
Una de aquellas noches, Teófilo recibió una llamada telefónica. Milo presenció el diálogo embrollado de su padre, sus facciones inseguras, de una inseguridad contagiosa. Pero ni la noche de la llamada ni las siguientes hubo reunión en la casa de labor. Teófilo obligó a Milo a irse a la cama y entretenerse con Alfonso si no tenía sueño. «Vete a tu cuarto y llama a tu madre». Su voz sonó tomada; tenía los ojos secos, alucinados, clavados en las vigas del techo. Milo besó a su padre y fue a darle aviso a Raquel. Subió a la segunda planta, donde habían colocado muebles, los ordenadores y libros de texto. Desde la habitación se escuchaban las recriminaciones histéricas de Raquel, unos gemidos desgarradores en plena noche. Milo, identificó el llanto impulsivo y torpón de su padre, el de un hombre que casi ha olvidado llorar o que ha vivido con la fortuna de haber carecido de motivos para hacerlo. Milo acabó durmiéndose a pesar de su excitación, de haber parado a tiempo el avenate de Alfonso. Intentó brincar de la cama y presentarse en pijama delante de ellos, en defensa de Raquel. Metería la pata, iba a empeorarlo todo si se presentaba allí rabioso y cagado, ¿acaso iba a arremeter contra Teófilo?, le explicó con vehemencia a Alfonso, revolviéndose ambos en el suelo. La noche siempre, para mal o para bien, dedujo Milo, mientras elevaba sus manos por encima de su rostro y las movía como si fuesen dos pájaros enjaulados en la oscuridad. Invocó el sueño; pero las palabras rotas por el dolor, o los silencios abiertos como profundas zanjas entre sus padres lo mantuvieron insomne. Milo reparó en las facciones de su hermano sobre la almohada, su boca entreabierta, los dientes acaballados, su cabello crespo como el de un jabalí. Envidió su inconsciencia, su ingenua brutalidad.
Vislumbró el rellano al que conseguía llegar una bruma luminosa procedente de la planta de abajo. Durante un rato su mente buscó ruidos distintos a la charla mal avenida de sus padres. Sus oídos se llenaron de una profusión de mugidos de vaca, de los broncos ladridos de la mastina desencadenados a esas horas; le llegaban los chirridos de la noria y el canto de los mochuelos, mezclados con aleteos inquietantes, con la remecida del follaje. Abstraído en la respiración del campo se quedó dormido hasta rayar el día.
Milo despertó sobresaltado debido a una trepidación de motores y charlas foráneas. Su hermano seguía dormido, demasiadas patadas al balón y el cansino cacareo de sus admiradores invisibles. Mejor dejarlo, se dijo Milo mientras abría con cuidado el postigo de madera azulenca y escudriñaba amodorrado el patio.
El traqueteo de los motores había cesado. De uno de los coches se apearon dos policías y se dirigieron entre toses mañaneras hacia la puerta de la casa. No fue necesario pulsar el timbre porque Teófilo acompañado de Raquel salió a su encuentro. Uno de los policías le mostró un papel; pero él declinó, se negó a leerlo, con la presencia de aquellos dos guardias tenía bastante.
En segundo término, junto a la fuente de la carpa de piedra, un hombre alto, de aspecto extranjero, más bien fornido, esperó a que los guardias terminasen de hablar con Teófilo. Cuando callaron, el hombre se acercó con los brazos extendidos hacia Teófilo. Se abrazaron. Los sollozos de Teófilo provocaron los de Raquel. «Hoy dictan la sentencia, Mauricio», Teófilo apretó la mano de Raquel. Los guardias habían retrocedido un palmo para respetarle al procesado un momento de intimidad. Raquel se abrazó con vehemencia a Teófilo y le susurró al oído sin dejar de rodearlo con sus brazos. Milo necesitó en ese instante saber con urgencia qué le había dicho a su padre, ¿acaso ella lo había perdonado?, o, simplemente, le había entregado los menguados restos de calor y esperanza que tanto necesitaba para sí misma. Milo, observó impávido cómo su padre era escoltado por los policías judiciales hacia un coche gris, aparcado al lado de un BMW azul marino.
«Se ha negado a que sus hijos lo vean esposado, Mauricio. No quiere que yo esté presente en la sala del juzgado, “los niños te necesitan ahora más que yo”, me ha dicho». Raquel caminaba al lado de Mauricio, detrás de su esposo y de los hombres. Hablaron. Milo estaba demasiado lejos para oírlos y descifrar sus gestos. Cuando los coches llegaron al cruce y desaparecieron por el camino, más la visión de su madre envuelta en una polvareda dejada por los neumáticos, Milo echó a correr en pijama y descalzo hacia ella. «¿Por qué has dejado que se lo lleven?».
Читать дальше