Angélica Dossetti - Querido Milo

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Esta es la séptima novela protagonizada por Ema, quien ya tiene 17 años y acaba de recibir un fuerte golpe: a su adorado amigo Milo le han diagnosticado leucemia y para sobrevivir necesita urgente un trasplante de médula. Pero este tiene un precio que su familia no puede costear. Con sus amigos, Ema decide ayudar a buscar los recursos económicos que no hay. Saben que están contra el tiempo y para ello se contactan con toda clase de personas.Pero el grupo chocará con una realidad que les era desconocida: a la gente no le conmueve el sufrimiento humano y no está dispuesta a molestarse por aliviarlo. Además, la burocracia impide llegar hasta quienes podrían hacer algo.

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–No entiendo por qué a Milo le están haciendo quimio si existe la posibilidad de un trasplante. –Gera se sentó en mi cama después de regresar de una corta visita al hospital en que nos lanzaste un vaso de plástico para que te dejáramos tranquilo.

–Me preocupa lo mal que se pone, sus estados de ánimo; nunca sé si está contento o nos echará a patadas –dijo Cote con un suspiro.

–Ema, ¿ya hablaste con la señora Marité? –Gera me miró.

–No.

–¿Por qué? Quedamos en que averiguarías lo que está pasando. Nosotros no podemos hablar con los médicos, porque no somos parte de la familia –Gera me regañó.

–No me atrevo, me da pena, ¿acaso no la has visto?

Tu mamá parecía un fantasma: estaba muy delgada y la tristeza no abandonaba su rostro. Varias veces intenté hablar con ella, pero cada vez tenía la sensación de que el solo hecho de pronunciar el nombre de tu enfermedad la destruiría un poco más.

–Claro que la hemos visto, pero tenemos que averiguar. ¿Puedes hacerlo o lo hago yo? –Se notaba su molestia.

–Puedo, mañana sin falta. –Le lancé una mirada de reproche.

Esa noche le mandé un wasap a tu mamá preguntándole si podía pasar por su departamento para que conversáramos. Quedamos en reunirnos a las nueve.

Mi departamento no estaba lejos del tuyo, apenas cinco cuadras, así que las recorrí lentamente ensayando las palabras correctas que debía utilizar. Me detuve frente al conjunto de edificios rojos de cuatro pisos y toqué el citófono, sin dejar de mordisquearme las uñas.

–¡Aló! –reconocí la voz de tu madre.

–Soy Ema.

–Pasa –dijo. Zumbó un pip eléctrico y la puerta se abrió al instante. Caminé por los senderos entre los jardines para llegar al último edificio y tocar el timbre del departamento del primer piso.

–¿Cómo está? –saludé a tu madre con un beso en la mejilla.

–Aquí, como me ves. –Con un ademán, me invitó a pasar a la sala.

–¿Y Milo? –Entrar a tu casa era incómodo, ver a tu mamá me perturbaba y siempre sentía que las palabras sobraban.

–En un rato más parto al hospital... ha tenido malestares por la quimio... –Se sentó en el sofá.

–Señora, hace días que he estado pensando en algo que no entiendo y que quizás usted me lo podría explicar.

–Siéntate –me indicó uno de los sillones–, pregunta lo que quieras.

Miré las murallas del departamento que se habían transformado en una suerte de oda a tu persona: fotos tuyas cubrían las paredes y, entre los dos sitiales, una mesita sostenía un crucifijo y tres velas encendidas.

–Me parece que usted dijo que el tipo de leucemia que tiene Milo se cura con un trasplante de médula...

–Sí –me interrumpió–, y por eso todos en la familia nos hicimos los exámenes para determinar si tenemos compatibilidad con Milo. Gracias a Dios, Diego la tiene.

–Ahh, entonces ¿significa que lo trasplantarán?

–No es tan simple.

–Eso es lo que no entiendo.

Tu mamá se acomodó en el sofá y se quitó los lentes para limpiarlos con el borde de su falda.

–La intervención cuesta alrededor de doscientos millones de pesos, que debemos pagar anticipadamente, o, al menos, garantizar que tendremos el dinero, para que le hagan el trasplante. –Se puso los lentes nuevamente.

–¿Y qué ocurre con la ley de urgencias? Según entiendo, cuando alguien está en riesgo vital, lo tienen que atender sin la obligación de garantizar el pago.

–Es que sí lo están atendiendo: le han hecho la quimio y los exámenes... Además, supuestamente, Milo no está en riesgo vital y el trasplante se puede posponer hasta que consigamos los recursos.

–Discúlpeme, señora Marité, pero eso me parece una estupidez. –No pude disimular mi molestia–. ¿Tiene que estar muriéndose para que hagan algo?... ¡No lo puedo creer!

–M’hijita, solo se cree cuando lo estás viviendo en carne propia.

Salí de tu departamento sintiendo la vergüenza de vivir en un país de mierda, donde nada más que la plata importa y con la convicción de que los chicos y yo tendríamos que hacer algo, lo que fuera, para que la gente tomara conciencia de lo que estaba ocurriendo.

Esa tarde fui con Sofí, Cote y Gera a visitarte. Estabas en tu cama, ahora aislado, porque tu cuerpo débil no se podía exponer al contagio de algún virus o bacteria. Por eso, tuvimos que ponernos unas batas azules, mascarillas y cubre zapatos.

–Qué buena onda que vinieron, me moría de aburrimiento –nos dijiste mientras con el control remoto saltabas de canal en canal. De tu muñeca derecha salía una manguerita transparente hacia una bolsa de suero que colgaba de un atril.

–¿Cómo se siente el paciente más divertido de todo el hospital? –Sofí te habló a más de un metro de distancia, tal como nos habían advertido antes de entrar.

–La quimio me tortura... me dan unos mareos terribles y vomito todo lo que como...

–Eso es lo que yo necesito, un poco de quimio para ver si vomitando logro bajar de peso –dijo Sofí.

–No hables tonteras, si adelgazas más parecerás un esqueleto como la Ema. –A Milo se le escapó una sonrisa.

–¿Y yo qué te he hecho para que digas que soy un esqueleto?

–Nada, pero serías el modelo ideal en las clases de Biología para que aprendiéramos cómo es la osamenta del cuerpo humano...

Todos reímos de buena gana y hasta creo que la palidez de tu rostro se tiñó de color, y por un minuto te viste más sano.

–Mira lo que te trajimos –Gera desdobló un papel que sacó del bolsillo de su pantalón color caqui, y lo pegó con cinta adhesiva en una de las ventanas.

–“Para que no olvides que te amamos” –leyó Milo mientras sus ojitos recorrían las caricaturas de nosotros cinco abrazados–. Eres demasiado bueno para el dibujo, Gera. Gracias.

–Yo te daría un beso y un abrazo –le dijo Cote–, pero la paca que tienes por enfermera nos dijo que no nos podemos acercar a menos de un metro. Creo que nos encontró cara de infecciosos...

–Esto pasará, ya lo verán... –dijiste luego de pensar durante unos segundos–. Digamos que es un traspié, ya saldré de este lugar y seguiremos siendo los mismos de siempre.

La visita fue corta, apenas veinte minutos en que intentamos alegrarte el día, sin darle importancia a lo complicado de tu estado. Una vez fuera de la habitación no nos pudimos contener. Este era el rito que se repetía a diario: reír contigo para luego sentarnos en la sala de espera en silencio y acongojados. No sé qué pensaban los demás, pero por mi mente pasaba un féretro y eso me aterraba.

–Ya entendí todo eso de la plata para el trasplante –interrumpí el silencio.

–¿Qué entendiste? –Gera se puso de pie para quedar cerca de mí.

–El trasplante es el tratamiento correcto para que Milo se sane, pero tiene un costo de doscientos millones de pesos que, como pueden imaginar, su familia no tiene. Por ahora se le está aplicando quimioterapia, que es una opción más económica, pero mucho más incierta –les expliqué.

–Si me preguntai’, no confío en las quimios, mi tía Berta se murió igual. –Sofí siempre aportaba las palabras capaces de desalentar a un ejército.

–¡Tu tía Berta se murió hace diez años, Sofí! –la voz de Cote se escuchó en toda la sala–. Las cosas han cambiado, la medicina avanza, no es comparable.

–Cote tiene razón. –Gera se acomodó los anteojos y se aseguró de que la hebilla del cinturón de su pantalón se encontrase en el lugar correcto.

–Sofí, no puedes ser tan fatalista. No le hace bien a Milo ni a nosotros –suspiré–. La señora Marité dice que a lo mejor pueden controlar la enfermedad con la quimio, pero que se puede sanar completamente si se le hace un trasplante... El problema es la plata.

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