Varios autores - Guía literaria de Londres

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Tácito fue el primer gran escritor en mencionar Londres y, desde entonces, muchos otros grandes creadores nos han dejado sus impresiones de la ciudad. En este libro Dostoyevski y Boswell nos acompañan por los bajos fondos londinenses, mientras que Dickens, De Amicis, London o Kipling nos hacen de guías y nos dan consejos para manejarnos en la capital de Inglaterra. Otros, como Beda el Venerable, John Evelyn o Samuel Pepys nos cuentan cómo la ciudad superó pestes, incendios e invasiones, mientras que Soseki, Rimbaud o Verlaine ilustran que no es fácil vivir en Londres si no se dispone de dinero. Jane Austen, Mark Twain o Charlotte Brontë son sólo algunos más de los muchos autores que contribuyen a esta guía, que cuenta también con deliciosos grabados que permiten al lector ver lo que es y también lo que fue.Imprescindible como complemento a una guía tradicional, la
Guía literaria de Londres nos permite disfrutar de un triple viaje: en el espacio, hacia los monumentos londinenses; en el tiempo, hacia otras épocas y sensibilidades; y en el espíritu, hacia algunas de las mentes más creativas, divertidas y magníficas que ha dado la Literatura universal.

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En los lados de la capilla está la noble sillería de los caballeros de la orden del Baño, bellamente tallada en roble, aunque con todos los grotescos adornos de la arquitectura gótica. En el pináculo de cada una de las altas sillas están tallados los yelmos y divisas de los caballeros, con sus bufandas y espadas, y sobre ellos están suspendidas sus banderas con su escudo de armas estampado, cuyo esplendor color oro, púrpura y carmesí se contrapone al gris de la piedra de la tracería del techo. En medio de este gran mausoleo se erige el sepulcro de su fundador. Su estatua, junto con la de su reina, está tendida sobre una suntuosa tumba, toda ella rodeada de un exquisito e imponente enrejado.

Hay cierta tristeza en toda esta magnificencia, en esta extraña mezcla de tumbas y trofeos, en la presencia de estos emblemas de la ambición más viva y desbocada junto a mementos que muestran el polvo en que nos convertiremos y el olvido que a todos, más tarde o más temprano, nos aguarda. Nada impregna la mente de mayor sensación de soledad que caminar por un lugar silencioso y desierto otrora abarrotado y festivo. Al mirar la sillería vacante de caballeros y escuderos, y al posar la mirada en las filas de polvorientas pero hermosas banderas, mi imaginación creó una escena en la que aquella sala estaba iluminada por los más valientes y más bellos, refulgentes con el esplendor de su enjoyado rango militar, mientras la multitud los admiraba entre murmullos. Todo eso había desaparecido; el silencio de la muerte se había aposentado en el lugar, interrumpido solo por algún ocasional canto de varios pájaros que habían conseguido abrirse paso hasta el interior de la capilla y habían formado sus nidos entre sus frisos y sus pendones —signo inequívoco de abandono y soledad—. Cuando leo los nombres inscritos en las banderas veo que son de hombres que viajaron hasta los confines del mundo; algunos surcaron mares lejanos; otros guerrearon en tierras distantes; otros se mezclaron en las afanosas intrigas de las cortes y los gobiernos: todos buscaban conseguir una distinción más en esta mansión de vanos honores, la melancólica recompensa de un monumento.

Dos pequeños pasillos a ambos lados de esta capilla presentan una conmovedora prueba de la igualdad ante la muerte, que pone al opresor al mismo nivel que el oprimido y mezcla el polvo de los más enconados enemigos. En uno de los pasillos está el sepulcro de la orgullosa Isabel, en el otro el de su víctima, la adorable y desgraciada María. No hay hora del día en que no se pronuncie alguna frase de piedad por el destino de esta última, que se mezcla con la indignación hacia su opresora. Las paredes del sepulcro de Isabel resuenan continuamente con el eco de los suspiros de simpatía de los que visitan la tumba de su rival.

Una peculiar melancolía reina sobre el pasillo en el que está enterrada María. La luz pugna por atravesar los ventanales cubiertos de polvo. La mayor parte del lugar está envuelto en sombras y las paredes están manchadas y marcadas por el tiempo y el clima. Una figura en mármol de María está tendida sobre la tumba, alrededor de la cual hay una verja de hierro, muy oxidada, en la que se observa su emblema nacional, el cardo. Cansado de caminar, me senté junto al monumento para descansar un instante, mientras mi mente repasaba la accidentada y desastrosa historia de la desdichada María.

El sonido de los pasos había cesado en la abadía. Ahora solo oía, de forma esporádica, la voz lejana del sacerdote oficiando el servicio vespertino y las suaves respuestas del coro; estas cesaron por unos instantes y todo quedó en silencio. La quietud, la soledad y la oscuridad que me rodeaban conferían a la abadía un interés más profundo y solemne.

Pues en la tumba silenciosa no hay conversación

ni se oyen alegres los pasos de los amigos

ni las voces de los amantes

ni el consejo cuidadoso del padre. No se oye nada,

pues nada es sino olvido

polvo y una infinita tiniebla.

De repente las notas profundas del órgano estallaron sobre el oído, desgranándose cada vez con mayor y redoblada intensidad y desencadenando, por así decirlo, grandes nubes de sonido. ¡Qué bien concuerda su volumen y grandiosidad con este magnífico edificio! ¡Con qué pompa recorren sus grandes bóvedas y respiran su horrible armonía a través de estas catacumbas, haciendo hablar a los silenciosos sepulcros! Y ahora se elevan en triunfante aclamación, ascendiendo cada vez más en una torre de notas concordantes, amontonando sonidos sobre otros sonidos. Y en este instante se detienen, y las suaves voces del coro rompen en una melodía que es como una brisa suave que asciende gorjeando hasta el techo y parece sonar por estas grandiosas bóvedas como si fuera un viento venido del cielo. De nuevo el repique del órgano descarga su sobrecogedor trueno, comprimiendo el aire hasta volverlo música y desplegándolo sobre el alma. ¡Qué cadencias continuadas! ¡Qué solemnes y arrebatadores acordes! Se torna cada vez más denso y poderoso, llena la vasta pila y parece estremecer a los mismos muros, el oído se aturde, los sentidos se ven desbordados. ¡Y ahora está tocando con júbilo absoluto, elevándose desde la tierra hasta el cielo, y parece que el alma entra en rapto y flota hacia las alturas empujada por esa creciente marea de armonía!

Grabado de Wenceslav Hollar hacia 1650 que representa la antigua abadía de - фото 6

Grabado de Wenceslav Hollar hacia 1650 que representa la antigua abadía de Westminster y los antiguos edificios del parlamento. Nótese la ausencia de las dos características torres cuadradas de la abadía, que se construirían entre 1722 y 1745.

Abadía de Westminster, pintada por Thomas H. Shepherd (1792-1864). Nótese al fondo que todavía aparecen los antiguos edificios del parlamento que fueron destruidos en un incendio en 1834.

Panorámica aérea actual que muestra la abadía el palacio de Westminster - фото 7

Panorámica aérea actual que muestra la abadía, el palacio de Westminster reconstruido, que sigue albergando el Parlamento, el Támesis y la noria gigante llamada London Eye, construida en 1999 para celebrar la llegada del nuevo milenio.

Me quedé sentado durante un tiempo perdido en ese tipo de ensoñación que a veces inspira la música: las sombras del crepúsculo se alargaban a mi alrededor, las tumbas empezaron a parecer cada vez más lúgubres y el distante reloj dio fe de que el día se desvanecía lentamente.

Me levanté, dispuesto a salir de la abadía. Al descender el tramo de escaleras que llevaba a la nave principal atrajo mi atención la tumba de Eduardo el Confesor, así que ascendí la pequeña escalera que lleva hasta ella para desde allí contemplar aquel páramo de tumbas. El sepulcro está elevado sobre una especie de plataforma y cerca de él están los de varios reyes y reinas. Desde su eminencia, el ojo abarca desde pilares y trofeos funerarios hasta capillas y cámaras, abarrotadas de tumbas, en las que guerreros, prelados, cortesanos y estadistas yacen descomponiéndose en sus «lechos oscuros». Cerca de mí estaba el gran trono de coronación, toscamente tallado en roble, según el gusto bárbaro de una remota época gótica. La escena parecía casi artificial, como un escenario de teatro diseñado para producir el efecto deseado en el espectador. Aquí se encontraba el principio y el fin del poder y la pompa humanos; aquí, literalmente, solo había un paso del trono al sepulcro. ¿No se siente uno tentado de pensar que todos aquellos recuerdos se han reunido para que sirvan de lección a los grandes y poderosos, para mostrarles, incluso en el momento de exaltación más suprema, el olvido y deshonor al que llegarán? ¿Lo pronto que esa corona que ciñe sus sienes desaparecerá y tendrá que yacer entre el polvo y la desdicha de la tumba, y que caminen sobre él hasta los más viles de la multitud? Pues, aunque parezca extraño, ni la tumba es ya santuario seguro. En algunas naturalezas existe una levedad aberrante que les permite jugar con cosas que son terribles y sagradas; y hay mentes abyectas que se deleitan cobrando venganza en los difuntos ilustres el innoble homenaje y la servil docilidad que muestran ante los vivos. El ataúd de Eduardo el Confesor había sido abierto y sus restos desposeídos de sus ornamentos fúnebres; a la imperiosa Isabel le han robado su cetro y la efigie de Enrique V está descabezada. No hay una sola tumba real que no sea prueba de lo falso y pasajero que es el homenaje de la humanidad. Algunas han sido saqueadas, otras mutiladas; algunas cubiertas de obscenidades e insultos… ¡Todas han sido en mayor o menor grado deshonradas!

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