Varios autores - Guía literaria de Londres

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Tácito fue el primer gran escritor en mencionar Londres y, desde entonces, muchos otros grandes creadores nos han dejado sus impresiones de la ciudad. En este libro Dostoyevski y Boswell nos acompañan por los bajos fondos londinenses, mientras que Dickens, De Amicis, London o Kipling nos hacen de guías y nos dan consejos para manejarnos en la capital de Inglaterra. Otros, como Beda el Venerable, John Evelyn o Samuel Pepys nos cuentan cómo la ciudad superó pestes, incendios e invasiones, mientras que Soseki, Rimbaud o Verlaine ilustran que no es fácil vivir en Londres si no se dispone de dinero. Jane Austen, Mark Twain o Charlotte Brontë son sólo algunos más de los muchos autores que contribuyen a esta guía, que cuenta también con deliciosos grabados que permiten al lector ver lo que es y también lo que fue.Imprescindible como complemento a una guía tradicional, la
Guía literaria de Londres nos permite disfrutar de un triple viaje: en el espacio, hacia los monumentos londinenses; en el tiempo, hacia otras épocas y sensibilidades; y en el espíritu, hacia algunas de las mentes más creativas, divertidas y magníficas que ha dado la Literatura universal.

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Y, sin embargo, la vanidad de la ambición humana casi hace sonreír al ver cómo están allí reunidos y amontonados entre el polvo; qué poca prodigalidad se ha observado al otorgar solo un recodo, un rincón sombrío, solo una fracción insignificante de tierra a aquellos a los que, en vida, no bastaban reinos, y cuántas formas y figuras y artificios se han diseñado para intentar atraer la mirada pasajera del visitante y salvar del olvido, durante unos pocos y cortos años, un nombre que en sus tiempos aspiró a ocupar eras enteras de los pensamientos y admiración del mundo.

La tumba de Charles Dickens, en el Rincón de los Poetas de la abadía de Westminster, según un grabado publicado el 15 de junio de 1870 en The Illustrated London News, poco después de que falleciera el poeta, el día 9 de ese mismo mes. Esta es, por supuesto, una tumba que Irving no pudo ver en su visita, que se produjo cincuenta años antes.

Pasé bastante tiempo en el Rincón de los Poetas, que se encuentra en el extremo de uno de los transeptos de la abadía. Las tumbas son, por lo general, sencillas, pues la vida de un hombre de letras ofrece pocos motivos espectaculares al escultor. Shakespeare y Addison tienen estatuas erigidas en su memoria; pero la mayor parte de los poetas son recordados con bustos en relieve, medallones y, en algunos casos, solo inscripciones. A pesar de la simplicidad de estos monumentos, me he fijado que es el lugar en el que más tiempo pasan los visitantes de la abadía. Un sentimiento más cálido y cercano substituye a la fría curiosidad o vaga admiración con la que contemplan los espléndidos mausoleos de los grandes y poderosos. Se quedan junto a estas como si fueran las tumbas de amigos o compañeros, pues de hecho existe una relación entre el autor y el lector. A otros hombres la posteridad los conoce solamente por medio de la historia, que continuamente se desvanece y olvida, pero la relación entre el autor y sus congéneres se renueva constantemente, siempre está activa y siempre es inmediata. El autor ha vivido para ellos más que para sí mismo; ha sacrificado gozos y se ha apartado de las delicias de la vida en sociedad para poder entrar en más estrecha comunión con mentes y épocas lejanas. Y hace bien el mundo en celebrar su fama, pues no fue adquirida mediante la violencia y la sangre, sino por el diligente reparto de placer. Que la posteridad honre el recuerdo de los escritores, pues han dejado una herencia no de nombres y actos vanos, sino auténticos tesoros de sabiduría, perlas brillantes de pensamiento y venas de lenguaje de oro puro.

Desde el Rincón de los Poetas continué mi paseo hacia la parte de la abadía que contiene los sepulcros de los reyes. Caminé entre lo que fueron capillas, ahora ocupadas por las tumbas y monumentos de los grandes. A cada paso me topaba con un nombre ilustre o reconocía un apellido de una familia célebre. El ojo, al adentrarse en aquellas oscuras cámaras mortuorias, capta siluetas de extrañas efigies: algunas arrodilladas en nichos, como rezando; otras estiradas sobre las tumbas, con las manos piadosamente unidas; guerreros vestidos con armadura como si reposaran tras la batalla; prelados, con báculos y mitras, y nobles vestidos con togas y coronas, tendidos como en capilla ardiente. Al contemplar esta escena, tan extrañamente poblada y, sin embargo, en la que todas las siluetas están quietas y en silencio, parece como si estuviéramos caminando por una mansión de aquella ciudad de fantasía en la que todos los seres se habían convertido de súbito en piedra.

Me detuve a contemplar una tumba sobre la que había una efigie de un caballero vestido con armadura completa. En un brazo sostenía un gran escudo; las manos las tenía unidas ante el pecho en actitud de súplica; el morrión le cubría casi por completo el rostro y tenía las piernas cruzadas indicando que había participado en la guerra santa. Era la tumba de un cruzado; de uno de aquellos entusiastas militares que de forma tan extraña mezclaban la religión y el romanticismo, y cuyas hazañas son el vínculo que conecta la realidad y la ficción, la historia y la fantasía. Hay algo extrañamente pintoresco en las tumbas de estos aventureros, decoradas con toscos escudos de armas y esculturas góticas. Se condicen con las anticuadas capillas en las que se suelen hallar; y, al pensar en ellas, la imaginación se dispara con las asociaciones legendarias, las románticas ficciones, la caballerosa pompa y el boato con que la poesía ha bañado las guerras por el señorío sobre el Sepulcro de Cristo. Son reliquias de tiempos irremediablemente pasados, de seres cuya existencia se ha olvidado, de costumbres y modales con los que ya no tenemos ninguna afinidad. Son como objetos de alguna tierra extraña y distante de la que nada sabemos a ciencia cierta, y sobre la cual todas nuestras concepciones son vagas y aventuradas. Hay algo solemne y horrible en extremo en las efigies de las tumbas góticas, tendidas como en el sueño de la muerte o en la súplica de la hora postrera. Causan sobre mí una impresión mucho más fuerte que las posturas atléticas, los gestos exagerados y los grupos alegóricos que tanto abundan en los monumentos modernos. Me sorprende también lo mucho que superan las inscripciones de los antiguos sepulcros a las actuales. En otros tiempos se conocía la manera de decir las cosas con sencillez y al mismo tiempo con orgullo: no conozco ningún epitafio que proyecte mejor la valía de una familia y el honor de su linaje que uno de una familia de nobles que afirma que «todos los hermanos fueron valientes y todas las hermanas, virtuosas».

Mientras se camina bajo aquellas sombrías bóvedas y silenciosos pasillos, estudiando los registros de los muertos, el sonido de la bulliciosa existencia exterior alcanza solo muy ocasionalmente el oído —el traqueteo de los carruajes que pasan; el murmullo de la multitud o quizá alguna suave risa de placer—. Cuando esos ruidos se abren paso, el contraste con el reposo semejante a la muerte que lo envuelve todo es sorprendente. El oír cómo las oleadas de la vida cotidiana se apremian a romper contra los mismos muros de aquel sepulcro induce un ánimo extraño.

Continué de tumba en tumba y de capilla en capilla. El día se apagaba gradualmente; el sonido de pasos dentro de la abadía se hizo menos y menos frecuente; la campana llamaba con su voz dulce a las oraciones vespertinas y, a lo lejos, vi a los miembros del coro, vestidos con sus sobrepellizas blancas, cruzar la nave en dirección al coro. Me detuve frente a la entrada de la capilla de Enrique VII. Un tramo de escaleras conduce hasta ella, a través de un arco profundo y oscuro y, sin embargo, majestuoso. Las grandes puertas de bronce, rica y delicadamente talladas, giran pesadamente sobre sus bisagras, como si se negaran con orgullo a admitir los pies de los mortales comunes en el más precioso de los sepulcros.

Interior de la capilla de Enrique VII en la abadía de Westminster según un - фото 5

Interior de la capilla de Enrique VII en la abadía de Westminster, según un grabado de 1879. En la capilla están enterrados, además del propio Enrique VII y otros monarcas ingleses, las reinas María I e Isabel I que, enfrentadas en vida, comparten reposo eterno a pocos metros una de otra. La capilla, de estilo gótico, cuenta con espectacular tracería en el techo.

Al entrar, la suntuosidad de la arquitectura abruma al ojo, que contempla anonadado la elaborada belleza de los detalles escultóricos. Las mismas paredes se han convertido todas ellas en ornamento, recubiertas de tracería y de nichos que albergan estatuas de santos y mártires. Pareciera que el cincel le hubiera robado con su arte a la piedra el peso y la densidad, haciéndola flotar en lo alto como por arte de magia, y que hubiera tallado la tracería del techo con el intrincado detalle y la etérea seguridad de una tela de araña.

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