Jorge Eliécer Guerra Vélez - La izquierda legal y reformista en Colombia después de la Constitución de 1991

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La izquierda legal y reformista ha sido decisiva en la lucha por la ampliación de la democracia colombiana en las últimas décadas. Que varias guerrillas se hayan convertido en el germen de coaliciones, partidos o movimientos políticos luego de arduos procesos de paz con diferentes gobiernos; que Bogotá, ciudad capital, haya tenido gobernantes con extracción reconocida de movimientos de izquierda, y que de ahí provenga también un candidato presidencial que estuvo muy cerca del primer mando ejecutivo del país en el 2018, es apenas una muestra del papel que esta vertiente ideológica ha tenido en las transformaciones políticas de las últimas décadas en Colombia. Las varias negociaciones de paz que preludiaron la Asamblea Constituyente de 1991, las aspiraciones a gobiernos locales y a curules legislativas de los sectores de izquierda en medio de procesos organizativos en ciernes, la convergencia de múltiples facciones en el Polo Democrático Alternativo, los líderes visibles, las rupturas y las reorganizaciones en medio de contiendas electorales y de aciertos y errores en los gobiernos alcanzados, entre otros, son los temas que aborda este libro, de forma detallada y amplia, por lo que es seguro que quienes lo lean encuentren información y análisis profundo de procesos claves para comprender la historia política reciente de nuestro país y el lugar que tiene en ella la izquierda legal y reformista.

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Un argumento esgrimido por las guerrillas cada vez que han negociado es el de no estar débiles militarmente. El m-19 no pensaba lo contrario, solo que una vez en la legalidad deberían superar la praxis militar y darle paso a la deliberación ideológica. No es que omitiera el aspecto político, pues este subsiste en el imaginario estimulado en los programas y los discursos de la subversión, es en últimas el leitmotiv de su accionar. En el caso específico del m-19, la predominancia de lo militar tuvo lugar durante el mandato de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), quien aplicó un proyecto arbitrario, y al que adhirieron el bipartidismo, la cúpula militar y los gremios económicos. Es luego, con el gobierno de Belisario Betancur Cuartas (1982-1986) y su estrategia de paz, que el m-19 le bajó a su rebeldía, con excepción de una acción con muy altos costos a finales de 1985 —y respecto a lo cual ya habrá oportunidad de hablar—. Al promulgar una Ley de Amnistía (Ley 35 del 19 de noviembre de 1982), y con la premisa de que el clima de violencia deterioraba las instituciones políticas y frenaba el desarrollo socioeconómico, dicho gobierno recogió un apoyo entusiasta en el comienzo, lo que el propio comandante del m-19 para la época, Jaime Bateman Cayón, reconoció: “El pueblo, entre el m-19 y Belisario Betancur, escogió a Betancur […] porque hasta cuando [él] apareció […] la alternativa éramos nosotros”.6 Precisamente la amnistía estuvo dirigida al m-19 en tanto la había reclamado, pero fue este mismo grupo el que la rechazó en 1983, frenando así las adhesiones de una parte del establecimiento al plan de paz del Gobierno, y de la población, que no perdía la esperanza y continuaba pintando palomas blancas en los muros. Falto de tacto, el m-19 perdió la ventaja política y estratégica que recogiera frente al resto de guerrillas. Así lo advirtieron con precisión Socorro Ramírez y Luis Alberto Restrepo: “[…] no supo diferenciar entre la estrechez habitual del régimen político colombiano y la amplitud coyuntural del gobierno Betancur”.7

Por su postura, al m-19 solo le quedó seguir la lucha armada, sin certeza de si esa vía le daría réditos políticos. “Que la política estuviera en una relación táctica de subordinación frente a la guerra, no quería decir que el m-19 la desestimara; de hecho, le era muy importante y, en algunas circunstancias, decisiva. Es por ello que luego de la amnistía, haría esfuerzos desesperados por reinsertarse en el campo de la política. Pero otra vez, claramente desde la guerra”,8 estimaba Nieto. A esta organización se le cerraron los espacios político y militar; por un lado, se convirtió en la prioridad a combatir por parte de las fuerzas militares; por el otro, otras guerrillas aceleraron su expansión territorial, particularmente las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (farc-ep), salvo que estas comenzaban acercamientos con el Gobierno. Pese a todo, el m-19 mantuvo comunicación con representantes del Ejecutivo, que a pesar de tener la opinión en su contra no clausuró las puertas de entendimiento. Es así como en 1984, nuevamente con el respaldado de la jerarquía de la Iglesia católica y de algunas personalidades, Betancur aprobó la Comisión de Paz,9 que tuvo a su cargo promover el cese al fuego y los diálogos con las farc, el Ejército Popular de Liberación (epl) y el m-19. Sin que parasen los enfrentamientos entre este último y el ejército, en agosto del mismo año llegaría a un acuerdo con el Gobierno. Reiterando con Nieto, “el mayor triunfo político se lo anotó el m-19 al incorporar como eje central del acuerdo la propuesta del Diálogo Nacional, la cual se había convertido en la principal bandera política del movimiento luego de la experiencia de la amnistía”.10

El grupo aprovechó la pausa para ajustar su estrategia militar y desacreditar la estrechez e inercia del sistema político. Enterado de las dificultades de ­Betancur para lograr la paz, convidó a las fuerzas vivas del país a su Diálogo Nacional, tanteando así la disponibilidad del Gobierno y la facultad del mandatario de darle vía libre, en palabras de Patricia Lara, a “ese gran debate político que tendrá por temas centrales: la discusión y desarrollo democrático de las reformas políticas, económicas y sociales que requiere y demanda el país”.11 Aunque según Ramírez y Restrepo: “buscaba, más bien, llevar a Betancur hacia la ruptura con la oligarquía, el bipartidismo y las Fuerzas Armadas. De no lograrlo, lo desgastaría y lo obligaría a replegarse a estas mismas fuerzas. Dentro de esta perspectiva, después de cada concesión gubernamental, el m-19 proponía nuevas metas, siempre más arduas. Quizás, de acuerdo con su concepción, el propósito no era tanto el de consolidar la paz cuanto desenmascarar a Betancur o ganar un nuevo espacio de legitimidad política para la lucha armada”.12

En la segunda mitad de su mandato Betancur no controlaba toda la situación. Esto lo observa Daniel Pécaut, pues si tras el acuerdo con el m-19 esperaba recuperar su imagen y avanzar en la extensión del régimen, “por el contrario, todo parece detenerse […], Betancur mismo parece vacilar, como si se sintiera amenazado por fuerzas opuestas. Por un lado, las de algunas elites civiles que manifiestan una hostilidad sin matices a los acuerdos: Belisario Betancur los acusa de incitar secretamente a los militares al golpe de Estado. Por el otro, la de las guerrillas que parecen utilizar el cese al fuego para acrecentar su potencial militar y político”.13 Además, en materia legislativa la situación no era del todo mejor, puesto que el Partido Liberal controlaba el Congreso.

La toma del Palacio de Justicia, fiasco y punto de no retorno

El promocionado Diálogo Nacional fue un descalabro. Primero, el bipartidismo desatendió la invitación estimando que se le daba al m-19 mucho espacio político; aunque se sabe que la razón principal no era otra que impedirle a una nueva fuerza ingresar a un sistema engendrado y mantenido por dos partidos. Segundo, según lo sugiere Pécaut: “el m-19 revelaba su incapacidad para desencadenar un movimiento político nacional de masas alternativo al sistema político tradicional […]. Las simpatías y expectativas producidas por las hazañas de la guerra no se traducían en nuevas formas de participación y acción políticas, tanto por el papel secundario que la estrategia les asignaba a estas como por la fragilidad misma de tales simpatías”.14 Lo mismo propone Marco Palacio: el m-19 “perdió perfil político y demostró incompetencia intelectual en las pocas mesas de trabajo del Diálogo Nacional”.15 Tal situación llevó al grupo a buscar apoyo en las barriadas de Bogotá, Cali o Popayán, nutriendo de paso su estructura armada, al convencerse de que con Betancur no se daría la paz. Fiel a sus golpes de opinión, selló la tregua con la acción más nefasta en su existencia e indistintamente aciaga para la historia del país: la toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985, bajo el pretexto de enjuiciar simbólicamente al presidente por incumplir los acuerdos un año atrás. Esa operación eufemísticamente nombrada “Antonio Nariño”, realizada por la compañía Iván Marino Ospina16 y que el ejército repelió con todo su poderío alegando preservar la democracia, se saldó en una masacre cuyo ­estruendo repercute todavía hoy. Al m-19 le fue difícil restablecerse de su aventura y se vio obligado a dar el primer paso en pos de un diálogo para salir del aislamiento al que quedó confinado.

Si camino a su desmovilización una primera etapa comprende los primeros acercamientos con el gobierno Betancur y el rechazo a la amnistía y una segunda etapa va del Diálogo Nacional a la toma del Palacio de Justicia, convendría incluir una tercera y definitiva que inicia, como perpetuando su estampa, con el secuestro de Álvaro Gómez Hurtado17 en mayo de 1988. Al liberarlo, le envió un comunicado al nuevo gobierno del liberal Virgilio Barco Vargas (1986-1990), manifestándole su deseo de firmar la paz y pidiéndole garantías. Al mismo tiempo, como una prueba de sinceridad declaró unilateralmente un cese al fuego. Lamentablemente el problema era de otra horma; un nuevo cáncer, el narcotráfico comenzaba a hacer metástasis en la sociedad colombiana. En adelante a la pesquisa de la paz se yuxtaponía la búsqueda de soluciones para un fenómeno suplementario y respecto al cual ni el Gobierno, ni las elites, ni las demás guerrillas, ni tampoco la denominada comunidad internacional tenían medidas eficaces. Además, como cada nuevo presidente con su respectiva prioridad, lo que iba a primar era el crecimiento económico. Sin desarmar los esfuerzos de Betancur en materia de paz, para Barco toda negociación debía contenerse en su Plan de Economía Social.18

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