Gerardo López Laguna - Los libertadores

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Un grupo de cazadores de hombres que buscan esclavos para las fábricas del norte capturan a unos niños que juegan junto a un arroyo. Ahí comienza la lucha por la libertad. Una novela trepidante, que nos habla de un futuro no muy lejano en el que la lucha por la libertad y por la vida serán la misma cosa.

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Todos habían acogido la propuesta de Iván. Yuri intervino para especular sobre las intenciones de los mercenarios:

-Ojalá podamos llegar antes que ellos... Don Ángelo, ¿qué cree que harán cuando encuentren el Aduar?

Don Ángelo, pensativo ante esta iniciativa de los chicos, dijo lastimosamente:

-Intentarán capturar a los que les puedan servir... pero si encuentran alguna resistencia, algún problema, con los otros...

La frase interrumpida de Don Ángelo fue elocuente. Todos advirtieron a qué se refería. Don Ángelo continuó:

-Después nos buscarán. Cuando vean la forma de vestir de la gente del Aduar, sabrán que Bo no era de esa aldea... Ellos han cruzado el istmo para entrar aquí, han visto el mar al oeste y cuando lleguen al Aduar se encontrarán con el pasillo de mar que hay en el este... Creo que irán hacia el norte, cuando se topen con el mar abierto seguirán bordeando la costa hasta llegar a dónde estamos nosotros... Venga, no podemos perder más tiempo.

Yuri, el mayor, estaba poniendo en juego de un modo repentino y acelerado la capacidad de liderazgo que tenía. Inmediatamente después de que Don Ángelo dijera esas últimas palabras, Yuri azuzó a los otros:

-Colgáos los petates, nos marchamos. Don Ángelo, tú ve rezando por el camino.

Emprendieron la marcha enseguida. Allí quedaban las chozas, los corrales, la despensa, la Gran Cabaña, la explanada, la capilla, las tumbas de sus compañeros... y los tres perros dentro de un corral, y las ovejas y las gallinas dispersándose por los huertos... las herramientas tiradas por el suelo, el sagrario vacío... Se oían las rápidas pisadas de los fugitivos y el rumor del agua del manantial. Este leve sonido hizo volver la cabeza a Don Ángelo. A sólo unos doscientos metros del emplazamiento de la comunidad brotaba de entre unas rocas una corriente de agua abundante, clara y fría. Don Ángelo recordaba la primera construcción de un pequeño canal rudimentario para conducir parte del agua hasta el lugar elegido para iniciar lo que luego serían generosos y fructíferos huertos. Más tarde, aquel canalillo se convertiría en una verdadera red de acequias. Recordaba también los esfuerzos alegres de los muchachos tirando del carro en el que transportaban el gran cántaro de agua desde el manantial hasta el rincón sombreado en el que se refugiaban para beber en las horas de trabajo. Una punzada de nostalgia y dolor sacudió el corazón de Don Ángelo. Punzada que rechazó acudiendo también a otras zonas del corazón: ¿no era él el que repetía a los chicos que todos éramos nómadas? Él mismo, cuando murió Moha y tiempo después Saúl, intentaba meter en el alma de los muchachos esta realidad: «estamos de paso», «somos caminantes», les decía... Sumido en estos pensamientos exclamó en voz alta, sin darse cuenta:

-... estamos en camino siempre...

Algunos de los chicos lo oyeron y Doménico le interrogó con la mirada, pero Don Ángelo sólo respondió en voz baja:

-Nada... sigamos.

La columna de mercenarios traficantes de hombres avanzaba despacio pero sin interrupción. Habían encontrado zonas llanas con poca vegetación y algunos lugares boscosos en los que había suficiente espacio entre los árboles como para que el camión y las carretas pudieran pasar. Detrás de una de estas masas de arboleda se habían topado con un campo de trigo rodeado por algunos olivos y almendros. El Sire contemplaba el campo con satisfacción pues esto significaba que llegaban a algún lugar poblado. Después de atravesar el trigal, y de destrozar parte de él con las pezuñas de los cabúfalos y las ruedas de los vehículos, tuvieron que detenerse: la colina que ya habían divisado desde lejos y ante la que ahora habían parado tenía un camino muy estrecho para el camión. A los lados de este sendero se levantaban grandes piedras e irregularidades en el terreno y era imposible continuar. El Sire, molesto con la situación, gritó con desprecio a los jinetes:

-¡Vosotros, seguidme!

Antes de introducirse con su montura en el camino, se dio la vuelta y avanzando un poco ordenó a los soldados que iban a pie escoltando el camión:

-¡Que se queden aquí diez hombres de guardia! ¡Los demás vienen con nosotros!

Conociendo la impaciencia y la irascibilidad de su jefe, los dos sargentos que mandaban a los soldados procedieron con rapidez:

¡Rápido! ¡vosotros cinco, quedaos aquí! -gritó uno de los sargentos mientras les señalaba uno a uno a la velocidad del rayo.

El otro sargento decía lo mismo a otro grupo de mercenarios, pero éste, en vez de señalarlos, los apartó a empujones del resto del grupo. El joven soldado que había protagonizado el incidente en la jaula no había sido señalado, pero sin dudarlo se encaró otra vez con su sargento y le dijo con una voz que no admitía réplica:

-Yo me quedo aquí vigilando.

El sargento le miró con odio, pero azuzado y atemorizado por el carácter del Sire, no perdió tiempo y contestó:

-Está bien...

Y dirigiéndose a uno de los que antes había empujado le dijo:

-¡Tú te vienes!

En el Aduar Al-Tahat había pocos hombres. La mayoría estaba en sus barcas, pescando a una distancia algo lejana de la aldea. Solían remontar la franja de mar, entre las dos costas, hasta llegar al noreste de la península. Allí se adentraban algo en mar abierto. Cuando se oyó el disparo con el que aquel soldado había rematado al prisionero enfermo, Abdelá supo que se acercaba algún grave peligro. Él sí sabía lo que significaba ese sonido. Inmediatamente mandó como exploradores a dos de los hombres que permanecían en el Aduar junto con los ancianos, las mujeres, los niños y algunos adolescentes, pues éstos se turnaban para salir a pescar con los hombres.

Los dos exploradores, buenos conocedores del terreno, dieron con la columna cuando ésta ya estaba relativamente cerca de la aldea. Observaron todo sin ser vistos, pero sólo el tiempo preciso, apenas unos instantes para darse cuenta del peligro que se les venía encima. Pudieron ver a la gente que estaba prisionera en una de las jaulas, sin embargo a causa de la distancia no se percataron de la presencia de Bo, conocido de sobra por ellos.

Volvieron a toda prisa para informar a su jefe. Abdelá, sumamente preocupado, esperaba su vuelta al pie de uno de los caminos que salían de la aldea. Observaba con nerviosismo y alzaba los ojos inútilmente pues el camino era una cuesta arriba cuya cúspide estaba muy cerca... De todos modos esperaba con impaciencia que aparecieran sus hombres por ese horizonte.

Nada más enviarlos a averiguar qué es lo que pasaba, Abdelá, prudentemente, había pedido a sus dos nietos que concentraran a las mujeres y a los niños en la parte posterior de la aldea, la que daba al embarcadero y una pequeña playa aledaña a éste. Estos dos chicos, Abú y Hafed, eran dos muchachos de catorce y dieciséis años respectivamente. Antes de que volvieran los dos hombres, Hafed había llegado corriendo al puesto en el que Abdelá esperaba para decirle que los niños y las mujeres ya estaban preparados. Con este grupo se habían quedado los otros tres hombres que, junto a los exploradores, no habían salido con las barcas de pesca. Abdelá le dijo entonces a Hafed:

-Que Abú se quede allí por el momento. Tú dile a los hombres que tienen que sacar de sus casas a los ancianos. A Kasín también, como puedan... que hagan rápidamente unas parihuelas o que lo suban a algún carro.

-Abuelo, ninguno de los carros tiene tiro; los mulos y el asno están sueltos...

-Ya lo sé, y no tenemos tiempo... Diles que saquen a Kasín. ¡Ayúdales, corre!

El chico corrió a cumplir con los recados que le había encomendado su abuelo. No sabía qué estaba pasando, pero lo que fuera era grave y peligroso, pues Abdelá, habitualmente tranquilo, se movía y daba órdenes muy alterado. Nada más partir Hafed, Abdelá volvió a levantar la cabeza hacia el camino y vio aparecer de pronto a sus dos hombres corriendo como liebres. Tras ellos se levantaba el polvo del sendero. En un instante, sofocados, estaban en presencia de su jefe. Uno de ellos se dobló apretando su mano contra el pecho mientras jadeaba. El otro comenzó a hablar de modo entrecortado, con la boca seca. Se le pegaban las comisuras de los labios...

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