Gerardo López Laguna - Los libertadores

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Un grupo de cazadores de hombres que buscan esclavos para las fábricas del norte capturan a unos niños que juegan junto a un arroyo. Ahí comienza la lucha por la libertad. Una novela trepidante, que nos habla de un futuro no muy lejano en el que la lucha por la libertad y por la vida serán la misma cosa.

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-Tenéis que salir de aquí ya, ahora.

Se dieron la vuelta y comenzaron a caminar deprisa, aunque todos, en momentos alternos, iban girando la cabeza hacia atrás para contemplar al grupo que se quedaba con Don Ángelo. Al viejo, que seguía mirando fijamente la marcha de parte de sus chicos, le caían las lágrimas. Otra vez, con una palmada, se sacudió el dolor y dándose la vuelta se puso frente a Yuri y los demás. Yuri rompió el silencio. Una fuerza interior le impulsaba a tomar iniciativas, algo a lo que, como le había recordado Don Ángelo a Tonino, estaba acostumbrado.

-Don Ángelo, vamos a terminar los petates... Tenemos que soltar a las ovejas y las gallinas, pero vamos a tener problemas con los perros; nos van a seguir.

Efectivamente en La Casa convivían con tres grandes perros que se habían criado con ellos desde que eran unos cachorrillos. Los trajeron cuando Yuri tenía siete años y tanto él como sus compañeros se inspiraron para ponerles nombres en los animales desconocidos de los que les hablaba Don Ángelo en sus clases. Así pues, los perros recibieron estos nombres: León, Tigre y Oso.

Los perros estaban acostumbrados a las idas y venidas de los chicos, y a no ser que les llamaran por su nombre solían quedarse entre las chozas, los corrales y por los inmediatos alrededores. El problema es que ahora, si marchaban todos, es muy probable que los perros les quisieran acompañar, y dada la misión que Don Ángelo se había propuesto los animales no podían ir con ellos pues, tarde o temprano, se convertirían en un peligro para el grupo. Los perros podían delatar sus escondites o sus ladridos y movimientos podían alertar a los traficantes.

-Tengo una idea -soltó de improviso Lí.

Todos volvieron la cabeza algo asombrados: Lí era un muchacho de rasgos orientales famoso en la comunidad tanto por su perenne sonrisa como por su silencio. Jamás intervenía en el Consejo...

Lí expuso entonces lo que se le había ocurrido:

-¿Os acordáis de lo que pasó hace dos inviernos, cuando los metimos en el corral?

Todos recordaron. Aquel invierno había sido muy frío. Lo pasaron mal, sobre todo con los pies. Habituados a inviernos más o menos templados iban, como siempre, con sus sandalias encima de las vendas con las que enrollaban los pies. Aquello no bastaba para contener adecuadamente ese frío. Los chicos, ignorantes de las fuerzas y capacidades de aquellos perros, temieron por ellos, y en lugar de dejarles, como era lo habitual, en sus casetas abiertas, en las que entraban y salían a su gusto, optaron por encerrarlos de noche en el corral con las ovejas. Don Ángelo les había dicho que los perros no iban a tener problemas con ese frío, pero los chicos pensaron que era mejor guarecerles en ese lugar cerrado y más caliente. Los perros parece que opinaban como Don Ángelo, de modo que durante varias horas, por la noche, se dedicaron a escarbar por los laterales del corral, al pie de una de las paredes. Cuando amaneció, los muchachos encontraron, sorprendidos, que los perros estaban jugueteando fuera del corral. Inspeccionaron la puerta, pero seguía cerrada. Entonces se percataron del agujero. Lí, con sus breves palabras, les recordó a todos aquel suceso. Y siguió diciéndoles:

-Si hacemos ahora lo mismo tendremos una ventaja de varias horas hasta que consigan salir.

Todos lo aprobaron, y espontáneamente Magdi se dirigió a Lí:

-Vamos a hacerlo nosotros, Lí.

Los dos chicos se fueron corriendo, primero a liberar a las ovejas, que estaban en la cerca exterior del corral, y después a llamar a los perros para proceder a su encierro.

Don Ángelo escuchaba con atención, y con la grata sensación de que muchas de sus enseñanzas habían calado en el corazón de los chicos. Otros habrían zanjado el problema matando a los perros, pero para aquellos muchachos esto habría resultado inconcebible. Es verdad que cazaban y pescaban, pero también era verdad que lo hacían ajenos a toda crueldad.

Tras la carrera precipitada de Magdi y de Lí, Yuri volvió a tomar la palabra:

-Vamos rápido a terminar con los petates que queden y a llenar los pellejos de agua.

Don Ángelo le dijo:

-Yuri, por favor, prepara uno para mí; yo tengo que recoger algunas cosas.

Los chicos siguieron a Yuri y Don Ángelo entró de nuevo en su choza. Agarró una pequeña mochila con una correa, que luego guardaría en su petate, y salió deprisa en dirección a la pequeña capillita que habían construido años atrás. Don Ángelo pensaba, rezaba y se movía a la vez. Guardó en la mochila una cantimplora con vino, un frasco pequeño con aceite y, envueltas en un paño, varias obleas de pan.

El vino lo elaboraba él mismo, con ayuda de los muchachos. Cuando llegó al lugar dependía de los visitantes que bajo la solicitud de monseñor Virás siempre la traían algo de vino y harina. Algún tiempo después apareció por allí un desconocido que se presentó como enviado por el obispo: vino con un carro cargado hasta lo inverosímil de cepas para que Don Ángelo las replantase allí. El vino seguía llegando con las nuevas visitas, y la harina también, pero al final Don Ángelo vio los frutos de aquellos esfuerzos cuando pudo obtener algo de vino, poco pero suficiente, de aquella pequeña viña. Más tarde, su amigo Abdelá, el jefe del Aduar, se encargaría de proporcionarle harina y aceite de olivas.

Don Ángelo veía pasar estas escenas por su mente mientras procedía a llenar la mochila. Acercándose al sagrario se arrodilló. Sólo un instante pues no tenían más tiempo. Se levantó, lo abrió y tras recitar mentalmente una oración y una súplica, comulgó. Inmediatamente apagó la mecha que ardía en un cuenco de aceite, guardó los dos pequeños cálices en la mochila y, mirando una cruz y una pequeña talla de la Virgen, se dio la vuelta y salió casi corriendo. El corazón le latía muy rápido. Ya no era el marcharse de aquel lugar de esa manera... él siempre había creído en el famoso «cortar las amarras» que decía a los chicos, sino la súplica al Cielo para que le diera luz sobre cómo ayudar a Bo, cómo hacerlo sin que los otros resultaran dañados, sin que nadie resultara dañado...

Al salir frenó sus veloces pasos un momento. Giró la cabeza y enderezó su camino hacia un lateral de la capilla, donde estaban las tumbas de Saúl y Moha... Les pidió ayuda.

En un instante ya estaban todos reunidos otra vez en la puerta de la choza de Don Ángelo. Iván había permanecido en silencio tras concluir su relato. Escuchaba con atención todo lo que se decía, observaba con ansiedad... Fue el único que recibió la noticia de Don Ángelo sobre la pretensión de liberar a Bo con un cierto alivio secreto. Alivio sazonado de inquietud, pero provocado por una vaga sensación de culpa. No en vano les había dicho a todos: «no he podido hacer nada»... De pronto rompió su silencio para anunciar otra fuente de preocupaciones:

-La gente que se ha llevado a Bo iba hacia el este. Creo que tenemos que hacer algo... tenemos que avisar a nuestros amigos del Aduar.

El lugar que Don Ángelo había encontrado para asentarse muchos años atrás, era una especie de lengua de tierra paralela a la costa de Aquitania. En el sur de esta casi isla había un istmo curvado que hacía de puente o paso hacia el continente. En la zona centro-occidental de esta pequeña península, casi a orillas del mar, estaba el que conocían como «arroyo del oeste», el lugar en que Iván y Bo fueron atacados. Al norte de este arroyo, en el noroeste, es decir, en la parte superior de la península estaba la comunidad de Don Ángelo y sus chicos. Y en la parte centro-oriental, también pegada al mar y desde donde se podía divisar la costa de Aquitania, estaba la aldea de Abdelá y su gente, conocida como el Aduar Al-Tahat. Para llegar al Aduar antes que los traficantes tenían que recorrer transversalmente la península, en dirección sureste. El camino era largo y duro, con más obstáculos que los que la columna de mercenarios encontraría atravesando la península de lado a lado. Luego si querían advertir a sus amigos debían darse mucha prisa.

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