Gerardo López Laguna - Los libertadores

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Un grupo de cazadores de hombres que buscan esclavos para las fábricas del norte capturan a unos niños que juegan junto a un arroyo. Ahí comienza la lucha por la libertad. Una novela trepidante, que nos habla de un futuro no muy lejano en el que la lucha por la libertad y por la vida serán la misma cosa.

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-Es gente armada y con monturas... llevan prisioneros en una jaula, encima de un camión con ruedas enormes.

El que así hablaba conocía este tipo de vehículos, aunque más pequeños. Eran muy escasos en aquella región pero había tenido ocasión de verlos durante alguna de las salidas que había hecho más allá del istmo para acudir a alguno de los mercados que había en varias aldeas cercanas a la costa de Aquitania.

Cuando Abdelá oyó lo que le decía se puso pálido, se dio la vuelta y casi corriendo se introdujo en el Aduar. Los dos hombres le acompañaban. Atravesó la aldea a la par que Hafed y los otros tres hombres llevaban a cuestas y trotando a unas ancianas y un anciano en dirección al embarcadero. El pobre Kasín, enfermo e impedido, estaba encima de una manta tumbado a la puerta de su casa. Le atendía habitualmente su última hija, una niña de once años que ahora estaba con el otro grupo al lado de las barcas. Los hombres le habían puesto encima de la manta y la habían arrastrado hasta sacarle de su morada. Kasín pesaba mucho. Antes de buscar una solución para su traslado habían decidido llevar a sus espaldas a los otros a fin de conducir allí al mayor número posible de ancianos. Abdelá llegó al embarcadero. Todos le miraban asustados. Algunas de las mujeres apretaban a los niños contra su cuerpo...

Abdelá tenía tres hijos varones, que ahora estaban en el mar. Sus tres nueras estaban allí, con sus nietos... Su mujer, Fátima, piadosa y siempre atenta con los enfermos, hacía tiempo que había marchado al Paraíso... Abdelá, con parte de su familia y el resto de la gente expectante, no podía ocultar su angustia. La mayor de las nueras, Khaldia, le preguntó también angustiada:

-¿Qué está pasando? Dinos qué pasa, por favor...

Abdelá respondió rápidamente:

-¡Vienen hombres armados al Aduar! ¡buscan esclavos!

Los hombres que transportaban a los ancianos llegaban en ese momento uno tras otro con su respectiva carga humana a sus espaldas. Abdelá volvió a hablar para decirles qué es lo que tenían que hacer de inmediato:

-Sólo hay tres barcas... Vosotros tres, subidles a todos... apretaos y repartid el peso lo mejor posible... ¿Dónde está Hafed?

Uno de los hombres le contestó:

-Se ha quedado con Kasín.

Abdelá respondió a su vez:

-Abú y vosotros -se dirigió a los otros dos hombres- id a ayudarle. ¿Queda alguien todavía?

-Nos falta Hasna, la madre de Alí.

-¡Vamos allá, rápido! -gritó Abdelá.

Dirigiendo entonces la vista a los que ya estaban embarcando a la gente, les dijo:

-Daos mucha prisa; los niños pequeños con sus madres primero... en cuanto estén todos que se alejen un poco dos de las barcas; la otra que espere a Kasín y a Hasna... Nosotros podemos subir a las otras dos, pero no alejadlas demasiado.

Se dieron la vuelta y volvieron corriendo a la aldea. Uno de los hombres entró como un vendaval en la casa de Alí y sin mediar palabra agarró a Hasna en brazos y salió con ella. La anciana pesaba poco, estaba muy sorda...y tenía mal genio. Cruzaban la puerta corriendo mientras Hasna gritaba al hombre que la llevaba:

-Pero, ¿qué pasa, qué pasa? Ay, ay, ¿qué es lo que haces, desvergonzado?

Nada más salir se cruzaron con Abdelá que con un dedo en los labios le indicó a la anciana que callara. Ella obedeció; se había dado cuenta de que sucedía algo grave.

Hafed, Abú y el otro hombre -uno de los que había enviado como explorador y que se llamaba Aziz- se afanaban en arrastrar la manta que transportaba al corpulento Kasín. El pobre se quejaba, pero a la vez repetía mecánicamente:

-Perdonadme... gracias, gracias.

Abdelá corrió a su casa y en un segundo volvió a salir con un pequeño Corán en la mano. En la otra llevaba el rosario musulmán, como casi siempre, pasando las cuentas entre sus dedos de un modo febril.

En ese momento se oyó un estrépito en lo alto del camino. A paso rápido, casi al trote, asomaban esos intrusos subidos en sus cabúfalos. Bajaban la cuesta ya, con el Sire y Braco a la cabeza, cuando aparecieron también los soldados, a la carrera y con las armas en las manos...

Todo transcurrió muy deprisa. Los mercenarios se habían percatado de la situación: sus presas se escapaban. Varios jinetes pasaron como una exhalación junto a Abdelá y frenaron en seco rodeando con sus cabúfalos a Hafed, Abú y Aziz que, a su vez, intentaban proteger con sus cuerpos al postrado Kasín. En ese momento uno de los cabúfalos se encabritó y el enorme animal levantó sus pezuñas delanteras dejándolas caer brutalmente sobre el cuerpo de Aziz, que cayó a tierra malherido. Los jinetes desmontaron con destreza y se echaron encima de los dos nietos de Abdelá. Mientras sucedía esto, el Sire había ordenado a los soldados que llegaban corriendo que custodiaran a Abdelá y que registraran las casas. El Sire estaba indignado... no iban a sacar gran cosa. Levantó la cabeza y observó cómo el camino que atravesaba la aldea continuaba más allá. Y en ese más allá se divisaba el mar. Inmediatamente comprendió y en un último intento de obtener prisioneros, gritó:

-¡Braco, vosotros! ¡Seguidme!

Los jinetes pasaron al lado de los compañeros que habían capturado a los dos muchachos. Kasín seguía en su manta, y Aziz, lleno de sangre y magulladuras, apenas se movía en el suelo... El Sire, Braco y los otros galoparon atravesando la aldea. El hombre que llevaba en brazos a Hasna comenzó a gritar a los de las barcas para que se alejaran de la orilla. Sus gritos eran tan poderosos y convincentes que los hombres encargados de cada barca obedecieron de inmediato. El responsable de la tercera barca, la que seguía pegada al embarcadero, dudó, pero de improviso vio aparecer por el camino a los jinetes. Contempló la embarcación llena de gente asustada, comprendió que su amigo Ahmed, el que llevaba a Hasna y ahora les gritaba, no llegaría a tiempo, y sin esperar más separó la barca de la orilla con todas sus fuerzas y la ayuda de un remo. Los hombres que pilotaban las barcas gritaron a su gente para que se agacharan todo lo que pudieran. Esos hombres conocían el tipo de armas que empuñaban los atacantes.

El Sire contemplaba impotente cómo su botín se esfumaba delante de sus narices. Presa de rabia rompió con sus propias normas que prohibían el uso de armas de fuego, salvo que fuera totalmente necesario, a fin de no ahuyentar posibles piezas en los alrededores. Hábil jinete, soltó las manos de las riendas mientras su montura continuaba galopando, y empuñó su pequeña arma niquelada. El cabúfalo disminuyó la marcha a causa de la cuesta abajo y de que el camino comenzaba a ser arenoso, pero a pesar de estos bruscos movimientos el Sire se encaró el arma y disparó a la espalda del hombre que corría con la anciana. Ahmed se desplomó dejando caer hacia delante a la pobre Hasna. A la anciana casi no le dio tiempo de enterarse de lo que ocurría, pues un segundo disparo la mató en el acto. Los jinetes comenzaron a disparar hacia las barcas, pero ya era demasiado tarde...

Mientras, en el Aduar, los mercenarios oyeron los disparos. Al darse cuenta de que el Sire había abierto la veda de las armas de fuego, dos de los soldados dieron unos pasos con sus fusiles preparados, y sabiendo que los dos postrados no eran piezas válidas, apoyaron la boca de sus armas en las cabezas de Kasín y del malherido Aziz y dispararon. Abdelá continuaba de pie, apretando con fuerza el Corán y pasando las cuentas del rosario. Sus dos nietos estaban muy cerca de él, con las manos atadas a la espalda, sorprendidos y asustados. Volvieron la cabeza al unísono cuando sonaron los disparos con los que aquellos hombres habían acabado con los dos inútiles que estaban tirados en el suelo.

Abdelá movía los labios sin que se oyera sonido alguno. Estaba rezando. Al cabo de un momento aparecieron por el camino que cruzaba la aldea los jinetes, con el Sire a la cabeza, que en vano habían intentado atrapar a los fugitivos. El jefe de la partida de mercenarios y su lugarteniente bajaron de sus monturas y se situaron frente al viejo Abdelá. En ese instante uno de los soldados de a pie se acercó y dirigiéndose a su jefe le dijo:

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