Gerardo López Laguna - Los libertadores

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Un grupo de cazadores de hombres que buscan esclavos para las fábricas del norte capturan a unos niños que juegan junto a un arroyo. Ahí comienza la lucha por la libertad. Una novela trepidante, que nos habla de un futuro no muy lejano en el que la lucha por la libertad y por la vida serán la misma cosa.

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Los libertadores

© Gerardo López Laguna, 2012.

© de esta edición, Ediciones Trébedes. Rda. Buenavista 24, bloque 6, 3º D. 45005, Toledo.

primera edición: junio 2012.

www.edicionestrebedes.com

info@edicionestrebedes.com

ISBN: 978-84-939085-6-0

ISBN de la edición impresa: 978-84-939085-5-3

Edita: Ediciones Trébedes

Published in Spain.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento.

Gerardo López Laguna

LOS LIBERTADORES

Ediciones Trébedes

Índice

I

II

III

IV

Dos años después

I

-¡Don Ángelo! ¡Don Ángelo!

El muchacho hacía esfuerzos para gritar con toda su energía mientras corría de tal manera que sus pies descalzos apenas tocaban el suelo. A los lados del camino los otros chicos levantaban la cabeza sorprendidos y asustados por la carrera y los gritos de Iván. Alguno quedaba paralizado deteniendo la azada en el aire para ver pasar como un rayo a su compañero, que con los ojos muy abiertos y la mirada fija en Don Ángelo no cesaba de gritar su nombre entre jadeos.

Don Ángelo estaba trabajando en uno de los huertos. Apenas se percató de lo que ocurría, tiró la azada al suelo y echó a correr en dirección a Iván. Los demás chicos, alarmados, también corrieron. Iván se echó a los brazos de Don Ángelo y comenzó a sollozar mientras repetía con la cabeza alzada y mirando suplicante a los ojos de su protector:

-¡Se lo han llevado! ¡se lo han llevado! ¡se lo han llevado!

Don Ángelo le tomó los antebrazos y en un tono en que se mezclaba la serenidad y la urgencia le dijo:

-Cálmate, Iván, cálmate, ¿qué ha pasado, dime qué ha pasado?

El chico se derrumbó, y entre llantos le contestó:

-Don Ángelo, que se han llevado a Bo... y yo no he podido hacer nada...

Las bandadas de pájaros que habían emprendido el vuelo al unísono ante el inesperado estrépito volvían a posarse en la copa de los altos árboles que se erguían a los lados de los pequeños huertos y entre ellos.

Los chicos y chicas que componían esta singular comunidad estaban arremolinados alrededor de Iván y Don Ángelo. En sus rostros salpicados de polvo y sudor a causa del trabajo se podía leer expectación y miedo. Inmediatamente después de las palabras del muchacho, un silencio general de apenas unos segundos acentuaba el halo de tragedia. Era un silencio que se podía oír. Don Ángelo, antes de pedir explicaciones a Iván, recorrió velozmente con la mirada al grupo y dirigiéndose a uno de los chavales le dijo:

-Picolino, por favor, trae un poco de agua para Iván.

El muchacho, un pequeñajo lleno de nervio y vitalidad que había adquirido ese sobrenombre debido a su talla, salió disparado en busca del agua. El cántaro estaba en uno de los bordes de los huertos situados a la derecha del camino que los atravesaba. El lugar, elegido años atrás como más idóneo para ese depósito, siempre gozaba de una generosa sombra. A pesar de esto, los chicos habían confeccionado una pequeña techumbre de ramajes y arbustos entrelazados que cubría el valioso cántaro. Valioso no porque fuera una pieza artística o hecha de algún raro o costoso material, sino porque contenía agua fresca, una verdadera delicia que alegraba las horas de trabajo. Picolino, al tanto de la gravedad de la situación sin saber todavía porqué, corrió derecho a por el agua atravesando transversalmente uno de los huertos, y pisando en su frenética carrera varias acelgas. Las pisadas eran fuertes, y tras sus talones se levantaban por el aire algunas hojas de las plantas junto con terrones de tierra húmeda. Picolino llenó un cazo de agua y volvió por donde había venido tapando el recipiente con la palma de la mano izquierda para evitar que se derramara. No corría sino que iba dando grandes zancadas con el cuerpo tieso para mantener el equilibrio. Don Ángelo hizo una seña y Picolino alargó el cazo a Iván. Bebió nervioso, con ansiedad por seguir con su relato.

-Don Ángelo, como te dijimos esta mañana, Bo y yo habíamos ido a pescar... estábamos en el arroyo del oeste, sentados, cuando tres hombres se nos echaron encima... No pudimos verlos porque salieron del bosque, a nuestras espaldas... tampoco habíamos oído nada... Dos de ellos se tiraron encima de Bo y el otro me agarró por el hombro... mira, me ha roto la ropa...

-Sigue, dinos qué ha ocurrido.

-No sé cómo, me puse de pie de un salto y el hombre se cayó a mi lado... los otros estaban encima de Bo y empezaron a reírse mientras el hombre intentaba ponerse en pie y me gritaba... me decía a voces que me iba a matar... Yo me metí corriendo en el arroyo y miré hacia atrás... el hombre tenía un arco y me tiró una flecha... casi me da... Los otros le gritaron, le llamaron «imbécil» y uno le dijo que si me mataba, el Sire le mataría a él... Mientras, llegué a la otra orilla y salí corriendo, pero me escondí para ver qué pasaba con Bo.

Don Ángelo, con la boca entreabierta y los ojos fijos y brillantes, le preguntó a Iván:

-¿Te acuerdas de cómo iban vestidos? ¿viste qué hicieron con Bo?

-Sí, sí, Don Ángelo... Me escondí y vi desde el otro lado del arroyo cómo ataban las manos de Bo, a la espalda, y se lo llevaban. Bo no gritó ni lloró, pero tenía miedo... Lo vi en su cara porque volvió la cabeza hacia el arroyo... Los hombres que se lo llevaban no iban descalzos ni tenían sandalias... sus pies parecían muy grandes y oscuros, con cuerdas...

-Botas... -dijo Don Ángelo.

Iván no entendió a qué se refería, y sin preguntarle prosiguió:

-Llevaban ropa gris y verde muy oscuro, y tenían unas cosas alargadas colgadas a la espalda. Uno, el que me agarró a mí, tenía además un arco, y otro llevaba un sombrero raro, de algo parecido a este cazo...

-Iván, ¿viste algo más?

-Sí, Don Ángelo, vi muchas más cosas... estoy asustado...

Los chicos seguían en silencio, pero algunos intercambiaban entre sí miradas preocupadas. Iván continuó con el relato de lo que les acababa de pasar a Bo y a él:

-Cuando se fueron, volví a cruzar el arroyo... Les seguí, sin ruido, como hacemos cuando vamos a cazar... Me volví a esconder porque vi que se acercaban a un lugar donde había más gente... Entonces pude oírles y ver todo aquello... Es como lo que tú nos has contado muchas veces cuando nos hablas de «los sufrimientos que hay en el mundo»...

Don Ángelo se alarmó interiormente aún más, pero, por los chicos, controló sus emociones mientras en su mente aparecían con nitidez estas palabras: «llegó la hora de las pruebas», «tenía que llegar»... Inmediatamente dijo:

-Sigue Iván, cuéntalo todo, deprisa...

-...Llevaban a Bo agarrado por los brazos y lo pusieron delante de un hombre que tenía una capa negra y una ropa parecida a la de esos hombres. Creo que tenía un palo en la mano, pero brillaba con el sol. Le puso a Bo el palo en la barbilla y le levantó la cabeza. Los hombres le llamaban «Sire». Les preguntó si habían visto a alguien más y ellos le mintieron... Se miraron a las caras y uno de ellos dijo que habían visto a lo lejos otro chico... no dijeron nada de lo que había pasado conmigo. Entonces, ese que llamaban Sire le preguntó a Bo que dónde vivía y con cuánta gente vivía... Pero Bo bajó la cabeza y no dijo nada...

Iván interrumpió la narración y mirando otra vez a Don Ángelo comenzó a llorar de nuevo. Con cara de desesperación siguió hablando:

-El Sire esperó un momento y al ver que Bo no hablaba, dijo a los otros: «no importa»... y con el palo le dio a Bo un golpe en un hombro... Bo se agachó; vi que le dolía. El hombre le dio otra vez en la espalda y luego movió la cabeza y los hombres que agarraban a Bo lo llevaron a un carro gigante que tenía dos jaulas muy grandes...

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