ALCANCES Y LÍMITES DE LA UNIPOLARIDAD: UNA PERSPECTIVA SOBRE ESTADOS UNIDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA AÑOS
Disolución del bloque soviético, “fin de la historia”
El lento y discontinuo proceso de disolución del “bloque soviético” fue acelerado por la activa política de confrontación ideológica, económica y militar emprendida durante el mandato de Ronald Reagan, cuyos periodos presidenciales (1980–1988) se caracterizaron por el éxito ideológico dentro del país —la vuelta del patriotismo vociferante y agresivo, el retorno de la noción, nunca del todo abandonada, sobre la “excepcionalidad estadunidense”—, éxito que facilitó la legitimación del rearme por la vía de un importante incremento del gasto militar y la orientación de su política exterior hacia la neutralización y el desmembramiento del “imperio del mal”, clamoroso término con que el se refirió a la Unión Soviética en un célebre y difundido discurso.
La autodisolución de la Unión Soviética —una derrota de la legitimidad del sistema centralizador, incapaz de satisfacer expectativas personales y colectivas, así como de plantear un proyecto de futuro— tuvo que ver también con la Revolución de Terciopelo en la antigua Checoeslovaquia (hoy dos países: República Checa y Eslovaquia) y con las rebeliones civiles en Polonia, la República Democrática Alemana, Hungría, Rumanía y Bulgaria, revoluciones cuyo origen, en la mayoría de los casos, se originó en sociedades movilizadas por un doble objetivo: la autodeterminación nacional (con sus implicaciones identitarias y de reivindicación de especificidades étnicas, culturales, religiosas) y la democratización de los estados, pues buena parte de ellas apeló a latentes tradiciones de pluralismo, participación activa en los asuntos públicos, separación de esferas entre lo público y lo privado, apertura hacia los temas, valores y objetivos de las sociedades europeas occidentales.
En este horizonte, en el que coincidían el triunfalismo de las élites estadunidenses —potenciado por las omnipresentes industrias comunicacionales de ese país— con el repliegue político–militar de la Unión Soviética de sus zonas de influencia en Europa Central y Oriental, en el Cáucaso y en Asia Central, es que pudo hablarse del presunto “fin de la historia” con el advenimiento de la unipolaridad económica y militar de ese país y con el triunfo cultural —mediático en buena medida— de la democracia liberal como referente político dominante. (2)
Supremacía político–militar y triunvirato económico: ¿declinación o relativización?
A principios de la década de los años noventa, Lester Thurow hacía coincidir la supremacía político–militar estadunidense con una suerte de competencia pacífica, no por ello menos intensa y conflictiva, entre “tres contendientes relativamente iguales: Japón; la entonces Comunidad Europea, centrada en su país económicamente más poderoso, Alemania, y Estados Unidos” (1992, pp. 33–45); competencia que se centraría, de acuerdo con las premisas del analista, en la capacidad de cada uno de los contendientes para crear y desarrollar innovaciones que lograran incidir tanto en la competitividad de la industria y los servicios como en la calidad de vida de las sociedades.
En este marco de interpretación, los intercambios económicos y comerciales, sobre la base de la innovación tecnológica y la competencia por los mercados internacionales, tienden a suplantar la política (y a su manifestación bélica) como elementos constitutivos del conflicto y de las relaciones de poder entre estados y sociedades. Para el autor, “en cierto nivel, el pronóstico de que la guerra económica reemplazará a la guerra militar es una buena noticia […] El juego económico que será jugado durante el siglo XXI tendrá tantos elementos de cooperación como de competencia” (Thurow, 1992, p.36).
Pero la visibilidad de la influencia —y de la correlativa capacidad de intervención político–militar estadunidense—, reconocida por amigos y adversarios, no impide otro reconocimiento, tal vez menos obvio, pero igualmente significativo: el de la relativización del peso económico de aquella nación ante el dinamismo de otros polos tecnológicos y productivos.
Ya en la década de los ochenta —los años “reaganianos”—, caracterizada en Estados Unidos por el entusiasmo colectivo ante la victoria simbólica y concreta sobre la superpotencia rival, aparecen diagnósticos y reflexiones que matizan dicho triunfalismo; si en aquellos años la economía estadunidense era todavía, grosso modo, un tercio de la economía mundial, las altas y sostenidas tasas de crecimiento de otras regiones, especialmente en el este y sureste asiáticos con los denominados “tigres” —Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán—, así como el renovado dinamismo de la industria y el comercio europeos, potenciados por la consolidación del proceso integrador en aquella zona, (3) contribuyen en esa coyuntura a que el porcentaje de la economía estadounidense respecto del producto interno bruto mundial (PIB) haya ido disminuyendo de manera paulatina, desde un tercio en los años ochenta hasta una cuarta parte en la actualidad; (4) si bien es importante considerar el incremento del tamaño de la economía mundial desde entonces, así como la vuelta de la economía de ese país al crecimiento económico en 2015, luego de la crisis financiera.
Puede afirmarse que Estados Unidos mantiene su ventaja en la carrera por la supremacía al poseer más riqueza acumulada, por mucho, que ninguna otra sociedad contemporánea; además de su superioridad en ámbitos estratégicos relacionados con la innovación, como las nuevas tecnologías de la información, las industrias aeroespaciales, la biotecnología, ámbitos donde ha demostrado una insuperable capacidad para transitar de la idea al diseño y de este a la fabricación de utensilios masivamente demandados (como la gama de productos para la comunicación de Apple, por citar un ostensible ejemplo actual). En el mismo sentido, su productividad sigue siendo la más alta, sobre todo en los sectores de punta (si bien no puede decirse lo mismo en los sectores industriales tradicionales como el automotriz, de bienes de capital o químico), sostenida por una fuerza laboral bien adiestrada y unos cuadros dirigentes formados en las todavía consideradas mejores universidades del mundo. Asimismo, el mercado interno mantiene su alto poder adquisitivo, con 316 millones de habitantes en 2013, que crecen a una tasa del 13.68% anual. (5)
Pero también es verdad que, en la perspectiva de los últimos 20 años, como señala Thurow, “malgastó gran parte de su ventaja inicial permitiendo la atrofia de su sistema educacional, transformándose en una sociedad de alto consumo y baja inversión” (1992, pp. 295–296). Ser la potencia militar del siglo XXI es, desde esta perspectiva, un inconveniente, dado el esfuerzo necesario para mantenerse como la economía más grande y eficiente mientras sigue sosteniendo un enorme aparato militar. Así pues, Estados Unidos tendría que cambiar tanto sus prioridades colectivas —lo que requiere amplios y por ahora inalcanzables acuerdos políticos internos— como sus niveles de ahorro e inversión, indica Thurow, para incrementar sustancialmente sus índices de productividad frente a competidores desarrollados y emergentes.
La proyección simbólica del poder estadunidense
En los años noventa, en palabras de Zbigniew Brzezinski (1998, pp. 19,33), surgía Estados Unidos “como la primera y única potencia realmente global”. Esta imagen de poder sin adversarios proyectaba en un haz múltiple y persuasivo la disponibilidad y uso eficaz de recursos tangibles e intangibles, económicos, técnicos, militares, culturales, así como el vigor y con frecuencia la claridad de objetivos de las clases dirigentes. Cabe señalar al respecto que las imágenes en que se ha reflejado la supremacía estadunidense provienen de una manera histórica propia de concebir y ejercer el poder a escala nacional, hemisférica e internacional, que si bien posee similitudes con anteriores hegemonías —como en el caso del imperio británico: democracias representativas con economías industriales y de mercado, con un proyecto ético– político de vocación universal, todo ello combinado con altas dosis de pragmatismo— tiene características inherentes a la propia evolución histórica de dicho país, características tal vez históricamente únicas que han percibido observadores como Alexis de Tocqueville y Raymond Aron. (6)
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