—Malas palabras son, para estas cosas malas.
Pero no las explicó. Todavía las sé. A veces las uso, cuando quiero insultar sin que se me entienda.
Y aprendí a vigilar. Esos domos de un azul pérfido son fácilmente identificables. Creía que nada podría contra su terribilidad, que eran invulnerables. Pero, con ellas, las tortugas pueden. Una vez, en el bote, pescando con la red un poco adentro del mar, vimos a una de las acorazadas de casi un metro de largo, que comía de una de esas medusas cuyo tamaño cuadruplicaba el de la que me incendió. Masticaba con aparente placer de los filamentos, y tenía cerrados los ojos.
Capítulo tercero
Con el gran cuaderno blanco en donde debería anotar, fechado, cada día, el vocabulario de la lengua caribe, mi padrino me entregó su Biblia, un libraco reciamente empastado en cuero.
Leí de él muy cuidadosamente hasta que di, muy al comienzo todavía, con los relatos del patriarca Abraham. Y entonces no leí más, y empecé a descreer de la santidad del relato, del libro, y aun de Dios. Sigo descreyendo de Abraham y del libro pero no ya de Dios. Creo que a él no lo entendemos, y que por eso nos hacemos a interpretaciones torcidas. Eso pienso, aun ahora que ya sé que la muerte se acuesta conmigo en mi jergón y los fríos que siento son en parte los de sus huesos. A veces ni sé cuáles son los suyos y cuáles los míos. Porque Mi Muerte, como una amante cariñosa, se me abraza.
El patriarca Abraham, y su dios, se me volvieron obsesivos. Me pasaba noches demasiadas en la yacija mirando por el ventanuco cómo la estrella azul de que ya dije escalaba su cielo y mi ventana y se perdía por el techo. En eso se me iba media noche: tratando de entender a esos dos. Sobre todo cuando Miel no estaba, ida por enfermos. Y todavía esa obsesión se me aferra. Jehová, meloso y celoso, halló en su repertorio palabras humanas para preguntar a su siervo. Voz alta, de entre nubes, con acento de trueno:
—¡Abraham!, ¡Abraham!, ¿si es cierto que tú me amas?
Y el Abraham barbuchas, voz terrestre entre terrones, voz acoquinada, sabía responder en cada vez:
—Señor, oh mi Señor: tú sabes que te amo.
—¿Qué tánto es lo que me amas, Abraham?
—Te amo por encima de todas las cosas, Señor.
—¿Más que a tu heredad?
—Más que a ella, Señor. Más que a todo.
La voz de peñones rodados, inmensa, persistía en sus preguntas cada vez más enojosas, más difíciles en cada vez de ser contestadas.
—¿De veras? ¿Me amas más que a Sarah?
Abraham barbudo y rijoso sintió el latigazo de la pregunta. Viejo ya, nada en su vida era para él más deleitoso que la carne tímida de Sarah. Ella le calentaba el lecho y la vida, y sabía tener una piel dulce llena de altozanos y de honduras por donde él, caduco, llevaba sus dedos a recorrer sin urgencias. Una piel sedada, con hondas honduras, y a veces por ella Abraham soltaba a sus labios y a sus barbas a rebuscar sabores resguardados por sotos de musgos.
Respondió con voz más empequeñecida todavía, seca como el mismo desierto infame en donde todo se calcina:
—Señor, tú sabes que te amo más que a Sarah. Lo sabes bien y yo no estoy entendiendo por qué lo preguntas.
Jehová dijo, malhumorado:
—Yo puedo bien saberlo, sí. Te lo pregunto para que en tu misma respuesta tú lo sepas bien, sin duda ninguna. Para que musites lo que sabes. Para que lo sepas mejor. Para que haya confusión en ti. Y me gustará que lo digas duro.
Y así Abraham supo que había contestado con una voz delgadita muy, acaso de insecto entre pedrezuelas. Y se acoquinó más aún. Más todavía se empequeñeció, porque ahora supo qué iría a preguntar de más esa voz altanera, esa voz de montañas y sus truenos, y temía, más que a la pregunta que le llegaría, su respuesta obligada. La temía más que a cien mil latigazos como los inmensos del relámpago. Porque Jehová venía progresivo.
Arriba la voz estalló, fragorosa como ciento cincuenta tempestades:
—¿Y qué me dices de Isaac? ¿Qué de ese hijo tuyo que yo te di en tus días mayores? ¿Acaso me dirás que me amas más que a él, ternezuelo?
Abraham, anonadado, había hundido la frente en el polvo, caído y miserable, de rodillas. Polvo con pedrezuelas recogía su mano izquierda y tiraba en su pelambre.
Callaba.
Adentro de sí sus pensamientos respondían, callados y rebelados, cobardones, temerosos.
—¿Por qué eres así, tan cruel, Señor? ¿Por qué me desuellas el alma? ¿Por qué inquieres en cosas de respuesta imposible? Tú no estás preguntándome, Señor, cosas que yo pueda responder libremente, sino que me estás acosando ordenándome respuestas. Tú me torturas, Jehová de mis mayores y mío, y te estoy pensando demonio y no Dios. Tú sabes siempre cómo hacerme más miserable.
Arriba la voz tronadora callaba, y abajo humillada la voz debilucha también. Porque Abraham recordaba a Isaac desde que se desprendió del agitado vaivén de sus caderas en una noche de todo amor. Lo recordaba acreciendo el vientre de Sarah, y reventándolo después en aguas sanguinolentas para emerger dando vagidos de mucho pulmón. Lo recordaba creciendo, mecido en sus rodillas. Tirando de sus barbas, suavemente, con deditos resbalados, y nada era más dulce que eso: nada podría ser.
Y es así como Abraham callaba, piedra entre piedras su cabeza muda. Lengua rebelada, mordida, callando. La voz de arriba se enojó de la espera, y ordenó:
—Respóndeme, Abraham.
No dijo más que las dos palabras, pero Abraham creyó entender un “respóndeme, perro”.
Rebelado todavía, misérrima la voz debilucha, audible solo por los oídos diosificados de arriba, contestó a la orden:
—No me tortures, Señor.
De arriba cayó la orden como cien aludes:
—¡Contesta lo que tienes que contestar!
Precaria, delgadiña como una fibra, casi sin aire y sin sonido Abraham no dijo palabras sino lágrimas:
—Señor, más que a Isaac, el hijo de mis riñones viejos, te amo yo, puesto que tú lo quieres.
Era una amarga manera de responder. Significaba “te digo lo que quieres oír, no lo imposible que quieres que te diga. Porque tú eres el amo que ordena, y yo el siervo humillado”.
Después sacó la lengua y la hundió en el polvo, la agitó en él, avergonzada.
La voz de arriba, la del amo fustigador, se aplacó apenas un poco, y se llenó de malicia. Preguntó:
—¿Lo dices en veras?
Abajo la lengua empolvada creyó que su tortura de tener que hablar palabras mentirosas había terminado, y pudo contestar un poco animosa, sin saber de la añagaza que vendría desde el alto monte de su dios. Dijo:
—Es de veras, Señor.
—Tendrías que probarlo. Probártelo a ti mismo, y probármelo a mí. Todo en una.
Abraham gimió en silencio. Gimió callado entre sí, entre su alma. Dientes duros aferrando el sollozo, mordiéndolo para no dejarlo salir. Pensaba: “¿Qué se le habrá ocurrido ahora a mi dueño? ¿Qué tramará ese su poder infinito?”
No tardó en saberlo. La orden cayó como una soga al cuello, ahorcadora:
—Sacrifica para mí, a Isaac. Como a un cordero de los muchos que ya me sacrificaste. No preguntes nada. Si es que me amas como dices, hazlo. Adiós.
Como si corriera cortinas atrás de sí para no ser oído, ni oír, vastas nubes grises se apiñaron súbitas sobre el lugar en donde estuvo la voz, y entre ellas el trueno rodaba aludes de peñas. Cárdeno, el relámpago múltiple iba entre ellas. Cárdeno como una serpiente ubicua.
En algún modo la Biblia aparece como imparcial en ese dialogar entre Jehová y Abraham su adorador. Quien escribió el relato hace unos miles de años no toma partido, es decir que no se compromete con ninguno de los dialogadores, sino que apenas transmite la conversación. Pero mi mal, la causa de mis largas noches laceradas estaba en que yo me ponía en el lugar del siervo: era él. Yo era él, oyendo la orden del Señor, y me rebelaba pensando como Abraham. Yo, que no había tenido un hijo, pero sí a un hermano menor al cual amaba. Y sabía decirme que a nada, ni a Dios, amaba más que a él, y que si algún dios narcisista me pidiera en oblación su vida degollada, mi indignación hubiera tronado como los mismos truenos del cielo. Que a ese dios yo lo hubiera escupido.
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