Escobar Velásquez, Mario
Muy caribe está / Mario Escobar Velásquez. – Medellín: Editorial EAFIT, 2020 428 p.; 23 cm. -- (Biblioteca Mario Escobar Velásquez)
ISBN 978-958-720-627-2
1. Novela colombiana. I. Tít. II. Serie
C863 cd 23 ed.
E746
Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas
Muy caribe está
Primera edición Editorial EAFIT: agosto de 1999
Primera edición en la Biblioteca Mario Escobar Velásquez: mayo de 2020
© Fundación Mario Escobar Velásquez
© Editorial EAFIT
Carrera 49 No.7 Sur-50
Tel. 261 95 23, Medellín
http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial
Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-627-2
ISBN E-Book: 978-958-720-635-7
Dirección editorial: Claudia Ivonne Giraldo G.
Edición: Marcel René Gutiérrez
Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes
Ex-libris: Santiago Orozco Duque
Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial
Editado en Medellín, Colombia
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Nota editorial
En esta segunda edición de Muy caribe está , que constituye un volumen más de la biblioteca Mario Escobar Velásquez, se ha hecho una intervención mínima al texto, con la intención de ajustarlo en asuntos ortográficos, en su mayoría relacionados con las tildes en los monosílabos, para adecuarlo a las normas y al uso actual. Por lo demás, el texto se conservó igual, para que el lector, en conversación íntima con la obra, escuche sin distorsiones la voz del narrador.
Cuando, en alguna parte,hubo uno que supo derrochar valor,de él dijeron los capitanes de la Conquistaque “Muy caribe está”.
Cieza de León
Fue para honrar la bravuradel indio caribe que se llamó Caribea su mar, desde Cuba hasta el continente.
Fray Bartolomé de las Casas
Esta novela la dedico a Jorge Hernán Pineda, agradecidamente
Capítulo primero
Este año será, seguramente, ese en el cual deba morir. Ya he cumplido noventa años, que es una edad engorrosa. Con ella me enfado a menudo, como si fuera una persona, porque está llena de menguas. Le abundan, como a un jardín en otoño las hojas caídas. La osamenta se me ha vuelto frágil, como de vidrio delgado, y fría. Y la piel seca y correosa. Esta, en algunas partes, se ha estirado en tal modo que parece la de otro, y cuelga, quedándome ancha. Como si ese otro presunto hubiera sido más robusto.
Por no decir de los achaques del pecho. Resuena con las frías toses del invierno, hondamente como una caverna. Lleno de ecos y de otras cosas repugnantes que la pulcritud veda nombrar. Esas toses me roban el sueño, dueñas de mis noches. Y roban el de los monjes de las celdas vecinas, supongo. Porque esas toses mías, después de copar mi celda, se desbordan y caminan corredores. Incapaz yo de contenerlas, salen. Y eso que he colgado en las paredes a muchos cortinones espesos. Primero por las toses, y luego por el frío verdugo, que me es doloroso como una muerte dura. He escrito “muerte”, en otra vez. Es que está acá, conmigo.
Muchas veces, en antes, estuve próximo a ella, Mi Muerte. Una violenta, de índole peleadora, y otras accidentales. Ella, Mi Muerte, como una tigresa, me tuvo zarpazos. Escapé de ellos por un pelo, apenas. Creo que por mi agilidad, una de gato ágil. Siempre, después del zarpazo súbito, y esquivado, supe tener la risa, así fuera nerviosa, y supe que la vida seguiría en mí, y la hallaba, a la vida, hermosa como una hembra hermosa y dispuesta bien hacia mí.
Ahora ya no pretendo escapar, y sé que no habrá zarpazo sino que, tal vez, iré cayendo en sus brazos descarnados, en ella , construida solamente de dientes y de huesos. Hace días que está conmigo, acá en la alcoba en donde escribo. No dejo de verla, en cuclillas, abiertos los fémures, impúdica, sin velos, agrisados sus huesos de ir por el tiempo, vieja también Mi Muerte. Envejeció esperándome. Ya no la urgen los zarpazos. Moriremos juntos.
Si tuviera carnaduras, en esa su posición favorita pudiera verle los grandes labios a su sexo, y la bella hendidura de entre ellos que siempre me perturbó. Esa hendidura en donde empieza la verdadera boca de la mujer, la boca más boca.
Me mira atenta desde muy más hondo que su cuenca sin ojos, paciente. Parece preguntarse qué escribo tanto, y para qué. Sobre todo, esto. Porque, para ella, para sus saberes, todo acaba desapareciendo. Pero, por cortesía suya suma, de gran dama descarnada adquirida en centurias, aguarda sin impacientarse, dejándose ver, a que yo acabe lo mío. Sabe que de ella no hay escapatoria.
Ese acuclillarse así, sin monte de Venus, es más impúdico, más desnudo. Tiene una gracia fea, que es a la vez recóndita y visible. Y no sé por qué esas cuencas sin materia de ojos parecen tristes, mirando. Tristes como lo infinitamente viejo.
Es verdad que últimamente he logrado vencerlo, al frío. No tanto como desterrarlo de mi celda, pero sí neutralizarlo. O casi. Logré que el prior del convento conviniera en dejar que hiciera construir en mi celda un buen hogar, que al exterior humea con el garbo del humo, y en él arde en todos los días del invierno, y en las noches todas, la buena leña de encina, la buena de nogal. Son maderas duras, apretadas, de mucho peso, que saben arder con una lentitud admirable y desperdigar calor. Son casi como un sol mínimo para mi celda.
El fraile de en seguida, un setentón, vino antier a agradecerme con palabras calientes. Mi fuego acalora a las añejas piedras del muro y él, me dijo, puso su jergón junto a ese muro, deliciosamente. Añadió que me agradece con rezos a su dios, impetrando para mí numerosas bendiciones. Pero yo no creo ya en dios ninguno. Diré después la ristra de mis razones. Pero a él nada le dije de mis descreeres. En este monasterio en donde varias veces al día resuenan en el coro las oraciones cantadas con voces de mucho amor, un ateo como yo incongruaría y acabaría siendo despedido, aun cuando signifique para la economía de la comunidad una buena base de ingresos. Y eso no podría ser. Llevo acá ya más de treinta años, y me he habituado.
El hermano lego, que es casi un bedel, un baladrón cuando tiene un momento para despilfarrar acá conmigo, es quien sube desde el depósito los troncos que he hecho cortar y almacenar. Tienen el largo de los dos brazos extendidos de un gañán. Así me es fácil empujarlos, sin dejar el lecho, con una pértiga, hacia donde uno de sus extremos arde. La brasa refleja en el muro del fondo arreboles como los que ardían en la copa del árbol cuando estaba erguido y su copa tocaba los cielos. Me gusta que sean relativamente gruesos esos troncos, porque así hay una amplia superficie de brasa. Cuando meto la mano al hondo cajón de la cómoda que mantengo con dos cerraduras de llaves complicadas, y de una de las recias bolsas de cuero en donde guardo las monedas de oro y plata extraigo una de estas para gratificarle sus afanes de hormiga por mí y mis cosas, la cara del charlatán fulgura de complacencias. Toma a la moneda y la sepulta en uno de los hondos bolsillos de su traje de jerga. Yo me río. Se supone que ha hecho voto de pobreza íntegra. Y espera la llegada de todo año nuevo con regocijo mucho, porque en él la moneda sepulta en la jerga es de oro, y de las más grandes. Como le está vedado salir de estos muros, ignoro qué hace con sus monedas. No me interesa saberlo.
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