Mario Escobar Velásquez - Muy caribe está

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Muy caribe está es la crónica del descubrimiento del caribe. El narrador, ya nonagenario, reconstruye su experiencia como conquistador y español renegado.Conoce a fondo la cultura caribe, y la testimonia tanto en las costumbres y la fuerza bélica de su raza, como en la lengua. La escritura –contrapunto entre españoles y caribeños– se interna en los hechos cotidianos: la sobrevivencia en lo desconocido, el hambre, los apetitos, el amor, la crónica, la soberbia, la crueldad…, y logra otras metáforas, otras interpretaciones, otras formas para nuestra historia, para nuestra lengua.

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No volveríamos al golfo recién bautizado sino dos años después, cuando Alonso de Ojeda fue nombrado gobernador de estas tierras del Darién, como así las llamaban los indios, y a las cuales pertenecía “El Lago”.

Si el piloto mayor hubiera sido zahorí hubiéralo bautizado El Lago del Hambre. Porque de esa cosa amarilla y terrible habrían de morir, después, y en sus costas, muchos más de mil y cien españoles.

En esa noche soñé con las aves que sobrevolaron el barco: las veía venir y pasar como brasas. Como brasas rojas, brasas azules, brasas amarillas, suavemente crepitosas, unas atrás de otras.

En la mañana me pensé que el sueño no desajustaba mucho de la realidad.

La brisa persistente que llegaba del sur había cambiado, viniendo cargadas las manos del olor a tierra y a vegetaciones, y me sabía deliciosamente a verde en las narices. Cesó como a las once de la noche, súbita, como si la hubieran cortado de un tajo, y la quietud del barco fue agradable. No volvió ese pasar alado hasta el otro día, a la misma hora del anterior.

La costa del frente era baja, y cenagosa. Juan, el piloto, la estuvo observando en algunas horas de la mañana, insistente en ello como el tic-tac de un reloj. Otros igual, entre ellos Vasco Nuñez de Balboa, el hidalgo a quien la nobleza se le dibujaba en la cara tostada por las resolanas. Ya dije que había venido de España huyendo de las deudas que lo acosaban y mordían perramente. Pero que las deudas vinieron en otras naves, persiguiéndolo, azuzadas de tinterillos. Para evitar cárcel se había alistado en la expedición. En ella tenía mucha representación porque sabía hacerse querer y respetar, dos cosas que no suelen armar yunta. Pero ese escudriñar solo observó en los árboles a una manada de grandes monos negros cuyas voces continuadas, una especie de co-co-ro-có de tonos graves, podíamos percibir muy bien. Y en una rama, tostándose al sol, un par de enormes iguanas. Son unos lagartos de piel dura, con picos como los de un gran serrucho en la espalda y en la cola, y cuya carne, según sabíamos por los indios desde La Hispaniola, es comestible. Carne fresca era lo que cada estómago ansiaba, cansado del tocino en cecina que más sabía a sal que a tocino. Imaginé el guiso que pudiera hacerse con esa carne que da un gustoso caldo casi verde lleno de ojos amarillentos de una grasa de buen gustar, y lo incité a tirar un bote e ir a cazarlas.

—Mira al suelo –replicó.

A la vista le daba trabajo conformarlos, ellos estirados y de la color del barro seco. Cuando el ojo pudo descifrar los juegos de la luz y los relieves, los vio: unos doce caimanes se asoleaban, con una quietud de tronco o de montículo. Casi todos de unos ocho metros de largo. Algunos, con las bocazas abiertas hasta descoyuntarlas como para tragarse el cielo, mostraban la insolencia de sus dientes puntiagudos como barrenos. Me dijo:

—¿Ya los viste? No querrás caer en una de esas dentaduras, ¿verdad?

—No entiendo –le repuse–. Siempre se dijo en La Hispaniola que esos animales lo son de agua dulce.

—¿Era amarga el agua que tomaste anoche? Y, a más, aprende a ver –me reconvino–. Ciego no es solamente el que carece de ojos, sino el que no sabe ver con los suyos. Ese estero es la desembocadura de un caño. Mira a la vegetación de las márgenes, que luego falta en la arena. Mira el cabrilleo del sol en esa agua lenta. Mira cómo penetra en la mar como un gran dedo sucio: puede verse, ¡caray! Úsalos a tus ojos, o llegarás a ser un ciego con ojos.

Con mi padrino se aprendía mucho. Uno, por eso, le toleraba su tono desapacible de a veces. Pese al tono, era un gozo estar a su lado, y servirle.

Me ordenó:

—Anda y pela un coco, y me lo traes.

Se había aficionado harto a la blanca carne dura de esas nueces enormes, desconocidas en Europa. Era una carne grasosa, y de mucho alimento al parecer. Duraban mucho en la cala, y además contenía un agua que llevaban fresca y que era muy sabrosa. Pero eran muy voluminosos y no eran prácticos de acumular, con una persistente tendencia a rodar. Pero mi padrino, dada su jerarquía, se permitía llevar unas docenas.

Cuando lo traje lo perforó por unos huequecillos tapona dos de la carne por donde les brotan las primeras hojas cuando se los siembra, y bebió del agua. Luego lo partió. Sacó un pedazo grande y se puso a masticar. No me ofreció, pero explicó:

—Lo mejor es que no te aficiones a lo que no puedes tener. Quítale a los trozos las cortezas, y lo demás me lo pones en un cazo con agua.

No estaba en el puente cuando volví. Me puse a escudriñar la playa. Me refijaba en todo lo que él me había señalado, y lo aprendía. Y después me puse con los ojos a vagar por la playa. Súbito, en el borde mismo de los matorrales, vi al venado. Ramoneaba por entre la vegetación baja que hay en donde la arena acaba y aún no empieza la selva. Me cautivó la gracia infinita de sus movimientos de jerarca, seguro de sí, sereno. Movía las orejas sensitivas, enfocándolas en una u otra dirección. A veces las detenía, captando no sé qué. Entonces paraba la masticación. Me embelesaba. Hubiera querido poder moverme como él. De lograrlo sería casi príncipe, divagué.

Abajo del puente la marinería holgazaneaba. Algunos jugaban a las cartas. Otros al ajedrez, un juego muy socorrido para marineros. Otros remendaban sus ropas, luego de haberlas lavado y oreado. El puente de mando era otro mundo.

Estuve como media hora viendo al venado. Hubiera estado la mañana entera. La gracia, esa cualidad de los dioses y de las reinas, tenía mañas de amarrarme a ella.

Vi de pronto que el venado alzó el morro. Aspiraba una brisita perezosa que fluía del monte. Luego situó las orejas, captando igual, y luego empezó a irse, todo lentitud, todo carencia de afanes, digno como un histrión. Se fue como el agua, escurrido, casi desvanecido. Vi última el anca poderosa, y alzada la cola que, blanca, destellaba. Yo sabía que algo venía. El venado no había huido. Apenas se fue, modales los suyos dignos. Lo que llegaba lo hacía también despacio. En la normalidad de la selva nadie tiene afán. Y luego dos garzas que sisaban entre las olas que la playa se chupaba alzaron también ida sobre sus alas, fuga blanca. Yo me concentré. Movía lenta la mirada, barriendo desde donde estuvo el venado hasta donde las garzas se colgaron de sus alas.

No lo vi salir. Cuando lo capté, estaba en cuclillas, acuclillado en la arena, como surgido del verdor, verdor él. Ningún temblor de ramas lo anunció. Como el venado, me pareció hermoso. Miraba hacia las naves con un gesto de asombro indescriptible. Entre sus piernas brillaba el oro de un cuenco en forma de caracola. Contenía a sus genitales, sostenido de un cordel. Los guardaba de espinas, de picaduras de insectos según pude saber al tiempo. Eso me pareció imposible. Me preguntaba: ¿Qué ser es este, y cuáles sus riquezas muchas, que lleva a príapo encarcelado en oro? Me sonreí: ¿Qué aprecio desmesurado sabe tenerle a su falo? Ciertamente yo no apreciaba tanto así al mío, pero la verdad es que aún no había explorado sus posibilidades. Pero después, días después, cuando hube conocido a las indias, y sabido lo que me hicieron sentir por virtud de lo que ese encapsulaba, le entendí los cuidados.

Porque ningún placer, ni aun el placer esclarecido de la mesa bien abastecida y condimentada para un rico goloso y guliento, es como el placer que príapo entrega si la mujer compañera en el goce siente también a su sexo.

En la mano izquierda sostenía un arco y un haz pequeño de flechas. Cada punta protegida por un tapón de lanas vegetales. Así supe que eran de las ponzoñosas de que teníamos habidas noticias. La guarda protegía al dueño de raspones: el más leve era mortal. Así lo aprendieron, muriendo, muchos españoles. El arco no era grande: esas flechas no requerían de mucha penetración. A nada en el Nuevo Mundo llegaría la españolería a temer más que a esos dardos.

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