Sisto Terán Nougués - Camino de Santiago

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El tiempo de una vida ofrece una diversidad de caminos y uno de los posibles es el de Santiago. Este libro se propone como un camino de iniciación a ciertas preguntas, esas que todos nos hacemos desde el comienzo de la vida. Podría leerse como un relato filosófico, delicado y sin pretensiones, escrito con la pluma del corazón y de la sabiduría. Camino de Santiago se apoya más en las preguntas que en las respuestas y de este modo resulta inclasificable: ¿Es una novela, un libro de autoayuda, un manual de filosofía para principiantes? Es todo eso, pero esencialmente un libro que llegará al alma de los lectores. No es un viaje descriptivo del camino hacia Santiago sino un viaje interior. Llegar a Santiago es –como a Ítaca en el poema de Kavafis- una excusa puesto que el viaje es hacia el conocimiento nos ocupa toda la vida.Un libro dentro de otro libro, como una sucesión infinita de mamushkas. El porvenir lleva el peso de todos nuestros pasados. No es indiferente saber de cuántas palabras olvidadas está hecho. Las grandes verdades dejan de serlo cuando se institucionalizan. La verdad provoca movimiento, un estado de alerta, de búsqueda insaciable y llegar a ella es una meta inalcanzable. Las palabras conservan la tristeza de que nunca tocarán puerto. No obstante, seguimos escribiendo y cuando lo hacemos reconocemos la frase de André Neher: «De la A a la Z la historia bíblica permanece abierta en la concepción judía. La A no es el comienzo sino lo anterior, y la Z no es el fin sino la apertura».

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EL CAMINO

Portomarín-Palais do Rei

Una vez que concluimos el desayuno reiniciamos el peregrinaje, y lo hice con energías renovadas. Recordarme en la bruma difusa de mis propios inicios pareciera haberme prodigado nuevas fuerzas.

Ignorando a mis compañeros, ando a paso vivo, mi cuerpo transpirado por un sol que lastima y vivifica. Comienzo a cantar a viva voz. Desafino. Emito sonidos semejantes a cánticos guerreros. En mi imaginación soy un soldado que se apresta imprudentemente a entrar en batalla inconsciente de los riesgos que asumiré. El principal es mi pésimo sentido musical, desafino.

El sonido de mi bastón marca los trancos largos. Solo un par de veces me detengo y miro atrás. A mis espaldas ha quedado ya Portomarín y no distingo a mis compañeros de viaje. Pienso en mi mujer y mi corazón se baña en una calidez que me envuelve.

Andando, supero a peregrinos que se apartan para dejarme paso, a la par que alzan sus brazos y adornan su rostro con su mejor sonrisa para saludarme con la consabida consigna: ¡Buen Camino! La fraternidad implícita de los caminantes nos abraza fundiendo a todos en uno.

Comprendo entonces que mi epopeya no es única sino genérica. El homo sapiens me sigue y me adelanta en ruidoso concierto de ayes lastimeros y carcajadas estruendosas. Pienso por un instante en la masa informe e impiadosa que aplasta rezagados en su cruel devenir evolutivo.

Hay dos historias que se escriben en simultáneo, la de la especie y la del individuo. A la primera le tiene sin cuidado la segunda, a la que considera apenas un accidente aleatorio que no obstruye su avance.

Individuo soy, y a pesar de saberme ínfima e insignificante partícula de lo creado, la euforia del caminante me hace sentirme querido e importante.

Ya no había barro en la senda. El día era magnífico. Caminábamos a buen ritmo. Cantaba y pensaba, me sentía feliz. La senda estaba rodeada de árboles y luz. De repente me encontré con una ruta asfáltica que irrumpía contrastando el paisaje bucólico. Para colmo el asfalto se proyectaba hacia lo alto, en un zig-zag desafiante y fatigoso. No había más remedio que caminar al costado de la ruta. Los autos y camiones circulaban a velocidad, desaprensivos e ignorantes de mi peregrinar. Mi mujer y nuestros amigos optaron por una senda y quedamos en encontrarnos al pie del cerro. Pensé que el Camino -sin contar con los furtivos contactos con el Escriba, que parecían formar parte más de lo imaginario que de lo real-, no me había regalado aún ninguna experiencia de esas que uno rotularía como místicas o sobrenaturales. Sumido en esas reflexiones divisé un mojón. Continuando el rito recogí dos piedras, una más grande y otra más pequeña, porque la mente caprichosa me exigía que recordara a los abuelos fallecidos de mi mujer, una pareja envidiable que había sido fundamental en nuestra historia de amor.

Reinicié la aburrida trepada en torno al pavimento. Pensé que era un buen momento para que el viaje me regalara alguna demostración de lo sobrenatural. No había terminado de pronunciar la blasfemia cuando una soberbia pareja de ciervos apareció de la nada. (Un macho con una cornamenta formidable, y la otra menos robusta y sin cuernos, presumo que era la hembra.) Fueron segundos en el que ellos pasaron frente a mis narices. Tan cercana y súbita fue su aparición que caí sentado en la hierba, el corazón desbocado y el olfato impregnado por un fuerte y salvaje hedor animal. Me puse de pie y reí a carcajadas. Los abuelos habían respondido a mis peticiones. A cada peregrino le preguntaba si había visto una pareja de ciervos. Unos me miraban con asombro y otros como a un loco. Nadie había visto nada.

Superado el aburrido tramo del asfalto reingresé por caminos internos que, de a ratos, desembocaban en caseríos dispersos. En uno de ellos me sorprendió un labriego rodeado de perros intentando conducir una yunta de bueyes. Y en otro punto observé a una mujer en cuclillas con una especie de hoz segando algún tipo de cultivo. Eran extrañas postales del Medioevo en pleno siglo XXI. Traspuse un pequeño puente de madera debajo del cual surcaba un arroyo de agua cristalina, y a mi derecha divisé el lugar donde habíamos acordado almorzar. Al pie del cerro. Demoraban. Unos ciclistas habían visto a mi mujer y mis amigos bastante retrasados. El Camino hermana a los peregrinos, nos hace ser familia. Un linaje que guarda un solo objetivo: Santiago de Compostela.

Sentado en una mesa escondida, aunque visible para mis ojos, el Escriba sonreía de oreja a oreja.

EL PEREGRINO Y EL ESCRIBA

La Multiplicación de la Semilla del Átomo

Me invitó con un gesto a tomar asiento a su lado. Extrajo otro fajo de papeles que seguramente me había sustraído en algún descuido y los puso sobre la mesa. Sonreí al leer el título: “La Semilla del Átomo que se multiplica”. Recordaba perfectamente cuando había escrito aquel texto.

El Escriba, haciendo caso omiso de la mujer que nos ofrecía bebidas para esperar a los rezagados y que, obviamente no podía verle, comenzó a leer:

“Cuando era niño el jardín de mi casa me parecía inmenso. Al crecer advertí que, si bien grande, su extensión distaba mucho de poder ser calificada de inmensa. Pero adentrarme en su interior más profundo era toda una aventura del infante. Recuerdo que teníamos una pequeña cancha de futbol y unos árboles de palta coronados en las esquinas por dos enormes eucaliptos, y un banano extravagante que no se compadecía con el resto de la arboleda magnífica de la casa. A esa parte le llamábamos mis hermanos y yo ‘el fondo fondo’, o sea que representaba el confín más recóndito de aquel lugar de ensueño donde transcurrió el primer tercio de mi vida.

Un muy lejano sábado por la mañana, en plena primavera, me entretuve más de la cuenta en una extraña actividad que a mis otros amigos más “normales” les hubiera resultado absurda.

Me pasé un par de horas mirando la hierba. Cada pequeño tallo de la hierba era de una perfección que me causaba admiración. Había hojas caídas de los árboles azotados por alguna reciente tormenta, parecidas todas, pero singulares cada una. Me divertía recorriendo con mis dedos las nervaduras de las hojas y me fascinaba observar el afán de minúsculas hormigas que transportaban su carga de un lado al otro, escalando montañas y surcando desiertos, que a mis ojos eran insignificancias, pero que a los suyos eran epopeyas que el imperativo mandato de la especie les instaba a acometer.

En algún momento se introducían por un microscópico agujero de la tierra y desaparecían de mi vista, y esto me indujo a pensar que debajo de mí bullía un cosmos explosivo de vida que yo despreciaba en mi ignorancia, pero que seguramente servía de sostén a ese mundo que creía de mi exclusividad.

Soplaba una brisa suave que apenas alcanzaba a acariciar la cresta del césped recién cortado y que la pericia del jardinero no había logrado recoger completamente. Por eso, de a ratos, llegaba a divisar un trozo de hierba segada, muerta y que al descomponerse serviría de nutriente a sus congéneres.

Mi mirada no era la del herborista ni del entomólogo. Ya que por aquel entonces miraba como filósofo y trataba de entender el Universo, no en su mecánica, sino en su Origen y Destino.

¿Qué o Quién había diseñado esa hierba o esa hormiguita? y ¿para qué? Dirán muchos que no era aquella una ocupación habitual para un niño, pero la verdad es que siempre fui un poco diferente a los otros niños de mi edad. Buena parte de mi vida me la pasé tratando de adaptarme a las reglas de la tribu y seguí al pie de la letra las convenciones grupales, sin dejar nunca de reservar tiempo para mis inclinaciones de filósofo, un tanto incentivadas por mi padre desde mi infancia. Quizás por eso no me extrañó que papá fuera quien me sacara del ensimismamiento en que me encontraba. Llegó sin que lo advirtiera, y no pudo ocultar su alegría al verme haciendo lo que hacía. No me habló como a un hombre de mi edad, sino como el niño de siete años que fui:

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