Mis neuronas a lo largo de este tiempo fueron naciendo, muriendo, mutando y multiplicándose a cada instante. Todo ha sido borrado de mi memoria. Me fastidia ese vacío que me impide rememorar y degustar de aquellas emociones.
El Escriba detuvo la lectura. Frunció el ceño en un vano intento por rescatar esas vivencias. Fue como si le dijera al Peregrino: “Tu historia es tan vulgar que casi no merece ser contada. Pero entiendo que para vos sea la más importante de las historias, la propia.”
Es tan curiosa la brutal tensión entre individuo y especie, en perpetua pugna por afianzarse y poder ser el uno en la otra sin autoextinguirse.
El clamor bestial del Singular, que se niega a subsumirse en el Todo, puede parecer ingenuo para el observador del drama del Universo, pero para cada uno de los sujetos su universo con minúsculas, es lo esencial.
A pocos les importa el casi eterno deambular de lo creado si desaparece su miserable individualidad, que, no por misérrima que fuere, a sus propios ojos no deja de ser lo más trascendente de la creación.
Evidentemente hay dos percepciones de la Creación, una objetiva y otra subjetiva. La objetiva, externa al sujeto, existe con prescindencia del mismo. La subjetiva nace y muere con el sujeto. Al morir deja de haber percepción subjetiva de lo creado.
Miserable o no, ese animalito se yergue tenaz y obcecado, decidido a seguir dando zancadas y a su paso va abriendo caminos nuevos.
Como si adivinara mis pensamientos, el Peregrino con crudeza dijo: “Al menos vivo, transpiro, sufro y gozo. Tú solo escribes, que es una mediocre manera de vivir a través de medrar historias ajenas.”
Me callo para no decirle que la narración de su insignificancia es una historia apasionante. Soy un afortunado al poder escribirla.
EL PEREGRINO Y SU PADRE
El Origen de todo lo Creado
Con cierto enfado me había dirigido al Escriba. Me fastidiaba su suficiencia y su manera de percibirme como una insignificancia. Pero entendiendo que no podía deshacerme de su presencia, al fin y al cabo no era otra cosa que una especie de mi Yo proyectado en dimensiones irreales, decidí continuar aquel juego que me desnudaba.
Por ello, sin demostrar mi impaciencia, le dije:
—Escriba, ven, voy a contarte acerca de mis primeras grandes conversaciones filosóficas, para ordenarlas he escrito, como siempre, un texto y un título, quizás esta lectura te ayude a desentrañar el misterio de mi risa y las carcajadas de papá.
“El Origen de todo lo Creado” decía el encabezado.
Ya era el alba. Seguramente mi mujer estaría en los lindes de despertarse, así que traté de contarlo de manera apresurada. Había nubes pero no amenazaba lluvia. El Escriba me miraba. Algunos rezagados de fiestas entraron riendo al hotel. El conserje los esperó con las llaves en la mano.
Tomé algunos de los papeles y leí:
“Al esbozar estas líneas me vino a la memoria el rostro amado de mi padre con su sonrisa desafiante, que era un rasgo distintivo de su fisonomía y que seguramente se habría burlado de mi soberbio encabezado, diciéndome algo así como:
—Estás prejuzgando, hijo, tu frase sugiere que las cosas tienen origen y, peor aún, das por sentado que fueran creadas, por lo que tu filosofar parte de presupuestos empíricos que debes someter a tu raciocinio antes de validarlos como reales.
Es que papá me inició en el arte de la filosofía con una naturalidad sorprendente. Pensar sobre el origen de las cosas se hizo un ejercicio habitual, casi un juego entre nosotros, en el que el intelecto se regodeaba de un placer indescriptible armando frases y delineando conceptos plagados de abstracciones.
Nuestras conversaciones transcurrieron en diversos escenarios atravesando distintas cronologías, pero a los fines de este escrito quiero establecer una localización geográfica puntual.
Así me transporto a la orilla del mar y su arena, el agua moja mis pies de manera placentera. Mis pulmones se llenan una y otra vez con ese aire marítimo impregnado de viento y salinidad. Un oxígeno peculiar que nos regala el océano a quienes transitamos por sus bordes. Espumantes coronas de iodo adornan de blanco la cresta de las olas, que en su incesante ir y venir nos obsequian una armoniosa sinfonía de sonidos que se remontan a los albores de la creación, a aquel instante inmenso y excepcional en que mares y tierras se separaron profiriendo un grito atroz que rasgó el planeta, regalándole nuevas fisonomías que siguen mutando.
Me veo de nuevo a mí mismo con tan solo seis años de edad. Estamos en Villa Gesell. Caminamos a orillas del mar. Nuestros pies dejan huellas, profundas las de mi padre, casi imperceptibles las mías. A la vera de nuestras pisadas, pequeños agujerillos dan cuenta de la existencia de un mundo subterráneo. Las almejas y los moluscos pertenecen a ese mundo donde moran y anhelan ser devueltos por las olas.
Había decidido atormentar a mi padre jugando al fatigoso juego de los porqués que desquician a tantos progenitores. Lejos de fastidiarse, mi padre se entretenía repreguntándome una y otra vez. Raramente emitía sentencias, generalmente abría espacios en lugar de cerrar las sendas. Mientras curas y militares (en boga en aquellos tiempos) tenían y ofrecían todas las certezas, mi padre exigía pensar y todo estaba sometido a la duda. Aquella tarde, sin saberlo, me inicié en el derrotero del filosofar que no es otra cosa que el ansia natural de pretender saber de dónde venimos, adónde vamos y si nuestro itinerario tiene sentido o es simple devenir azaroso.
Todo comenzó con la observación a mi padre, a lo que lo rodeaba y lo hacía con la pasión de quien presiente ese instante como irrepetible. Le pregunté qué miraba y él contestó: “Un milagro detrás de otro disfrazados de naturalidad”.
—La gente, hijo, no se apercibe de que en que en cada instante hay magia inacabada. Que el mar, aunque se revista de tintes rutinarios, el solo hecho de que vaya y regrese lo hace milagroso. Cada átomo de la creación está agitado todo el tiempo por el ansia inmensa de mutar, de variar forma y contenido, y esa batalla inusual entre acto y potencia se desarrolla incansable ante nuestros ojos sin que la gran mayoría de los humanos, atrapados en su infinita mediocridad, llegue a atisbar siquiera la grandiosidad de la creación.
La grandilocuencia del párrafo y su profundidad impactó en la superficie de mi corteza cerebral impedida de ser penetrada en sus formidables recovecos debido a la brevedad de mis años y mi entendimiento.
Pero la admiración inmensa que sentía por aquel titán de corta estatura era tal, que no me resignaba a no entender y me aferraba esforzadamente a los lineamientos básicos que mi periferia cerebral había conseguido aprehender.
—¿Lo que vemos es acaso un milagro? —repregunté.
—¡Por supuesto! Juguemos —me dijo—. Cerrá los ojos y con todas tus fuerzas intenta imaginar la Nada. No hay árboles, ni arena, ni aguas, ni peces o aves. No estamos nosotros, no hay aire, no hay luz, solo la Nada absoluta.
Obediente cerré mis ojos, fruncí el ceño con fuerzas, y traté de imaginar la Nada. Quise dejarme abandonar por el Vacío, pero mi cerebro disparaba pensamientos sin solución de continuidad que ocupaban Espacio impidiendo a la Nada apropiarse de mi mente. Al cabo de unos minutos comencé a sentir un leve mareo y una remota sensación de irrealidad. El agua que mojaba mis pies dejó de ser realidad consciente, y todo era oscuridad empañada por el reflejo de pensares que nacían sin mi consentimiento y, para colmo, ridículos por su falta de lógica. Entonces abrí los ojos de par en par, y la luz hizo que demorara un breve instante hasta adaptarme al contorno luminoso de un crepúsculo que se adivinaba en el horizonte.
—¡Ya está! —dije con soberbia—. ¿Y ahora qué? —pregunté con curiosidad.
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