Esto es lo que explica Javier Alonso con mano maestra en no demasiadas páginas como introducción y marco del tema principal de su libro. Y como el momento y el lugar en el que se expande el cristianismo por vez primera es el Mediterráneo oriental, Javier Alonso se encarga de introducir al lector en las ideas que los griegos y los romanos tenían de los temas en torno a la resurrección en el tiempo en el que empieza a extenderse el cristianismo tras la muerte de Jesús. En una palabra, la información sobre el entorno de las ideas cristianas en Atenas, Roma y Jerusalén —por decirlo con el nombre de las tres capitales— antes de Jesús resulta básica para que el lector entienda bien de qué se trata cuando se habla de la resurrección de Jesús.
También con el pulso firme y gran claridad, el autor expone el estado actual de la interpretación del Nuevo Testamento, que es nuestra única fuente para precisar cómo entendían los primeros cristianos la resurrección del Maestro. Todo lo que debe saberse sobre la composición y las fechas de los diversos escritos del Nuevo Testamento, y en concreto sobre Pablo de Tarso y los Evangelios, está en esta obra.
El libro procede luego a lo más interesante, el examen detenido, con sabrosas deducciones y conclusiones, de los textos que nos hablan del entierro y de la resurrección de Jesús. Como nuestra primera información es la del Nuevo Testamento, Alonso comprende que la primera tarea, la única antes de cualquier reflexión u opiniones, es hacer un análisis fino, pero comprensible, de los textos neotestamentarios y exponerle con claridad al lector si nos llevan a una conclusión satisfactoria… o no. Si, por el contrario, nos vemos envueltos en un mar de dificultades…, se dan al menos pautas para la comprensión del proceso que llevan al estado actual de las primeras informaciones.
El último capítulo trata, pues, con mano maestra, de reconstruir brevemente el proceso de cómo se llegó a construir la certeza firme en la resurrección de Jesús entre sus primeros seguidores y cómo fueron los fundamentos de esta certeza, las apariciones. La crítica de la consistencia, o no, de estos relatos es básica.
Al final, el lector obtendrá por sí mismo sus propias conclusiones, pues el libro le ofrece todos los materiales que hay para tomar una decisión. Es posible que el lector pueda intuir qué es lo que piensa el autor como persona sobre este difícil tema, pero —debo insistir— no es esa la intención de este espléndido libro informativo, breve, claro, ameno… que lleva a una gozosa reflexión y a la toma de decisiones personales, pero debidamente formadas de acuerdo con el método histórico más riguroso de nuestras fuentes.
Antonio Piñero
Introducción
Jerusalén, viernes 3 de abril del año 33, hora sexta
Hacía ya un buen rato que no se escuchaban los gemidos de los crucificados. Los soldados que vigilaban la ejecución en lo alto de la colina conocida como Gólgota soportaban inmóviles el calor del sol que desde hacía más de tres horas martilleaba contra sus cascos. En la distancia, algunos familiares, o simplemente curiosos, observaban la escena al pie de las murallas de la ciudad, sin poder acercarse más por la presencia de los legionarios.
El centurión al mando se pasó la mano por la frente, se secó el sudor, ahuyentó una mosca, miró al cielo y se ajustó el cinturón del que pendía su espada.
—Ya no queda mucho para que comience el día sagrado de los judíos. Vayamos terminando.
Con un simple gesto de la cabeza en señal de asentimiento, uno de los soldados abandonó su posición y se acercó a una mula en la que estaban cargadas las herramientas. Tomó un mazo y se dirigió a una de las cruces. Separó los pies, sosteniendo el mazo con ambas manos, alzó la vista un instante para ver el rostro del crucificado y descargó un golpe seco contra la pierna derecha del hombre. La tibia crujió como un madero viejo, y lo mismo ocurrió con la pierna izquierda, que recibió otro mazazo pocos segundos después. El crucificado emitió un leve gemido de dolor, pero ya no tenía fuerzas para gritar. En pocos minutos, estaría muerto.
El soldado se dirigió luego al pie de otra de las cruces y repitió todo el ritual, perfeccionado tras muchos años al servicio de las águilas romanas. Esta vez al condenado le quedaron fuerzas para chillar e incluso maldecir a sus ejecutores, pero a los pocos segundos su voz se fue apagando hasta convertirse en un llanto casi imperceptible.
Ya solo quedaba uno, el galileo Yeshua bar Yosef, el más famoso de los condenados de aquel día y, quizás por eso, merecedor de un trato especial. Aparte de los tradicionales golpes de flagelo, en las mazmorras del pretorio había recibido una brutal paliza que había hecho temer a los soldados que no llegaría con vida al patíbulo. En la cabeza, una corona de espinas recordaba las burlas que habían hecho los legionarios sobre sus pretensiones de convertirse en rey de Israel. E incluso el mismo Pilato había participado en el escarnio haciendo colocar en lo alto de su cruz un cartel en el que se leía «Jesús Nazareno, rey de los judíos».
—¿A qué esperas? —preguntó el centurión.
El soldado miró hacia arriba, intentando captar algún indicio de vida en el cuerpo del galileo.
—No hace falta que le rompa las piernas. Ya está muerto —respondió el legionario.
—Mejor. Así será más rápido. Dile a los judíos que ya pueden encargarse de los cuerpos.
Éfeso, marzo del año 54
Delante de su escritorio de la pequeña habitación donde vivía desde hacía casi tres años en Éfeso, Pablo de Tarso se frotó los ojos, agotados por el esfuerzo de fijarse en el texto que estaba escribiendo. Se trataba de una carta muy importante a los fieles de Corinto, una de las ciudades más notables de Grecia, donde unos tres años antes había fundado una floreciente comunidad cristiana. Pero Corinto era un terreno lleno de peligros. La ciudad era famosa por su depravación, hasta el punto de que, siglos atrás, Aristófanes había acuñado el verbo corintizar para referirse al relajado estilo de vida de aquellas gentes. Y si uno se ponía a discutir con los corintios, rápidamente salía a relucir su proverbial arrogancia intelectual, la misma que había hecho a Cicerón hablar de la ciudad como «la luz de toda Grecia».
Habían llegado a oídos de Pablo noticias inquietantes sobre la evolución de la comunidad cristiana de Corinto, por lo que se había decidido a tomar cartas en el asunto, y estaba escribiendo una carta que sería leída en la Pascua de Resurrección del año 54. Ya llevaba escritas varias páginas de la misiva, en las que reprendía a los corintios que se hubieran dividido en facciones y que hubieran provocado escándalos de todo tipo. Además, les daba instrucciones sobre diversos asuntos de la vida comunitaria. Ahora se enfrentaba a la parte final de su epístola: recordar a los fieles cuál era la esencia del mensaje que les había predicado:
Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié: el que aceptasteis y en el que os mantenéis firmes, y por el que estáis en camino de salvación, con tal de que conservéis el mensaje que os anuncié; de lo contrario habríais aceptado la fe en vano. Ante todo, yo os transmití lo que yo había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, y que fue sepultado y que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas y después a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya; después se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles. Al final de todos, como a un aborto, se me apareció a mí. Pues yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguía a la comunidad de Dios; pero por merced de Dios soy lo que soy, y su favor hacia mí no quedó huero, sino que me esforcé por encima de todos estos; no yo, sino la gracia de Dios conmigo. Así es que, sea yo o sean ellos, predicamos así y así abrazasteis la fe. (1 Corintios 15, 1-11)
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