Horacio Serrano - Todo pasa

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Entre 1963 y 1980, Horacio Serrano publicó cerca de mil notas y columnas en el diario El Mercurio. Esta selección rescata los principales ejes temáticos de esos escritos: Chile y los chilenos, el legado cultural clásico, la sabidurí­a oriental, nuestra confusa e incipiente modernización y el mundo de la mujer y los sentimientos. Leer a Horacio Serrano es recuperar parte de nuestro paisaje y es volver a preguntarnos por la identidad chilena. Sus columnas siguen interpelando al lector de hoy, por su originalidad, por su capacidad para juntar los cables de la actualidad con el debate cultural más permanente y los detalles de la vida cotidiana con los dilemas más trascendentes del espí­ritu.

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En el libro de Dostoievski Los demonios, Kirilov se mata para demostrarse a sí mismo su absoluta libertad. ¿Era verdaderamente libre?

Baudelaire amó la bestialidad de Jeanne Duval, la mulata de las Antillas, insignificante, insensible, insensata. ¿Se vio libre de ella? ¿Quiso él la libertad? La belleza de Las flores del mal, ¿fue en él reconocimiento del dominio femenino o un canto de liberación?

En la actualidad, es probable que las evocaciones más sensuales de las formas femeninas sean, en las artes visuales, los desnudos recostados de Modigliani. ¿Dominó él a sus figuras o fue dominado por ellas?

Difícil resulta analizar en profundidad a Kirilov, Baudelaire o Modigliani, tres casos representativos de millares de casos, porque al hacerlo sus contornos se desvanecen ante el perfil del propio analista. Como en las funciones de la física moderna, los sentimientos y el intelecto humanos parecen ser más bien complementarios. ¿Dominar, ser dominado? Más que dos fenómenos opuestos, son tal vez uno solo, complementado.

Esto en profundidad. En superficie, y para los efectos prácticos, hay hogares y sociedades enteras que tienden a ser dominadas por la mujer; otras por el hombre. La sabiduría de los chinos demarcó desde muy temprano estas épocas, llamando yin a unas, yang a las otras. Los antropólogos las denominan hoy matriarcados y patriarcados. Países de tendencias femeninas, como Francia, están al lado de otros, como Inglaterra, de predominio masculino. Estados Unidos, femenino, está solo río por medio de México, masculino. Hay ciudades, racialmente semejantes, y de no diversa historia, cuyos signos son opuestos: en Buenos Aires se rinde culto al hombre −el tango lo canta a él−. En Santiago, a la mujer.

Aun descontando el “crecimiento vegetativo” de la madurez femenina, debido a una emancipación económica, es evidente que las influencias de la mujer en Chile son cada vez mayores que las del hombre. Causa principal de esta tendencia parece ser que en el juego hombre-naturaleza, esto es, en la lucha por el progreso, el país ha quedado a la zaga y como consecuencia, el hombre ha perdido, como hombre y responsable de la dirección, algo de su prestigio y mucho de su propia e íntima estimación. No es ya el de principios de siglo, seguro de sí mismo, vencedor, envanecido, aplomado. El salitre ya no se vende, el cobre no es muy de él, su moneda se hizo pedazos, sus bienes disminuyen, aumentan sus males. En estas circunstancias, ha aparecido la mujer como factor económico y político, entusiasta, empeñosa, abnegada, capaz. Ha salido de su hogar y llegado a todas partes. La naturaleza no ha vencido. El acontecer, tampoco. Su optimismo se ha transformado en superioridad. El actual matrimonio temprano ha confirmado este estado de cosas: más madura, establece un dominio natural sobre su marido que los años no alcanzan a borrar.

Dos clases de hombres han dado gloria a este país: sus soldados y sus mineros. Unos y otros debieron permanecer alejados de su hogar. Sus mujeres se capacitaron solas. Ellos llegaban solamente de tarde en tarde, siempre victoriosos. Hoy no. Se terminaron las guerras. Las minas heroicas, también. Las victorias no son ya de ellos. Han cambiado de mano. Son ahora de ellas.

HOMBRE Y LA TIERRA, AQUÍ

19 de agosto de 1964

Como el Marqués de Bradomin, el de las Sonatas de Ramón Valle-Inclán, Almagro era feo y católico. A diferencia de él, no era sentimental. No podía serlo. Sufrió mucho de niño. Todo faltó en su hogar y él mismo con frecuencia sobraba. La lucha por el pan mantuvo sus características cuando, ya en América, buscó oro. Fue el primer conquistador que llegó a Chile. ¿Sentimental? No. “¿Dónde está el oro? ¿No hay? Me voy”. Era diferente en Perú, allá había a montones. Se fue.

Valdivia era católico y sentimental. Feo no. Apuesto, gallardo, emprendió el viaje −mil leguas, sol, sed y sangre−, llevando a la grupa a la primera mujer española que pisó el campo chileno.

Muchas razones tuvo él para quedarse. De ellas habla la historia. Pero no de una, porque es de temperamento: es probable que el conquistador quedara prendado de esta tierra. ¿Por qué había de prendarse de ella? Por un motivo que también la historia calla, porque es de sensibilidad pura: por la propia tristeza de la tierra chilena. ¿Bonita, fea? No lo supo el gallardo capitán. Pero es muy probable que, español, se haya enamorado precisamente de esa tristeza.

Serían estas meras suposiciones si no se reconocieran en la actualidad los mismos efectos. ¿Qué ata hoy al agricultor chileno a la tierra? No es el modo de vida, áspero, ingrato, ni es mucho menos una fuente de entradas. El motivo es más profundo y menos confesado: es que está enamorado de ella. A punto tal, que acepta todo −todo− a cambio de poder verla, tocarla, sentirla y decir que es suya.

La agricultura ha dado a la nación hombres destacados, cultos, capaces, que bien pudieron haber alterado rumbos cuando los acontecimientos señalaban que su trabajo no sería remunerado. Pudieron cambiar de actividad. Si no ellos, sus hijos. Pero no. Como Valdivia, y seguramente por idénticas razones, ellos se quedaron en el agro. Y sus hijos también.

¿Es que la tierra no da dinero en Chile? No. ¿Paz? Tampoco. ¿Seguridad? Ninguna. ¿Futuro? Imprevisible. ¿Por qué entonces el hombre se amarra a ella? Por amor.

Pero, puede objetarse, hasta el más absurdo de los amores tiene explicación. En este caso es posible que la razón sea la misma de antes: la tristeza del ser querido.

¿Es triste entonces la tierra chilena? Sí. Su paisaje, su luz y color son tristes; sus ríos no corren, sino lloran; sus árboles no unen al cielo con la tierra, no saben de felicidad, están entristecidos, con la cabeza baja, oculta entre las ramas. Parecen penar. ¿Exuberancia, sensualismo? Nada de eso. Se puede andar leguas por el campo sin ver ni sentir una nota alegre, ni un destello de gozo. Se viven años ahí sin sentir el momento de lujuria en que en las mañanas el sol toca la tierra y, encantado, la cubre de colores. No es tristeza a medias, a veces, a ratos. No. Es tan honda, que el descendiente de Valdivia, enternecido y desarmado, dice, gozoso: “Me quedo”. Y se queda.

EL RUMOR DE LAS PLEGARIAS

26 de agosto de 1964

En tiempos como los presentes, en que las encuestas parecen mandar al pensamiento, sería interesante conocer a través de ellas, el tipo de peticiones que hace a los poderes divinos un grupo de personas, un día cualquiera, en un templo cualquiera, en una ciudad occidental cualquiera. Pero ya que un estudio de esta naturaleza no puede hacerse, porque contraría la intimidad y niega la reserva de las plegarias, bien pueden efectuarse algunas aproximaciones in vitro. El suplicante pide la felicidad de los seres queridos y la propia de él, desde luego. Aunque cuando se desmenuza la idea de felicidad −y es él o ella quien lo hace−, es probable que una parte importante de su realización esté formada por deseos de bienes materiales. Quien carece de los múltiples “adelantos” que produce la civilización técnica, es lógico que los pida. Ha sido educado para ello. La concurrencia término medio a un templo término medio, dedica tal vez a peticiones materiales más del término medio de sus plegarias. Una mera suposición, motivada por la actitud externa de los concurrentes, hace pensar que una minoría pequeña −pequeñísima− pide solamente luz y entendimiento.

Ahora bien, integradas las plegarias, la imagen de la colectividad así obtenida acusa un desequilibrio en que los bienes materiales tienen supremacía. Puede pensarse, especialmente en países de escaso desarrollo económico, que la idea del progreso está basada precisamente en eso, en crear deseos y que mientras más personas aspiren a mayores bienes, mejor será la colectividad. Este es un error. Al afirmar Protágoras, en los tiempos clásicos de Grecia, que el hombre es la medida de todas las cosas −¿y quién ha logrado contradecirlo?−, quiso decir exactamente eso, que el hombre es el centro de todo y no las cosas, y mucho menos, sus cosas. Una sociedad que altera esta estructuración yace inestable.

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