Horacio Serrano - Todo pasa

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Entre 1963 y 1980, Horacio Serrano publicó cerca de mil notas y columnas en el diario El Mercurio. Esta selección rescata los principales ejes temáticos de esos escritos: Chile y los chilenos, el legado cultural clásico, la sabidurí­a oriental, nuestra confusa e incipiente modernización y el mundo de la mujer y los sentimientos. Leer a Horacio Serrano es recuperar parte de nuestro paisaje y es volver a preguntarnos por la identidad chilena. Sus columnas siguen interpelando al lector de hoy, por su originalidad, por su capacidad para juntar los cables de la actualidad con el debate cultural más permanente y los detalles de la vida cotidiana con los dilemas más trascendentes del espí­ritu.

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Las hijas −“las pestes” las llamaba él− le volaban literalmente el corazón y la cabeza. Era un incondicional de todas. Eran −me lo dijo varias veces− lo mejor que había hecho y lo mejor que le había ocurrido. Las adoraba, las celebraba, las historiaba, las consentía, las protegía. Estaba lleno de cuentos en torno a sus salidas de madre, sus caracteres, sus dichos, sus genialidades y chascarros. Siempre estaba al tanto de lo que hacían. Sufría más que ellas con sus sinsabores y decepciones y gozaba el doble de lo que ellas gozaban con sus logros y plenitudes. Obviamente las quería a todas por igual, pero cualquiera que lo oía declarando, incluso ante las demás, su predilección por la Paula, se podía poner un poco incómodo porque en ese tema la convención según la cual los padres no deben hacer diferencias entre los niños sigue siendo muy fuerte. Él las hacía y esto no pasaba de ser una más de las tantas singularidades suyas.

Por supuesto no todo debe haber sido color de rosa siempre en esa casa. No solo el golpe del año 73, sino también el largo período de polarizaciones que vivió el país en los años 60, marcó momentos de tensión que, sin embargo, a él nunca lo separaron de sus hijas. Sabía, y si no sabía, aprendió, a convivir con las diferencias, de suerte que jamás las posiciones políticas de “las pestes”, que él se tomaba muy en serio y respetaba genuinamente, fueron un trauma significativo en su relación con ellas, no obstante que la política fue el factor que llevó al exilio a su hija Marcela y que mantuvo lejos por un tiempo a Elena y Margarita. Para él fue una experiencia muy dura, más todavía cuando por sensibilidad, por consideraciones de clase, por su círculo de amistades, por su relación con El Mercurio y particularmente con René Silva Espejo, su director, don Horacio era un moderado, un hombre de orden y que nunca ocultó su visión crítica del gobierno de la Unidad Popular. Por lo mismo, fue una bendición para él que hacia fines de los 70 “las pestes” de ultramar comenzaran a volver. Nunca se habían ido de su corazón, aunque prefería tenerlas cerca.

IV.

Permítaseme un testimonio más personal. Conocí a Horacio Serrano a mediados de los años 70. Por entonces yo era un triste funcionario de la Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica de Valparaíso −un “pavo”, en su terminología−, plantel que como todo el resto del sistema universitario chileno había sido intervenido por el gobierno militar. En mi caso esa intervención, aparte de algunas incomodidades de pacotilla, significó el término de la revista de cine Primer Plano, que yo dirigía y que junto a un grupo de cinéfilos santiaguinos y locales publicábamos bajo el paraguas de la universidad. Seguí encargándome de los programas de extensión cinematográfica de la vicerrectoría, pero indudablemente el contexto había cambiado y todo recomendaba comenzar a buscar otros horizontes.

Hablé en alguna oportunidad del tema con quien era el hombre fuerte de la universidad −hombre tan respetado como temido en ese momento−, Héctor Herreras Cajas, vicerrector académico, gran profesor de historia, y saliendo al paso de mi desmotivación me preguntó si aceptaba que la universidad me “prestara”, en comisión de servicios, por dos días a la semana al Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas. Le habían pedido colaboración y quizás yo podría servir. Su idea era que apoyara una investigación de ribetes descomunales que quería iniciar don Juan Gómez Millas, amigo suyo, asesor del consejo y uno de los intelectuales y académicos más distinguidos del país de antes, de ese momento y también del posterior.

Obviamente la idea me pareció fascinante. Fascinante porque significaba para el provinciano que fui y sigo siendo la oportunidad de poner un pie en la capital. Fascinante por la posibilidad de tener contacto con don Juan Gómez Millas. Y fascinante también por la posibilidad de comenzar a hacer cosas distintas de las que estaba haciendo y donde ya me sentía pedaleando en banda.

Fue una buena experiencia. Aunque ya era un hombre octogenario, encontré en don Juan un interlocutor agudo, divertido y extremadamente sabio. Era un lujo escucharlo en sus digresiones sobre la historia política chilena, sobre el estado de nuestras universidades, sobre lo que habían sido las escuelas normales en nuestro sistema educacional, sobre el rol que les había cabido a los institutos pedagógicos y sobre las heridas que había dejado en ellos el clima de polarización política del país en los años 60. Me contó a grandes rasgos lo que se proponía hacer −aunque nunca pude entender con qué otros especialistas y apoyos iba a contar en su investigación− y me mandó a recopilar antecedentes sobre la formación técnica en el país. Me pidió que me entrevistara con directivos de ese sector y de cada uno de esos contactos fui rindiendo informes puntuales que él me aprobaba sin mayor trámite ni demora, al punto que llegó el momento en que puse en duda si realmente los leía.

Fue don Juan quien me presentó a don Horacio. Era un señor que circulaba, hiciera frío o calor, en mangas cortas por las oficinas del consejo, casi siempre con un pequeño jarro de té en la mano, y me pareció una persona extremadamente divertida y cordial. Tenía el cargo de secretario general del consejo, pero en la práctica la nueva organización lo estaba marginando. Lo respetaban, pero su voz pesaba poco. Diría que tuve sintonía instantánea con él. Su sentido del humor me pareció de lo más impredecible e irreverente y, a muy corto andar, generé con él una complicidad basada en lo miserable que eran las rutinas de esa repartición y en lo engreído que eran muchos de los personajes y personajones que se paseaban por ahí.

A las pocas semanas mi relación con don Horacio se fue robusteciendo con conversaciones que no solo le robaban tiempo a mi participación en la investigación de don Juan sino que se prolongaban hasta mucho después que el resto de los funcionarios se hubiese ido. Terminada la jornada, adoptamos luego la costumbre de irnos al café Santos, que estaba en los bajos de Ahumada con Huérfanos, para seguir libremente “la tasca”, como la llamaba él, hasta que nos echaran de ahí.

Creo que nunca he conversado tanto como entonces y nunca tampoco volví a conversar tanto después. Llegó el momento en que el Santos se hizo corto y teníamos que prolongar “la tasca” en su casa, un acogedor departamento ubicado en Padre Mariano 90, donde −por lo que recuerdo− estábamos siempre solos. La Elisita, “las pestes”, comenzaron a entrar en escena después. Lo que hacíamos ahí era seguir con el té, combinarlo eventualmente con algún trago y, desde luego, bueno, hablar. Fue una suerte, una genuina decisión de los astros, que yo me alojara en un departamento que tenía mi padre en Providencia muy cerca del de don Horacio, y fue simplemente arrebato nuestro que, ya de madrugada, él me encaminara hasta mi casa y yo de vuelta lo acompañara hasta la suya, hasta despedirnos finalmente no sin antes haber convenido con exactitud los temas que dejábamos pendientes para la próxima semana.

Me hablaba mucho de sus amistades. Pertenecía a un círculo muy ilustrado −“los griegos” los llamaba él− donde discutían asuntos de historia y de grandes transformaciones culturales. Entiendo que “los griegos” se autodenominaban Simposium y se reunían una o dos veces al mes para hablar y escuchar de Grecia y Cartago, de Lutero y la Reforma Protestante, del Barroco y la Contrarreforma Católica, del imperio del Rey Sabio y de su padre, Carlos V, del Renacimiento y sus maravillas, de Roma y sus excesos, en fin. El alma de ese grupo, el “chisporrotero” en su terminología, era Manuel Montt Balmaceda, más tarde rector de la Universidad Diego Portales, pero el timón, el organizador, el responsable de la logística impecable de cada sesión, era César Sepúlveda, por entonces vicepresidente del conglomerado BHC.

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