Horacio Serrano - Todo pasa

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Entre 1963 y 1980, Horacio Serrano publicó cerca de mil notas y columnas en el diario El Mercurio. Esta selección rescata los principales ejes temáticos de esos escritos: Chile y los chilenos, el legado cultural clásico, la sabidurí­a oriental, nuestra confusa e incipiente modernización y el mundo de la mujer y los sentimientos. Leer a Horacio Serrano es recuperar parte de nuestro paisaje y es volver a preguntarnos por la identidad chilena. Sus columnas siguen interpelando al lector de hoy, por su originalidad, por su capacidad para juntar los cables de la actualidad con el debate cultural más permanente y los detalles de la vida cotidiana con los dilemas más trascendentes del espí­ritu.

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PORCELANA PARA EL EMPERADOR

24 de febrero de 1965

En tiempos antiguos, cuando la primera Isabel de Inglaterra −la actual es la segunda− tenía el cetro y la corona de Inglaterra, el Imperio Celeste de la China era dirigido por el esclarecido monarca Chia-Ching, de la dinastía de los Ming. De él, Occidente no tuvo entonces noticias.

Hoy las tiene.

En efecto, hay en la actualidad, en destacados museos europeos, piezas de porcelana de gran valor que fueron manufacturadas para ese soberano en talleres situados mil kilómetros al sur de Pekín y que llevan marcado a fuego, indeleblemente, el nombre del emperador. No es su historia lo que las hace valiosas, sino su pureza, su forma y sus dibujos. Fueron ellas, en otro tiempo, muy numerosas, como se deduce de las cuentas que hasta en sus menores detalles fueron entonces llevadas y que aseguran que en el año 1554, por ejemplo, 120 mil piezas fueron destinadas en forma exclusiva al palacio real.

Es cierto que fueron los chinos los descubridores de las propiedades de esa arcilla maravillosa, y ellos también los primeros en darle transparencia, vitrificación y delicadeza, que habría de conquistar fama en el mundo con el nombre de porcelana. Pero no se debió esto al solo hecho de tener en su territorio yacimientos generosos en caolín, su materia prima. Fue necesario agregar una extremada prolijidad, una artesanía de primera clase y un sentido artístico riguroso y delicado, que iba desde la forma de la pieza y el dibujo, hasta los colores, la concepción y detalles de las figuras.

Las porcelanas de Chia-Ching, el contemporáneo de Isabel I, tienen una característica que les da especial belleza: su azul, que se aproxima al púrpura, pero permaneciendo siempre azul. La cocción de este material al fuego lento de madera, con escasa llama, tardaba siete días y siete noches, durante las cuales cualquier fluctuación del calor malograba la fijación de los dibujos. Este cuidado hacía que los alfareros estuvieran, como decían ellos, en “estado de simpatía” con los poderes divinos. Se calcula hoy que cada pieza de porcelana necesitaba unas cien cargas de leña. Tal era la unción que estas porcelanas inspiraban que, ante el terror de maltratarlas, eran llevadas por vía suave de canales hasta el propio Pekín.

Si es cierto que Isabel I escogía todas las mañanas uno de entre sus mil vestidos −no es esta una forma de hablar: eran mil− y para ser usado una sola vez, el monarca de la dinastía Ming recibía quinientas piezas cada día de la porcelana más fina y delicada que ha salido de manos humanas.

¿CAMBIA LA HISTORIA?

17 de marzo de 1965

En un país como Chile, con pocos años de historia, pueden causar asombro las diferencias a que están sometidos en la apreciación general sus hombres de Estado. A veces las percepciones cambian de una época a otra, sin que medien razones de carácter histórico ni documentos que alteren las líneas gruesas −tampoco las finas, que dan luz y sombra− de su actuación o carácter. Personajes consagrados como O’Higgins, San Martín y Carrera −especialmente Carrera−, para citar casos de los primeros años, no escapan a esas fluctuaciones. Tampoco las figuras de muchos presidentes de estos últimos lustros. Si estos cambios no se deben a nuevas pruebas ni investigaciones que perfeccionen el juicio, ¿se trata de veleidades, de “modas” de sentir?

Algo de eso hay, pero no como un fenómeno de superficie y frivolidad. Si el arte cambia en sus apreciaciones −¿cuántos pintores y músicos celebrados ayer son condenados hoy y viceversa?−, la historia, que en muchos sentidos también es un arte, no podría dejar de cambiar. No se trata, pues, de un fenómeno nacional, debido a los pocos años de vida de un país determinado. Ha sucedido así siempre, desde la más antigua historia.

Un caso que ilustra esta afirmación, tomado de los tiempos clásicos, es el de los asesinos de César, Bruto y Casio. El drama de “idus de marzo” en que el gran tribuno, estadista y general, lanzó el grito de agonía: Tu quoque fili (“Tú también, hijo”), al ver al puñal con que Bruto pensó en librar al Senado y a Roma de un dictador, ha tenido múltiples interpretaciones basadas en las mismas pruebas históricas. Cicerón celebra a Bruto en el mejor lenguaje de la latinidad. Dante lo considera un asesino común y no titubea en darle uno de los peores sitios de su infierno. El péndulo vuelve con Shakespeare y aunque César está colocado en el escenario, el héroe es el hombre del puñal. En el siglo XIX, Mommsen, uno de los grandes historiadores de todos los tiempos, que contribuyó con ideas y métodos nuevos a la interpretación del pasado, colocó a César en un pedestal donde no alcanzan a verlo ni tocarlo los hechores del “idus de marzo”. Igual altura alcanzó en la veneración de Bernard Shaw.

Las diversas épocas tienen, pues, diversas formas de apreciar, de sentir… y de juzgar. Heráclito, el pensador de la isla griega de Éfeso, aseguraba hace 25 siglos, que todo fluye, que no existen los hechos, como tales, sino únicamente su cambio, su flujo y reflujo.

HECHICERÍAS

24 de marzo de 1965

No es posible dudar en el desequilibrio que se ha operado entre la técnica, por un lado, y el conocimiento de la mente humana, por otro. Mientras la primera obtiene recursos, aceptación y popularidad, el segundo permanece estacionario y olvidado.

La técnica ha ganado recientemente triunfos que habrían sido acreedores en otros tiempos al fuego de la Inquisición. Salirse de la atmósfera terrestre, por ejemplo, dar vueltas y vueltas y volver después a ella a un punto preciso y predeterminado, resulta un hechizo en que se habría visto, patente, la mano y la cola del demonio. Pero eso no es todo. ¿Hacer máquinas que, como los computadores electrónicos, configuran el pensamiento; llevar en el bolsillo una caja pequeñísima, no mayor que las usadas antaño para el rapé, que reproduce exactamente la voz de una persona invisible? Estos hechos habrían quemado a muchas brujas.

El conocimiento de la mente humana, salvo excepciones, permanece en cambio en retraso. La tercera parte de las personas hospitalizadas en Inglaterra, por ejemplo, pertenece oficialmente a la categoría de enfermos mentales. De nada les han servido las hechicerías modernas. La idea de que la importancia del ser radica en el medio ambiente y no en su interior −postulado occidental− hace que a medida que crece este retraso entre el espíritu y la técnica, el hombre se sienta cada vez más ajeno a la civilización que ha formado y, lejos de compensar el desequilibrio, lo exacerbe, asegurando que necesita más astronautas, que la Luna es meta necesaria del hombre contemporáneo, que es imperioso que los computadores electrónicos piensen y que no habrá hogar hasta que no haya televisión en colores…

Las hechicería de hoy, en contraposición a las de antaño, son ajenas a la mente humana, no nacen en ella ni en ella se cultivan. Su caldo solo está en la técnica. El aquelarre donde los brujos tenían sus conciliábulos ha sido sustituido por el laboratorio, y las palabras mágicas, por las fórmulas matemáticas. Tal vez por eso los hechiceros de hoy no han podido producir un Goya que los pinte.

IMPORTANCIA DEL TROVADOR

21 de julio de 1965

“Matrimonio y amor son dos mundos completamente aparte uno del otro”.

No habla un encuestador, un psicólogo ni un colérico de la reciente cosecha. Es Ermengarda de Narbona, linajuda dueña de grandes tierras en plena Edad Media. Ella bien lo sabía como patrona de quienes cantaban entonces el amor: los trovadores.

Para comprender el papel que hicieron estos poetas-músicos es preciso borrar la imagen que hoy se tiene del caballero medieval no formada por la historia, sino por la explotación comercial de Hollywood. Desde luego, su morada, el castillo feudal, era una estructura incómoda, desagradable, oscura −verdadera boca de lobo−, helada, inmunda, donde vivían hacinados los caballeros, sus mujeres, vasallos, siervos, niños y animales en total promiscuidad, compartiendo con ratones e insectos granos y carnes secas, con muy pocos muebles y ninguna alfombra, producto este del Oriente. La gran sala del castillo estaba cubierta de paja y el ambiente y las paredes, de humo y humedad.

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