Horacio Serrano - Todo pasa

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Entre 1963 y 1980, Horacio Serrano publicó cerca de mil notas y columnas en el diario El Mercurio. Esta selección rescata los principales ejes temáticos de esos escritos: Chile y los chilenos, el legado cultural clásico, la sabidurí­a oriental, nuestra confusa e incipiente modernización y el mundo de la mujer y los sentimientos. Leer a Horacio Serrano es recuperar parte de nuestro paisaje y es volver a preguntarnos por la identidad chilena. Sus columnas siguen interpelando al lector de hoy, por su originalidad, por su capacidad para juntar los cables de la actualidad con el debate cultural más permanente y los detalles de la vida cotidiana con los dilemas más trascendentes del espí­ritu.

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Es cierto que la propia técnica adquiere en la actualidad un sitio desorbitado. No hay duda, por ejemplo, que el equipo de hombres de ciencia que acaba de “tocar” la luna, ha realizado un hecho portentoso. Pero como equipo no es superior al que en estos mismos momentos trabaja calladamente a las órdenes de Albert Schweitzer, el médico, músico y teólogo, en el leprosario de Lambaréné, en Gabón, en las entrañas de África. No hace noticia, pero ahí está, realizando con abnegación y fe, un trabajo, que además de ser de primera calidad, contribuye precisamente a que el hombre no pierda su condición de ser la medida de todas las cosas.

No se trata del contemptus mundi, el desprecio por todo lo externo de las órdenes monásticas, ni se trata tampoco de mirar en menos los bienes materiales. Nada de eso. Es creer, con uno de los pensadores contemporáneos de la India, Ramakrisna, que física y socialmente el hombre no es libre porque está condicionado por factores internos y externos, de modo que su única libertad es la espiritual. Es también creer que la única forma de acrecentarla es mantener esa medida de las cosas, con el hombre al centro, sin confundir su cuerpo con su sombra y sin elevar más plegarias por la sombra que por él.

LA OTRA EDUCACIÓN, LA DE LOS MODALES

2 de septiembre de 1964

El tema de la educación palpita hoy angustiosamente en hogares, empresas y círculos de gobierno. Se asegura que un bachiller −rara avis− cuesta caro y que un no bachiller no es barato; que se necesitan miles de profesionales, que no hay; que cada uno representa una fortuna, que faltan laboratorios, profesores, equipos e investigadores. Nada se habla de la otra educación, igualmente respetable, que tan poco cuesta y que debe estar en todas partes: la de los modales.

Respetable, como que ha tenido cultores de alta calidad que han hecho escuela en la historia. Entre ellos, Confucio.

Confucio, en chino K’ung-fu-tzu, vivió 500 años antes de la era cristiana y es uno de los pensadores más eminentes de China, del Oriente y del mundo. No fue predicador ni místico, ni creador de un sistema, ni metafísico. Si se pudiera resumir en pocas líneas el fundamento de sus ideas, se diría que él dio a la educación de modales y palabras, es decir, a la cortesía −en la medida en que esta es forma y contenido del trato entre seres humanos−, un imperativo de carácter religioso. En sus enseñanzas, el hombre no puede ser bueno si no es al mismo tiempo educado, fino y cortés, de adentro y de afuera, amable hasta con la propia naturaleza.

Un saludo bondadoso, dice él, una palabra de afecto y comprensión purifica el alma de quien la escucha… y de quien la dice. Cuna de estos sentimientos es, para Confucio, el hogar. Por eso el oriental no puede expresarse totalmente sino en términos de su familia.

Asegura Confucio que conocer a los seres humanos es sabiduría, pero que amarlos es virtud. Es en él fundamental el jen, término que puede traducirse deficientemente como “amante bondad”. Personalmente no escribió nada. Algunas de sus enseñanzas fueron recopiladas después de su muerte en las Analectas [Rongo, en chino], escritas en sentencias, como las siguientes:

“Los hombres educados tienen dignidad, nunca arrogancia; los no educados tienen arrogancia, sin dignidad”.

“Si un hombre aprende y no piensa, no vale nada; si piensa y no aprende es un ser peligroso”.

“Entre hombres educados, no hay clases sociales”.

Esta educación, la de los modales, la de Confucio y de muchos otros pensadores de jerarquía, nació antes −mucho antes− que ninguna otra y es probable que sin su alumbramiento, la evolución del ser humano se habría detenido o tomado rutas desviadas.

EL ÉNFASIS DE NUESTRA MENTE

23 de septiembre de 1964

Sin pretender entrar a analizar la civilización de Atenas −¡no!−, bien puede decirse que en conjunto su énfasis estuvo en el pensamiento y no en la acción. Al diseñar la comunidad ideal, Platón, su pensador más excelso, prohíbe la República a los encargados de dirigirla, cualquiera otra actividad que no fuera el estudio de matemáticas, música y filosofía. Pensar bien, eso era todo. Así llegaron los atenienses y sus sucesores de Alejandría al descubrimiento de principios científicos y puramente filosóficos, que hoy 25 siglos más tarde, asombran por su amplitud y profundidad, su rigor y belleza. Pero ellos no aplicaron este pensamiento a la materialidad del diario vivir. No mejoraron los cultivos que les daban el pan, no hicieron una herramienta nueva para aumentar su producción ni una modesta máquina para aliviar el trabajo de su gente, no obstante haber conocido sobradamente los principios necesarios para hacerlo. No les importaba. El centro de gravedad de su civilización, centro único, era el pensamiento.

Es peligroso dar un salto de miles años en el tiempo y de miles de millas en el espacio, y de aquel estado histórico pasar a la civilización contemporánea de hoy, y en ella, a este país iberoamericano, a Chile. Pero si así se hace, bien puede formularse la pregunta. ¿Dónde, en qué, está el énfasis mental de esta nación?

Es probable que esté en las leyes. Esto es, que en la mente chilena, a pesar de ser extremadamente joven, la idea de la legalidad, en cualquier o en todos sus aspectos, tenga una importancia mayor que ninguna otra. El concepto legalista parece ser el esencial. A su culto y estudio dedica el chileno su mayor atención. Toda otra idea es secundaria, posterior, derivada. “Esto no es legal”, es sinónimo no solo de nulo, sino que de malo, perverso, demoniaco. Por eso mismo, toda iniciativa, de cualquier orden, comienza con la ley. Nada nace en Chile, naturalmente, legal. Por el contrario, todo parece nacer fuera de la ley, manchado por un pecado original, y es él, el chileno, quien gustoso lo redime y le obtiene la legalidad. Es igual que sea la explotación de una mina o la fundación de una academia literaria. Primero, la ley, el reglamento, en la misma forma que Platón afirma: “Antes de nada, las matemáticas”. Por eso también, para el chileno, toda institución o empresa que tiene base legal es buena, sirva o no sirva para nada.

En sus propias relaciones internacionales, que fueron y son costosas, las preguntas nunca han sido: ¿qué es más conveniente?, ¿qué es más práctico?, ¿qué es más viable? −la expediency del Foreing Office inglés−, sino, ¿qué es legal? Por esto las escuelas de leyes del país tienen un alto nivel y sus abogados son profesionales de ámbito continental. El chileno nace con el código en la mano. Es un hecho.

¿Es este un énfasis adecuado −bien entendido, como énfasis principal y dominante− para un país nuevo, de escaso desarrollo económico, de muchas aspiraciones y de alta procreación? Bien está que el chileno nazca con el código en la mano. Es un comienzo auspicioso. Pero, ¿no debiera morir con un manual gastado y muy usado en la otra, de constructor, mecánico, electricista u hortelano?

PERFECCIÓN MATRIMONIAL

11 de noviembre de 1964

Delhi, la capital de la India, contiene dos ciudades: la Nueva, sede del gobierno, con avenidas de árboles −todos iguales y ninguno igual a otro−, quintas y flores, y la otra, la Vieja, supuesto corazón del antiguo imperio mogol que ha detenido el tiempo conservando su edificación islámica-persa, sus vacas, que andan a santa voluntad, sus camellos y elefantes.

Lord Carson, el gallardo virrey, tuvo un palacio en esta vieja ciudad. Es hoy un hotel con monos, lagartijas y una spes unica: los vendedores de tapices. Entre ellos se destaca Alí, musulmán. Fue valet de una actriz de cine y monaguillo de un cardenal. Una y otro, además, le compraron alfombras, por lo que sabe Dios −¿o no lo sabrá?− qué precio pagaron.

Una mañana llegó Alí al hotel sin tapices y con lágrimas en los ojos.

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