Louis Claude Fillion - Vida de Jesucristo

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Esta obra de Fillion está considerada una de las mejores biografías de Jesucristo. Ofrece una visión serena y atractiva de la figura de Jesús, descrita con rigor científico y expuesta desde la fe de un gran exégeta, profesor de Sagrada Escritura y consultor de la Pontificia Comisión Bíblica de Roma. Publicada por primera vez en 1922, ha alcanzado numerosas ediciones tanto en castellano como en otros idiomas y sigue despertando interés en nuestros días.
En esta nueva edición, Rialp reúne los tres volúmenes con un índice unificado, a la vista de su enorme valor exegético, histórico, teológico y patrístico.

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La humildad, esa virtud también fundamental del cristianismo, casi desconocida de los orgullosos paganos, y bastante mediocremente practicada en el pueblo israelita, brilló asimismo en Nuestro Señor por manera excelentísima. Mucho tiempo antes de predicarla de palabra la honró con su conducta en este mundo: en la elección de sus padres, en el lugar de su nacimiento, en su huida a Egipto, en las menores circunstancias de su vida oculta. ¿Era posible humillarse y anonadarse más?[292]. Con razón, pues, podrá declararse «humilde de corazón»[293]. Varias veces recordó a sus apóstoles que, aun siendo su Maestro y Señor, se había hecho su siervo[294], y en la tarde del Jueves Santo se dignó abajarse hasta lavarles los pies[295]. Su pasión fue una larga y dolorosa serie de inefables humillaciones, que sufrió sin quejarse, aunque vivamente las sintiese[296]. Cuando se le tributaban elogios, referíalos a su Padre[297]. Su solemne entrada en Jerusalén, aun con haber sido triunfal, fue todavía señalada con sello de humildad[298], y apenas hubo terminado, retiróse Él modestamente a Betania[299]. Ya mucho antes de que hubiese llegado su hora, solía ocultarse para sustraerse a las aclamaciones que las muchedumbres entusiastas le preparaban[300]. ¡Cuánto amó la humildad y qué elogios no hizo de ella! ¡Cuán duramente condenó el orgullo![301]. ¡Qué poco buscó su propia gloria[302], saboreando, en cambio, la más profunda de las humillaciones: la de la ingratitud de las muchedumbres, la del momentáneo abandono de sus más caros amigos, la del fracaso parcial de su sacrificio, la del triunfo y desdén de sus enemigos! Y todo esto lo sufrió por nuestro amor, confusione contempta, según el expresivo lenguaje de San Pablo[303].

Tenía, sin embargo, en mucho su dignidad humana, y fuele prueba acerbísima el verla violada, ultrajada por seres despreciables. Quien no era insensible a una falta de cortesía[304], quien sentía ensancharse el corazón con una muestra de afecto[305], ¡cuánto no debió sufrir al verse abofeteado, escupido, injustamente acusado! Ante los ultrajes, unas veces protestaba altivamente[306], otras se encerraba en majestuoso silencio[307]; otras, en fin, llenaba de estupor a sus mismos jueces por la nobleza de su actitud y por la firmeza de sus respuestas[308].

A la par con su humildad iba la obediencia, que forma también parte integrante del espíritu de sacrificio. Esperemos, pues, hallar en Jesucristo al más perfecto obediente. Desde el principio de su vida pública hasta su último suspiro estuvo sometido a constantes y duras pruebas. Pero ésta es virtud de los fuertes, que han aprendido a dominar su propia naturaleza y a soportar valerosamente las dificultades de la vida, los padecimientos, las adversidades, las injusticias y las injurias. Poseyóla, pues, Jesús en grado soberano, y de ello dio pruebas incontables. Apenas comenzada su predicación, levantóse contra Él oposición fortísima, convertida luego en odio violento, que amenazaba derrocarle y arrastrarle; pero nada le espantó, nada logró cansar su heroica paciencia, que a todo supo resistir[309]. Ni el orgullo de los unos, ni los prejuicios de los otros, ni la ignorancia de las turbas, ni la refinada malicia de los fariseos consiguieron turbar, ni menos aún quebrantar, su animosa serenidad. Sin que fueran bastante a impedirlo la fatiga y el mucho trabajo, estaba de continuo dispuesto a acoger dulce y afectuosamente a los enfermos, a los afligidos, a los curiosos, a los enemigos, a las turbas, indiscretas muchas veces, que acudían a Él. Sus mismos apóstoles, por su lentitud en comprender su misión y sus lecciones, por su ideal mesiánico enteramente opuesto al suyo, le fueron más de una vez ocasión de sufrimiento. Supo advertirles con firmeza, pues era su educador[310], y ya hicimos notar en otra parte, al hablar de los sentimientos de su ánimo, que su paciencia no ha de confundirse con la de ciertas almas bonachonas y sin energía, que más que virtud es debilidad. Durante su pasión señaladamente fue Jesús modelo de valerosa paciencia, como ya lo había predicho Isaías[311]: «Fue maltratado y oprimido, y no abrió la boca. Como cordero que es llevado al matadero, como oveja que no bala delante del que la trasquila, no abrió su boca.» Y San Pedro, en su primera Epístola[312], añade: «Ultrajado, no devolvía el ultraje; maltratado, no maltrataba.» Sentía, sin embargo, el Salvador continuamente una generosa impaciencia, que una vez llegó a expresar con estas palabras sublimes: «Con bautismo es menester que yo sea bautizado, y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!»[313]. Pero también en esta parte sabía moderar los ardores de su alma, y esperar en paz «la hora» marcada en el plan divino, que siempre estaba presente a su pensamiento[314], sin pretender adelantarla con inútil precipitación. Por eso en repetidas ocasiones, en vez de hacer frente a sus enemigos de manera intempestiva, no vacila en alejarse por tiempo más o menos largo[315], para sustraerse a sus asechanzas, hasta que llegase el instante de salirles al encuentro.

Pero otras veces era su amor al recogimiento y soledad lo que le llevaba a retirarse de las turbas, aunque sólo fuese por horas, ya solo[316], ya con sus apóstoles[317]. En el retiro, donde a menudo le veremos entregado a prolongadas oraciones, cobraba su alma nuevas fuerzas. Aprovechaba también estos retiros para educar más holgadamente a los Doce. Es muy significativa en este punto una locución usada por San Lucas[318], pues denota una costumbre propiamente dicha. Varios de los más importantes misterios de la vida de Cristo, como el bautismo, las tentaciones, la agonía de Getsemaní, tuvieron lugar en sitios más o menos solitarios. Y a este amor al retiro asoció siempre Jesús grande amor al silencio, aun en aquellos períodos en que había de multiplicar sus discursos. El Verbum silens de la vida oculta guardó hasta el fin sus hábitos de silencio, y ni una palabra ociosa brotó jamás de sus labios.

Réstanos, por fin, considerar en el temperamento moral del Salvador dos cualidades de orden general: la sencillez y la serenidad, en las que no se ha parado bastante la atención. Nada menos complicado que su carácter, recto y franco. Sus palabras, aun siendo muy de notar desde muchos puntos de vista, carecen de afeites y aderezos que puedan falsear el sentido; son siempre límpidas, como su alma. Lo mismo para con sus enemigos que para con sus amigos procede siempre con lealtad perfecta; así se comprende el horror que le causaba la hipocresía de los fariseos y de los escribas, contra la que no cesaba de protestar[319]. Hubieron de reconocer, como por fuerza, esta sinceridad aquellos taimados que cierto día le dirigieron este interesado elogio[320]: «Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios en verdad sin preocuparte de personas.» Publicó la verdad con celo infatigable, y así pudo, con pleno derecho, decir a Pilato[321] que había venido a dar testimonio de la verdad. Esta verdad hubo de promulgarla bajo formas nuevas, delicadas, difíciles de expresar y de dar a entender; fuele preciso levantarse contra un sistema religioso cuyo tiempo había pasado ya, y contra prejuicios inveterados; tuvo que reformar a un pueblo sometido a la nefasta influencia de hombres poderosos, enseñar dogmas revelados, establecer su propia misión sobre las ruinas de lo pasado; pero su rectitud y su sencillez se juntaron a su valor, y sin dejarse intimidar hizo oír en toda la Palestina el Evangelio del reino de los cielos, y lo que es más, consiguió que lo aceptasen muchos de sus compatriotas. Despreciando la vana y nociva popularidad, siguió derechamente su camino, como caballero sin miedo y sin tacha, atacando el error y el mal dondequiera que los halló. Como dijo San Pedro[322], citando a Isaías[323]: Non inventus est dolus in ore ejus, nadie pudo hallar en sus labios ni palabra mentirosa, ni aserción hecha a la ligera, ni la más leve adulación.

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