Louis Claude Fillion - Vida de Jesucristo

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Esta obra de Fillion está considerada una de las mejores biografías de Jesucristo. Ofrece una visión serena y atractiva de la figura de Jesús, descrita con rigor científico y expuesta desde la fe de un gran exégeta, profesor de Sagrada Escritura y consultor de la Pontificia Comisión Bíblica de Roma. Publicada por primera vez en 1922, ha alcanzado numerosas ediciones tanto en castellano como en otros idiomas y sigue despertando interés en nuestros días.
En esta nueva edición, Rialp reúne los tres volúmenes con un índice unificado, a la vista de su enorme valor exegético, histórico, teológico y patrístico.

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De estas consideraciones claramente se infiere que el Salvador tuvo, pero en soberano grado de perfección, facultades intelectuales análogas a las nuestras, sometidas a las mismas leyes generales que las nuestras, y de las que se sirvió como de preciosos y dóciles instrumentos para el cumplimiento de su misión.

c) La fisonomía moral de Jesucristo

Seríanos preciso recorrer toda la escala de las virtudes y citar la mayor parte de los Evangelios si quisiéramos poner de relieve una por una todas las cualidades morales del Salvador. Nuestra aspiración es más modesta. Nos proponemos simplemente echar una rápida ojeada sobre sus cualidades más características y señalar algunas de ellas según los Evangelios. Un célebre historiador protestante del siglo XIX, decía de Jesucristo: «Nada ha habido en la tierra ni más inocente, ni poderoso, ni más sublime, ni más santo que su conducta, su vida y su muerte... El soplo del mismo Dios alienta en cada una de sus palabras», y también, añadimos nosotros, en cada uno de sus actos. Desde el punto de vista moral, es incomparablemente el hombre más perfecto que jamás haya existido. Nunca ha poseído esta tierra nuestra modelo tan acabado de todas las virtudes, tipo tan excelente de santidad.

Recordaremos ante todo su perfecta santidad. Leyendo atentamente los santos Evangelios, no sólo no se descubre el menor rasgo que pueda suponer en Él existencia de una imperfección, sino que se observa que los escritores sagrados le presentan de continuo como un ser tres veces santo. Ya la madre de Jesús, por insigne privilegio, había sido una excepción a la fatal ley de la caída original que alcanza a todos los hombres por el mero hecho de su nacimiento; pero incomparablemente mayor aún es la santidad personal de Cristo. Quod nascetur ex te Sanctum, había dicho el arcángel San Gabriel a la bendita Virgen[258]. Desde el primer momento de su concepción fue el «ser santo» por excelencia. Nunca se le sorprendió en oposición con el bien; es el tipo perfecto de la santidad. Ya le oiremos reivindicar públicamente, a la faz de sus encarnizados enemigos, esa santidad universal, completa, por este altivo y solemne desafío: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?»[259]. Ninguno de ellos se atrevió a aceptar el reto. Más aún: cuando le condenaron por vía criminal, fueles imposible, a pesar de todos sus esfuerzos y de los falsos testigos a quienes habían sobornado, descubrir contra Él cargo alguno de acusación. Así fue que se vieron reducidos a fundar su sentencia de muerte en el hecho de que se había presentado como el Mesías prometido[260]. También Pilato[261] y Judas[262] proclamaron su inocencia. «No hizo pecado», escribió San Pedro[263], y lenguaje semejante emplea San Pablo[264] cuando dice que Jesús quiso pasar todas las enfermedades humanas: por todas excepto el pecado. Tales testimonios son elocuentes, decisivos.

A ejemplo de los doctores más antiguos[265], podemos mencionar también la inefable virginidad de Nuestro Señor Jesucristo[266]. «Virgen, nacido de una Virgen», escribía San Jerónimo. Y añadía que si Jesús distinguió al apóstol San Juan con una amistad más íntima, fue en parte por haber permanecido virgen[267]. Si fue el más enérgico defensor de la santidad del matrimonio, también levantó bien alto el estandarte de la virginidad[268], debajo del cual habían de alistarse por amor de Él incontables almas puras, para ser ya acá en la tierra «como los ángeles», como los bienaventurados en el cielo[269].

Como base de las virtudes cristianas, estableció el divino Maestro el espíritu de abnegación y de sacrificio, que Él mismo practicó sobremanera, según la expresión de San Pablo: Christus non sibi placuit[270]. Cuanto los hombres buscan ordinariamente con tanta avidez en daño de su eterna salvación —la gloria, la riqueza, el bienestar, la felicidad terrena—, lo sacrificó Cristo generosamente a su vocación, sin duelo y sin reserva. En vano le presentó Satanás bajo formas variadas, seductoras, el señuelo de la satisfacción personal: Él rechaza, con desprecio, la triple tentación. Nunca buscó otro goce que el del deber, entera y amorosamente cumplido, ni siguió otro camino que el del desprendimiento: el camino áspero y estrecho que le condujo al Calvario. De este modo comenzó practicando Él lo que recomendaba a sus discípulos cuando les decía[271]: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame.»

La vida de pobreza que le hemos visto llevar en Nazaret con su madre y su padre adoptivo da ya testimonio de su espíritu de mortificación; pero más pobre aún vivió desde que comenzó a ejercer su oficio de predicador. No obstante la abnegación de las santas mujeres galileas que subvenían en parte a sus necesidades materiales y a las de sus apóstoles[272], más de una vez debió de carecer de lo necesario, pues un día los doce no tuvieron, para aliviar el hambre, otra cosa que algunas espigas recogidas en los campos por donde atravesaban[273]. Lo único que tenía propio eran los humildes vestidos que le cubrían, y los verdugos romanos, sin esperar a que exhalase el postrer aliento, se los repartieron ante su vista. Su sepulcro mismo fue un sepulcro prestado. Muchos de sus dichos nos revelan cuán grata le era la pobreza. La primera de las bienaventuranzas[274] es una cálida felicitación dirigida a los pobres. Su magnífica plegaria, a la que se ha dado el nombre de oración dominical, no menciona sino de paso los bienes temporales[275] y aun esto en forma bien modesta, pues sólo pide el pan de cada día. En diferentes circunstancias mostró lástima de los ricos, a causa de los riesgos a que exponen su salvación eterna[276]. El afanarse por las riquezas, dice, es propio de paganos[277]. Tres de sus más hermosas parábolas, la del rico avariento[278], la del administrador infiel[279] y la del rico propietario cuyos graneros son insuficientes para guardar sus cosechas[280], declaran también el peligro moral que crea la posesión de la fortuna.

Sin embargo, aun viviendo de manera tan desasida, mortificada y pobre, no juzgó el Salvador necesario ni útil practicar la austeridad excepcional de su precursor y de otros judíos contemporáneos. Es interesante estudiar esta actitud suya respecto al ascetismo. La ley mosaica no imponía a los hebreos más que un solo ayuno anual, el de la Fiesta de la Expiación[281]. Después del destierro, las autoridades religiosas instituyeron otros cuatro más, para perpetuo recuerdo de los grandes duelos de la nación teocrática. En la época del Salvador, las personas que aspiraban a una piedad superior a la ordinaria ayunaban con mucha frecuencia[282]. Lejos de prescribir Jesús a sus discípulos ayunos de supererogación, comienza por dispensarlos formalmente de ellos[283], y probable es que Él mismo tampoco los practicase. Ni desdeñaba tampoco asistir, en ocasiones, a comidas que le ofrecían personas acomodadas[284], aunque se tratase de publicanos[285] o fariseos[286], lo cual aprovecharon sus enemigos para lanzar contra Él la ridícula acusación de ser «hombre voraz y bebedor de vino»[287]. Un día asistió hasta a un banquete de bodas[288]. En dos circunstancias distintas[289] permitió que derramasen sobre Él preciosos perfumes. Explícase esto por su plan religioso, en el cual no entraba la imposición de grandes austeridades como regla general a todos los cristianos. Por lo demás, encomendó a sus apóstoles y a los sucesores de éstos el cuidado de organizar en este punto, después de su Ascensión, la vida de la Iglesia. Mas por su parte, especialmente durante los años de su ministerio, inaugurado por un ayuno de cuarenta días, no retrocedió ante privaciones ni fatigas, prodigando sin tasa sus fuerzas, privándose muchas veces del sueño[290], rehusando antes de dejarse clavar en la cruz el brebaje narcótico que hubiera podido aliviar sus horribles padecimientos[291].

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