Louis Claude Fillion - Vida de Jesucristo

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Esta obra de Fillion está considerada una de las mejores biografías de Jesucristo. Ofrece una visión serena y atractiva de la figura de Jesús, descrita con rigor científico y expuesta desde la fe de un gran exégeta, profesor de Sagrada Escritura y consultor de la Pontificia Comisión Bíblica de Roma. Publicada por primera vez en 1922, ha alcanzado numerosas ediciones tanto en castellano como en otros idiomas y sigue despertando interés en nuestros días.
En esta nueva edición, Rialp reúne los tres volúmenes con un índice unificado, a la vista de su enorme valor exegético, histórico, teológico y patrístico.

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Claro está que cuando hablamos de la belleza de Cristo, andamos muy lejos de atribuirle esa belleza muelle y afeminada con que hartas veces le han representado muchos pintores. Era la suya una belleza viril, espiritual, por así decirlo, digna de sus cualidades morales. Nos es, pues, grato imaginarle de fisonomía noble y distinguida, amable y graciosa, grave e inteligente, que inspiraba a la vez respeto y afecto y atraía dulce y religiosamente los corazones. En su semblante se reflejaban el esplendor de su alma, y en cierta manera el de su divinidad.

Faltos de noticias precisas, nada más podemos añadir. Como Constancia, hermana de Constantino el Grande, hubiese escrito a Eusebio de Cesarea pidiéndole su parecer sobre este interesante tema, el sabio Obispo, gran conocedor de la historia eclesiástica hasta en sus menores detalles, le respondió[175] que en Jesucristo hay dos naturalezas: la divina y la humana; que sólo Dios sabe con exactitud en qué consiste la primera; que en lo tocante a la segunda, y en particular al retrato de Jesús, debemos contentarnos con decir con San Pablo[176] que no conocemos a Cristo según la carne. Lenguaje idéntico emplea San Agustín[177]. Si a la singular divergencia de sentimientos que hemos apuntado agregamos el testimonio de estos dos doctores cristianos, ambos renombrados por su ciencia, no parecerá atrevido el afirmar que la Iglesia antigua no conoció el retrato auténtico de Nuestro Señor Jesucristo.

Esto nos obstante, desde el siglo I, y más aún desde el II, los pintores de las catacumbas reprodujeron la imagen del Salvador en variadísimas formas. Sabemos también que, desde muy antiguo, los gnósticos, especialmente los discípulos de Basílides y de Carpócrates, tuvieron retratos de Cristo que veneraban a su modo[178]. Pero a estas imágenes pintadas o esculpidas puede aplicarse esta observación de San Agustín[179]: De ipsius dominicae facie carnis innumerabilium cogitationum diversitate variatur et fingitur. Eran simplemente obras de imaginación, que trazaba cada artista conforme a la imagen que de Cristo se había forjado, sin pretensión de reproducir sus rasgos verdaderos. Más tarde, la leyenda se apoderó de este asunto, como de tantos otros, y citó retratos de Jesús, unos milagrosos[180] y otros compuestos por el evangelista San Lucas[181]; pero ninguno de ellos se remonta a grande antigüedad.

En época menos remota se han hecho descripciones de la fisonomía de Nuestro Señor. Se citan tres principales: la que San Juan Damasceno, en el siglo VIII, insertó en una carta dirigida al emperador Teófilo[182]; la que cierto Publio Léntulo, que se presenta como antecesor de Pilato en Palestina, esboza en un supuesto mensaje oficial, que habría sido enviado por él al Senado romano, y la que se atribuye a Nicéforo Calixto[183], el historiador griego del siglo XIV. Como hay entre estas descripciones cierta semejanza, cabe sospechar que dependen de una fuente común más antigua. La más completa y conocida es la segunda; pero se cree que no es anterior al siglo XII. Hela aquí, según el texto que nos parece más acreditado: «Es de elevada estatura, distinguido, de rostro venerable. A quienquiera que le mire inspira (a la vez) amor y ternura. Son sus cabellos ensortijados y rizados, de color muy oscuro y brillante, flotando sobre sus espaldas, divididos en medio de la cabeza al modo de los nazarenos[184]. Su frente, despejada y serena; su rostro, sin arruga ni mancha, es gracioso y de encarnación no muy subida. Su nariz y su boca son regulares. Su barba, abundante y partida al medio. Sus ojos son de color gris azulado y claros. Cuando reprende es terrible; cuando amonesta, dulce y amable y alegre, sin perder nunca la gravedad. Jamás se le ha visto reír, pero sí llorar con frecuencia. Se mantiene siempre derecho[185]. Sus manos y sus brazos son agradables a la vista. Habla poco y con modestia. Es el más hermoso de los hijos de los hombres.» Si en este esbozo hay rasgos falsos —por ejemplo, los largos cabellos flotantes—, el conjunto del retrato no carece de cierto embeleso ni es indigno de Nuestro Señor, y representa bien el tipo general que ha prevalecido desde hace siglos, y que ha sido reproducido por el pincel o el cincel de tantos maestros insignes.

2. El alma de Cristo

Desde el primer instante en que el Espíritu Santo formó el cuerpo de Nuestro Señor le fue unida un alma semejante a las nuestras, pero de una perfección que apenas podemos concebir. Trátase de ella en varios pasajes de los Evangelios. Algunas veces el divino Maestro mismo o los escritores sagrados la mencionan directamente; por ejemplo, cuando dijo Jesús: «Mi alma está turbada»[186]; «El Hijo del hombre vino a dar su alma como rescate de muchos»[187]; «Triste está mi alma hasta la muerte»[188]; «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»[189], o bien cuando los evangelistas cuentan que el Maestro conoció «en su espíritu» los pensamientos secretos de sus enemigos[190], que gimió «en su espíritu»[191], que se conmovió y se turbó «en su espíritu»[192], que «rindió el espíritu»[193]. Pero por lo común esta santa alma sólo se nos muestra indirectamente por múltiples manifestaciones que vamos a estudiar. Si nada de cierto sabemos acerca del semblante exterior de Jesús, podemos, en cambio, gracias a los evangelistas, formarnos concepto bastante exacto de su fisonomía intelectual y moral, no porque nos den una descripción propiamente dicha de ella, sino porque agrupando los muchos rasgos que ellos citan aquí y allá y sacando de las acciones y palabras del Señor conclusiones que la lógica consiente, llegaremos, sin violencia y sin esfuerzo, a representarnos el majestuoso esplendor de aquella alma y a penetrar en el recogido santuario de sus sentimientos, de sus afectos y de sus móviles.

Pero antes de pedir a los evangelistas los elementos de este análisis psicológico, echemos una ojeada general sobre la perfección del alma del Salvador. Si el cuerpo de Jesús estaba dotado de cualidades excepcionales, como convenía al modo enteramente divino de su formación, con mayor motivo podremos decir otro tanto de su alma, que, sin dejar de ser humana, ofrecía a las miradas del cielo y de la tierra un conjunto de acabadísimas perfecciones. ¡Qué embeleso y cuán gran provecho hallaríamos en estudiarla detenidamente! Pero fuerza es contentarnos aquí con sumarias indicaciones, deseando que nuestro modesto ensayo abra al lector algún nuevo horizonte.

En el Cristo, en este nuevo Adán, cabeza de la Humanidad regenerada, la perfección de la vida interior, de la vida moral y espiritual se elevó a alturas que nunca habían sido ni serán jamás alcanzadas. Por donde tenía derecho a decir a sus discípulos de todos los siglos: «¡Seguidme, imitadme!» De igual manera San Pablo, que tan hondo había calado en el alma de Nuestro Señor, podía dirigir a todos los cristianos esta apremiante súplica: Hoc sentite in vobis quod et in Christo Jesu[194]. Todas las perfecciones del alma, del espíritu, del carácter, se reunieron en esta rica naturaleza, que es verdaderamente la obra maestra de Dios en el orden de la creación y del mundo sobrenatural. Así pudo escribir Orígenes, en un movimiento de profunda admiración[195], que Jesús poseía «un alma bienaventurada y excelentísima», en la que todas las facultades humanas se habían desarrollado en altísimo grado y en perfectísimo equilibrio, constituyendo un conjunto divinamente armonioso, maravillosamente completo, donde no era posible descubrir mancha alguna, y ni aun la más ligera imperfección. En los hombres mejores y hasta en los mayores santos existen debilidades morales al lado de las cualidades más preciadas. Tal vez acaece que señorea la sensibilidad a expensas de la voluntad, y tal otra, que el vigor y agilidad del entendimiento van acompañados de sequedad y aun de aspereza. Todos dejan algo que desear. Sólo el alma de Cristo no conoció defectos, ni arrugas, ni inferioridad de ningún género. Una vez más, diremos que en ella imperaba la armonía de todas las virtudes del hombre ideal.

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