En aquel instante cualquier nimia decisión suponía un dilema crucial: cómo colocar las manos, la postura más adecuada del cuerpo para transmitir seguridad y confianza, la actitud para interactuar con su acompañante, ¿sobriedad cordial o amabilidad mesurada?
Con la espalda erguida y las manos entrelazadas sobre el mantel, miraba a un lado y a otro del salón mientras esperaba que el policía se sentase. Con el rabillo del ojo le observaba minuciosamente —sus gestos, sus movimientos, su entonación—, cómo saludaba efusivamente a una mujer de edad avanzada con atuendo de cocinera que no cesaba de abrazarlo y acariciarle la cara.
Ella disimuló cuando el policía regresó a la mesa.
—Disculpe, quería saludar a la dueña del restaurante.
—Le tiene mucho aprecio.
—Es un cariño recíproco. Hace más de diez años que nos conocemos, pero hacía meses que no me pasaba por aquí. Estoy seguro que le gustará la comida.
Se produjo un silencio incómodo; ella sorbió de su vaso de agua mientras él untaba un poco de alioli sobre una rebanada de pan.
—Bueno, hábleme de usted —propuso el inspector—, prácticamente no nos conocemos…, no obstante serme de gran ayuda.
—Exagera.
—No, de verdad, estoy entusiasmado por el hecho de que haya descifrado la inscripción de la frente. Un gran avance en la investigación que se lo debemos a usted.
—Cualquier prelado podría haberlo hecho.
—Puede, pero fue usted y no otro quien me facilitó esa información y, por ello, repito, le estoy muy agradecido.
Ella bajó la mirada, quizá un poco avergonzada.
—Hábleme de usted —insistió él.
—Hay poco que contar, inspector Velarde.
—¡Víctor!
—¿Cómo?
—Llámeme Víctor, por favor.
—Bien… Víctor…, le decía que hay poco que contar sobre mí; ya le comenté que soy licenciada en Teología y profesora de Derecho Canónico. Desde los diecinueve años pertenezco al Instituto Secular Misioneras Apostólicas del Amor Divino.
—¿Secular? —interrumpió el policía—. El canciller la presentó como la hermana Aurora, como una monja.
—Y, en la práctica, lo soy. Es cierto que no formo parte de ninguna congregación u urden religioso de formato tradicional, con hábito y convento, pero nuestra vocación de vida y entrega a la Iglesia es plenamente equiparable a la condición de monja entendida en sus estrictos términos. Los institutos seculares son una de las últimas formas de vida, de consagración a la fe cristiana, que nacieron para atender las necesidades que la Iglesia encuentra hoy al realizar su misión social. Fueron reconocidos por el papa Pío XII en 1947.
Velarde quedó pensativo.
—Pero…, ¿es una…?
—Soy una monja secular.
—¿Y tienen las mismas…, obligaciones que una monja normal?
Aurora sonrió.
—¿Quiere saber si también profesamos el voto de castidad?
El policía quedó aturullado, sin saber cómo reaccionar, sabedor de su indiscreción.
—Bueno… —carraspeó, azorado.
—Nos consta que la severidad de nuestras responsabilidades u obligaciones pueda sorprender a la mayoría de la gente, más, si cabe, tratándose de un hereje empedernido como usted. A saber qué imagen perturbadora y patológica tendrá usted de nosotras; seguro que nos considera unos bichos raros: mujeres sin voluntad propia e intelecto decadente que reducen su marco vital a abrazar la fe y a una convivencia humilde sin excesos.
La religiosa parecía haber superado la barrera del nerviosismo y la incomodidad, y se atrevía con comentarios jocosos e irónicos.
—Se equivoca. Es cierto que tengo una idea preconcebida de todo lo que envuelve a la religión católica, o a cualquier otra religión, sea la que fuere.
—¿Un prejuicio?
—Un juicio de valor. Es inherente a la condición humana juzgar y valorar las percepciones que nos llegan sobre cualquier materia. Pero no es mi intención participar en disquisiciones o debates tan profundos o sesudos —intentó zanjar el tema de conversación regresando a la pregunta inicial—. Solo pretendía conocer la esencia o la naturaleza de una monja secular.
La religiosa contestó de inmediato, casi de corrido, como si fuese una respuesta aprendida de memoria o expresada en numerosas ocasiones.
—Entregamos la propia vida a la consagración de Cristo y al apostolado de la Iglesia, pero con la plena vocación de una presencia y de una acción renovadora desde dentro del mundo para perfeccionarlo y santificarlo.
—Ya —exclamó, casi de forma inaudible.
Ella sonrió al ver el rostro confuso del policía.
—Hay dos formas de entender la entrega y vocación cristiana: la vida contemplativa, basada en la oración, el recogimiento, el aislamiento de la realidad que nos rodea; es el ejemplo de las órdenes católicas tradicionales que visten sus hábitos y conviven de forma silenciosa agrupados en los conventos o monasterios.
—Sí, las monjas de toda la vida, las que todos tenemos en mente —intervino el inspector para transmitir su interés en la conversación.
—Pero también hay otra forma de consagración de la fe cristiana, quizá más actual, quizá más moderna, que busca comprender las necesidades materiales y espirituales del rebaño de Cristo, y ello exige, indefectiblemente, nuestra presencia, la de las monjas seculares, en todos los estamentos de la sociedad, en igualdad de conocimientos y capacidades que el resto de ciudadanos, con implicación y actitud activa frente a esa sociedad que se pretende conocer. Resumiendo, las monjas seculares hemos elegido servir a Dios desde dentro de la sociedad, no apartándonos de ella; queremos desplegar el evangelio sobre los problemas cotidianos.
—Ahora distingo las diferencias entre ambas formas de consagrarse a Dios.
—Para impartir la fe a nuestros conciudadanos hay que ser como ellos, conocer sus problemas, sus ansias, hay que embarrarse, remangarse, mancharse las manos si hace falta, sudar, sangrar, reír, disfrutar de nuestros trabajos…, siempre junto al resto de creyentes. Esa es la vocación de las órdenes católicas seculares. ¿Lo tiene claro ahora?
Velarde asintió con la cabeza. Iba a responder, pero oyó de nuevo la voz de Aurora.
—Y sí, las monjas seculares seguimos los tres consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia.
Él volvió a ruborizarse.
—Lo siento, creo que he sido muy indiscreto.
—No tiene por qué disculparse. La curiosidad es inherente a un policía.
—Ya. La curiosidad mató al gato.
A ella se le escapó una sutil carcajada que animó a un ofuscado Velarde.
21
La comida entre el policía y la religiosa se desarrolló de forma distendida.
Fueron diversos los temas de conversación. Él se interesó por las rígidas normas de convivencia que suponía trabajar en la archidiócesis, dentro de una jerarquía dominada absolutamente por hombres. Ella le confesó la satisfacción que le suponía el contacto con los jóvenes estudiantes cuando impartía clases de Derecho Canónico en la Universidad de Valencia.
Velarde orilló su habitual corrección y mesura y se esforzó en mostrarse afable, recurriendo a amenas anécdotas profesionales o de su época de estudiante universitario.
Aurora también se despojó de su halo de circunspección y formalidad y adoptó una postura relajada con un lenguaje gestual que denotaba cordialidad. Incluso llegaron a bromear sobre la hipotética conversión de Velarde al clero y su similitud con el escalafón policial y el reparto de competencias.
—Ambos pertenecemos a organizaciones piramidales donde las órdenes se deslizan en cascada. Y en ocasiones ni las entendemos ni las aceptamos, pero no queda más remedio que cumplirlas a regañadientes —aseveró Aurora.
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