Guillermo Orsi
Sueños de perro
© 2004 by Guillermo Orsi
A Estela
A Rubén Tizziani
A Carlos y Charo, siempre
PRIMERA PARTE . Ya nada es igual
La noche en que asesinaron al Chivo Robirosa yo estaba muy tranquilo mirando la tele en casa, tomándome el segundo whisky y paladeando ya el tercero. Cómo iba a imaginar que mientras desde la caja boba tres políticos mediocres le mentían una vez más al pueblo prometiendo dar trabajo a todos y promover la justicia social, a un viejo amigo lo estaban ejecutando de un limpio tiro en la cabeza.
El Chivo Robirosa había vivido sus últimos años en lo que las inmobiliarias ofrecen en alquiler como «departamentos antiguos en San Telmo», aunque en realidad se trate como en este caso de un conventillo en el barrio de Constitución, un edificio achacoso sobre Tacuarí casi esquina Caseros en el que dos por tres desembarca la policía para llevarse bolivianos ilegales y chulos que no tienen su cuota al día con el comisario.
Claro que había conocido épocas mejores, y es lo que más duele cuando los amigos se vienen abajo con toda la estantería: ser testigo de esa lenta derrota después de haberlos visto en su esplendor. No jode tanto la propia, uno se va aceptando de a poco frente al espejo y acaba por entender que nada es definitivo ni importante, todo pasa y el olvido seca pronto las heridas como un viento fresco del oeste. Además, a uno nunca le fue tan bien como para decir que ahora esté francamente peor. Se tienen más años, eso es inevitable, las mujeres y algunos amigos se borran con cualquier excusa y a veces sin ellas. Nada trágico, ni que resista media botella al hilo de scotch nacional.
Lo del Chivo fue distinto. Había sido estrella del rugby, deporte que en un país obsesionado por el fútbol se atribuye a los ricos pero que, sin embargo, se practica bastante entre los negritos del interior. El Chivo era cordobés, de La Calera, uno de los primeros pueblos que coparon los Montoneros en la década del setenta, él tenía veinte años y nunca entendió muy bien qué buscaban aquellos tipos armados hasta los dientes, de los que después todo el mundo habló y que Perón echó de la Plaza cuando fue presidente por tercera vez, poco antes de morirse. Lo único que le interesaba al Chivo era el rugby, jugaba de primera línea o algo así, las reglas de ese amasijo humano son un completo misterio para mí, sólo sé que se empujan y se revuelcan y que, cuando alguno se desprende del montón, todos en la cancha gritan y alientan al solitario corredor que no para hasta llegar al fondo de la cancha o hasta que lo derriban abrazándole las piernas. Pero era bueno, decían los que saben y lo decía él mismo a cada rato. Fuerte, aguerrido, un toro entre los fémures de los otros jugadores, más bien retacón y muy moreno, pegaba gritos bajo las bolas y entre las rodillas de sus compañeros y el amasijo le obedecía como un animal de circo hasta que él salía disparado hacia el fondo de la cancha, ovación de la tribuna y try, que se pronuncia «trai» y es la coronación de una jugada exitosa.
Tan bueno era jugando con esa absurda pelota ovalada que un día lo descubrió un entrenador italiano y se lo llevó a Florencia, después de hacerle firmar un contrato en liras que sacó al Chivo de la pobreza por casi todo el resto de su vida. En Italia jugó como profesional media docena de años, hasta que un africano se le cayó encima y le partió la clavícula, obligándolo a renunciar en mitad de la temporada y en la plenitud de su carrera, cuando le quedaban por lo menos dos años de estrellato asegurado.
Volvió enyesado y con un buen montón de pasta en el banco. «Ese caníbal me salvó la vida -dijo por el africano cuando fuimos a buscarlo al aeropuerto -al quebrarme la espalda en la cancha, evitó que cualquier día un resentido me rompiera la cabeza en algún callejón.» Nos contó que la camorra se la tenía jurada porque se había negado a ser transferido a un equipo de Nápoles. «Los italianos del sur se cagan a tiros entre ellos y yo en Florencia aprendí a vivir en contacto con la más refinada belleza del Renacimiento -dijo con sus apestosos humos de serrano venido a más-. Ahora tengo plata y me voy a dedicar a los negocios», anunció.
Debió irle bien porque dejó de frecuentar a sus amigos de la pobreza. Se instaló en un departamento de Recoleta y, aunque me dio el teléfono, me harté de llamarlo y de dejarle mensajes en el contestador automático a los que jamás respondió. Alguna vez hasta apareció en los diarios, fotografiado en reuniones de empresarios, sentado muy cerca del presidente de la nación y mencionado en los epígrafes, junto a otras celebridades, como «José Alberto Robirosa, importador y exportador». De qué, nunca lo supe y difícil ya que me entere, ahora que palmó en un inquilinato de verdadera mala muerte.
«Vieja gloria del rugby asesinado de un balazo», anuncia el titular de Crónica junto a una foto de cuando el Chivo triunfaba en Italia, el más chiquito y negro en un equipo de ursos rubiones que debieron sentir su cuota de desprecio por ese habilidoso sudamericano que se les escurría entre las gambas y al que nadie paraba hasta convertir bajo los palos.
Me enteré de la noticia y llamé a Charo para darle el pésame, pero Charo me desayunó con que no vivía con el Chivo desde hacía quince años. «Era un triste ejemplo para los chicos, Mareco, ese desgraciado no paraba en casa -dijo con alguna pena que le estranguló la voz, aunque también pudo ser una retroactiva indignación-: tragos desde la mañana temprano, mujeres que lo llamaban en mis narices, coca a discreción, se patinó todo lo que había ganado en Italia, tomaba y se daba tanto que en los últimos tiempos se le trababa la lengua y de vida íntima ni hablar, un desastre. Agarré a los chicos y me fui a lo de mi madre en Chascomús. Le dejé una carta, pero no sé siquiera si la leyó porque jamás llamó ni vino a vernos. No me extraña que haya terminado de esa manera, alguna deuda, seguro. Se salvó de la camorra italiana pero debió meterse en negocios turbios con los mafiosos de acá».
Cómo cambia la vida de un jugador de rugby cuando un africano le destroza la clavícula. Supongo que lo mismo le sucedería a un concertista si le aplastaran los dedos con la tapa del piano: el hedonismo aparece entonces como la fórmula mágica para reemplazar al arte, y el Chivo era después de todo un artista, un creativo nato al que el público admiraba y los demás jugadores soportaban porque les hacía ganar partidos y cobrar los premios, pero en el fondo de sus embarrados corazones coincidían con la camorra en querer verlo muerto.
Esa presión debió sentirla el Chivo en cada jugada y hasta en su vida cotidiana tan lejos del barrio y de la Argentina, un cordobés que chapuceaba el italiano sin perder la tonada, chiquito y negro y jactancioso pero por dentro un tipo sensible, un melancólico que extrañaba las siestas y las partidas de truco en el boliche de La Calera, las guitarreadas, las perfumadas noches de serenata en que salía con los vagos a regarle los sueños a las bonitas del pueblo. «Es lo que más se sufre, Mareco -me contaba en sus cartas de recién llegado a Florencia-, acá todo el mundo se acuesta temprano, las ventanas de las casas parecen tapiadas y en las calles no quedan ni los gatos, si hubiera toque de queda habría más gente. Y vos sabés que a las minas nunca las conquisté con mi cara de galán, precisamente. Necesito cantarles para que me den bola. Acordate de cómo me levanté a la gallega: cantándole una zamba del Chango Rodríguez y recitándole con música de fondo unos versos de Neruda que vos me copiaste de Marcha, ese pasquín uruguayo y comunista que comprabas en los quioscos del centro.»
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