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Guillermo Orsi: Sueños de perro

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Guillermo Orsi Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió. Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas. Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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Y yo, que había pensado mal de la Pecosa. Sin mirarme a los ojos, sin saber siquiera si existía, ya me calentaba de esa manera.

El Chivo siempre había sido bueno para elegir sus relaciones. Acertaba con el afecto, como un buitre con el cálido corazón intacto en medio de la carroña. No lo imaginé nunca con mujeres frígidas, aunque no sé qué hizo de su vida después que dejó el rugby.

Buscame, rogó la Pecosa, pero dónde. La comunicación se había cortado y no volvió a llamar.

Me di una ducha, encontré al peón del taxi en la parada de siempre -Avenida de Mayo y Piedras- y le di el auto para la vuelta nocturna.

– El primer viaje lo hago yo -le dije-, llevame a Tacuarí y Caseros.

4

Quien conozca Buenos Aires sabe que las avenidas De Mayo y Rivadavia la cruzan de este a oeste como el muro a Berlín, antes de que lo tiraran abajo. El obelisco, la Recoleta, el barrio norte y el puerto reciclado, la vidurria de los restoranes, las librerías de Corrientes con Joyce, Faulkner y Kafka por un peso, el Colón con Pavarotti o Plácido Domingo que cobran fortunas por trinar en el Tercer Mundo y la sinfónica nacional o el ballet estable currando todos los días y casi por nada. Ciudad engreída y pretenciosa por un lado, Berlín oeste. Y desolada por el otro, oriental sin comunistas. Oriente que para colmo es sur, paredón y después, final sin sorpresas, esa clase de abandono que hasta deja tiempo para la melancolía, como un bandoneonista al que un infarto acuesta de a poco sobre el fueye.

Tacuarí y Caseros, puterío con categoría de hotel para familias, no era el mejor lugar para hacer un examen de conciencia.

– Tenga cuidado -me aconsejó el peón del taxi cuando llegamos, como si le importara.

Planta baja y dos pisos, sin puertas, un pasillo mugriento y oscuro donde a lo mejor a comienzos de siglo hubo alfombra roja. El Chivo tenía razón, gritos y olores saturan esos inquilinatos sin verdaderos inmigrantes, colmados de hermanos latinoamericanos sin agallas para convertirlos en conventillos de buena ley.

Encaré como si fuera de la casa, aunque sólo tuviera la descripción seguramente fantasiosa de la crónica del diario. Por la mitad de la escalera hacia el primer piso se me cruzó una gorda desaliñada, un coágulo de pura grasa transpirada preguntándome qué busca. Le dije que allí había muerto un amigo y que, como según su testamento me había dejado algo, venía a ver si lo encontraba en la que había sido su pieza.

– ¿Cómo sé que no es poli?

Ocupaba, increíblemente, casi toda la luz de la escalera. Para pasar, tendría que haberme sumergido en ese pozo ciego adiposo, abrirme paso entre sus carnes como si estuviera naciendo de nuevo a los cincuenta y siete. Preferí hacerme amigo de la gorda.

– Lo sabe, simplemente -dije sonriendo.

– Tiene razón -aceptó, halagada porque le reconocieran su olfato-, los polis apestan.

Giró despacio, resoplando, y me dijo que la siguiera.

– Aunque a esa pieza la ocupan ahora dos familias de bolitas. Si había plata de su amigo ahí, despídase.

– De todos modos era poca -la consolé.

– Tratándose del Chivo, un cambio de cien ya sería una fortuna -dijo la gorda.

Se detuvo frente a la puerta de la habitación y la abrió de un saque, estilo Gestapo.

– ¡Afuera! -les gritó a los bolivianos que, amontonados en dos catres como cubanos sobre sus balsas, estaban comiendo con la mano albóndigas con puré-. ¡El señor viene a revisar!

Nadie protestó. Salieron mirando al piso, dos hombres con sus mujeres y media docena de chicos, callados y en fila, masticando las albóndigas.

– Mire bien -dijo la gorda, severa-, a ver si estos ladrones no se quedaron con algo.

Escuché un murmullo a mis espaldas mientras entraba, le reclamaban a la gorda que los llamara ladrones pero el rezongo sonaba como un rezo, las eses afiladas por el odio, aunque al mismo tiempo el miedo les apretara las mandíbulas.

Me dio un poco de asco revolver en esos hatos de ropa tirados en el piso o arrugados en valijas de cartón, asco por el olor y la mugre, y asco por mí mismo. Esa gente debió vivir con alguna dignidad en las afueras de La Paz o de Oruro, y hasta en los húmedos arrabales de Santa Cruz de la Sierra. Sin embargo estaban en aquella mazmorra, encandilados por quién sabe qué promesas de subterránea prosperidad. Difícilmente reconocerían ante el espejo su estirpe de indios secos y misteriosos, humillados por una ciudad extranjera opresiva y racista de la que, en ese momento, la gorda había asumido su rol de sacerdotisa.

– No se preocupe, son ilegales -me dijo al oído con su aliento a cebollas-, un perro vagabundo tiene más papeles que éstos. ¿Encontró algo?

Encontré una foto. Los bolivianos le habían puesto un baúl encima y el papel se había quebrado. Pero ahí estaba, aunque fracturada, la sonrisa joven y la mirada limpia del Chivo.

– Mi amigo -me ufané ante la gorda-. El estilo de campeón nunca se pierde.

– ¿Eso buscaba?

No le confesé que buscaba mil quinientos dólares en efectivo porque se me habría reído en la cara. Le hablé, en cambio, de Gloria la Pecosa. No hizo falta que la describiera, parecía conocerla bien.

– Buena piba -resopló mientras con un gesto les daba permiso a los bolivianos para volver a entrar-. No tan puta como ella cree porque se enamoró de ese carcamán, lo tomó de padre, qué sé yo: hay hembras jóvenes que se mojan por un viejo verde.

– Yocasta.

– ¿Yoqué? -reculó la gorda.

No era ése el lugar, la oportunidad ni la interlocutora para hablar de Sófocles. Guardé la foto del Chivo y le di diez pesos a la gorda, sin sospechar que iba a retribuirme con un beso pegajoso en la mejilla, demasiado cerca de la boca.

– Estoy tan poco acostumbrada a tratar con gente -dijo a modo de despedida y homenaje.

5

La excursión al inquilinato me había quitado el sueño y me había despertado la curiosidad por la herencia del Chivo. Decidí buscar a la Pecosa.

– Ronda mucho por la avenida Brasil y laterales, zona de hoteles no precisamente cinco estrellas -me había orientado la gorda. -Usa minifaldas muy cortitas y blusas de encaje ajustadas.

– Si es una puta no va a andar vestida de carmelita.

– Pero aunque anduviera, todo le queda bien, parece una modelo de las que almuerzan con Mirtha Legrand o salen en la tapa de la revista Gente. Y casi no se pinta, es muy joven.

En mi juventud me ufanaba de no haber pisado nunca un prostíbulo, aunque ya crecido descubrí que no pagar por lo que a uno le gusta es pura soberbia, una tara congénita de pequeñoburgués intoxicado con Marcuse. El sexo va por las calles como barquitos de papel por las alcantarillas: zarpa con gallardía, despedido por multitudes entusiastas, y termina sus viajes estrujado y solo, encallado en alguna pieza barata o aplastado en el asiento de un auto. Buenos Aires es además una ciudad hipócrita donde las putas navegan todavía algo escoradas, de refilón contra las paredes o atracadas en los zaguanes, la policía las molesta demasiado para que puedan ir de frente y negociar al sol, sin miedo al chantaje, a la confiscación grosera o a la violación en la comisaría, sin derecho al pataleo. Porque sí, además. Porque justo esa noche el comisario no tiene ganas de negociar.

Identificar a Gloria la Pecosa no fue fácil. Tuve que caminar cuadras y cuadras por esas tensas veredas del paraíso, vigilado por ojos de gato que desde el filo de la medianera ven pasar al ovejero jadeante y torpe. Caminar, además, como si aquello fuera lo mío, lo de todos los días, como un pescador avezado que ni respira para que la trucha, feliz aunque desconfiada entre los espejos de agua de un río de montaña, muerda los colores tramposos del anzuelo.

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