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Guillermo Orsi: Sueños de perro

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Guillermo Orsi Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió. Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas. Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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»Pero aquello era un asco. Al gordo Fabrizio lo habían achurado, con una saña de aprendiz de matarife o practicante de cirugía que todavía hoy me revuelve las tripas recordar. En su cama, desnudo, boca abajo sobre las sábanas empapadas en sangre, como si le hubiera pasado un tractor por encima. Imaginate la escena, si podés: yo, parado en la puerta del dormitorio, mirando despavorido aquel estropicio y con la plata de la recaudación del día en el bolsillo, dos mil trescientos cincuenta y cinco mangos. Ya sé que es poca guita para un tipo como vos que vive en Belgrano y paga doscientos mangos solamente de gastos. Pero yo como seis meses con lo que vos gastás en un mes de impuestos, Mareco, a ese extremo de miseria he llegado. Y si la policía me encontraba con esa plata encima me encerraban y, después de afanármela y de destrozarme a palos una semana seguida, recién hubieran llamado al juez para darle barniz legal a la carnicería.

»Me escabullí sin tocar nada, hasta la tele quedó encendida. Pensé en volver al conventillo para no despertar sospechas pero me dije: qué boludo, si el treinta por ciento de lo que le llevo a Fabrizio se lo queda el comisario, todos saben en qué ando y lo primero que van a hacer es ir a buscarme.

»Pasé esa noche en la suite de Sagarra y el boxeador, bajo la autopista. Sagarra ahora de viejo se la come y el púgil es su amante, tuve que soportar sus puercas escenas frente a mis narices, besos y manoseos a la luz de una fogata que alimentaban con los tetrabricks que iban vaciando, qué ganas de vomitar. Menos mal que el viento sudeste soplaba fuerte esa noche y por lo menos barría los olores de ese par de tórtolos de pesadilla. Apenas amaneció los dejé, abrazados y borrachos, habían tomado tanto tinto peleón que por los siguientes dos o tres días fue fiesta nacional en sus cerebros.

»Viajé a Mar del Plata. Tomé un costera criolla que salió a las siete de la mañana y entró en todos los pueblos. Al pasar por Chascomús me dije: ¿y si bajo? Capaz que Charo se vino con los pibes. Dos lucardas en el bolsillo son suficientes para vivir un mes creyéndonos todos que papá ha vuelto a casa. Pero echar un vistazo al pasado puede ser peor que asomarse al dormitorio de Fabrizio: me hice un ovillo en el asiento del ómnibus, vi pasar por la ventanilla los chalecitos, las calles arboladas, adiviné ahí afuera el orden fragante de los jardines, el aire dulce y húmedo que a veces viene de la laguna, cerré los ojos y dormí hasta Mar del Plata.

»Y aquí estoy, Mareco. Alquilé una pieza, seis mangos por día, cerca del puerto. Me hace bien el olor a pescado, el viento del mar me da ganas de vivir un poco más. No vine de vacaciones ni voy a quedarme acá, pero en Buenos Aires me andan buscando. Gloria la Pecosa, que si te encontró en la guía te habrá llamado para darte esta carta, me contó que tras la muerte del traficante apareció un patrullero por el conventillo, a la mañana, sin aspavientos ni despliegue. Preguntaron por Rodolfo Robirosa, nada más, como para certificar un domicilio, y como se le dijo que no estaba, los canas se fueron tranquilos. Y esa misma noche, dos de civil. Los mismos buenos modales, según me contó Gloria por teléfono hace un rato.

»Tengo miedo, míster querido. Me quedé sin amigos, en estos últimos años fueron saltando del bote, vos sabés. Mi vida no vale nada, soy consciente, pero es lo único que tengo. No arruiné a nadie para hacerme rico, en eso estoy tranquilo, más bien jodí a unos cuantos por volverme pobre. Mis negocios fueron un desastre, creí que para pasarla bien alcanzaba con pagar unas copas a los amigotes y tener alguna minita querendona que no me exigiera relación de dependencia. A Charo, sí: le estropeé la vida. Pero me pedía demasiado. Creo que cuando ese negro caníbal me partió la clavícula en Italia, también se me rompió algo más adentro, ya no pude querer a nadie, ni a mis propios hijos. Charo hizo lo suyo por separarme de los pibes, no es inocente, pero en todo caso se quedó esperando que yo cumpliera un juramento que debí hacerle cuando viajé a Italia por primera vez, con el contrato en dólares. No sé qué le dije, ya me olvidé, pero no es difícil, con la omnipotencia que da la guita, imaginarme haciendo promesas como un político en campaña.

»Se me acaba la paciencia para seguir con esta carta, Mareco, no soy escritor, soy un tipo de acción al que expulsaron hasta del banco de suplentes y es tiempo de descuento. Con esta carta, Gloria la Pecosa va a darte una luca y media. Sos el único amigo que me queda y también el único, además, a quien Charo respetó siempre, no sé por qué carajo, a lo mejor estaba enamorada de vos, viejo atorrante, pero a esta altura qué importa si me metieron los cuernos. Llevale esa guita, que no es nada, pero seguro que le sirve. Tiene deudas, estoy seguro, la hipoteca, gastos todavía con los pibes, la madre vieja. La vida de cualquiera se va llenando de sombras cuando pasan los años. Haceme ese favor, aunque haya pasado tanto tiempo sin vernos. Ojalá Gloria la Pecosa encuentre tu teléfono en la guía, te perdí el rastro pero no debés andar muy lejos, siempre fuiste un tipo sedentario, no te veo jugando al exilio, hablando de tú y criticando a los argentinos, como tanto pajarraco austral suelto por el mundo que aprovechó la dictadura de Videla para mostrar la hilacha.

»Gloria la Pecosa no tiene pecas pero se las pinta cuando trabaja. Es joven y linda, si está arruinada no se le nota. Dice que me quiere, por el edipo no resuelto, claro, y porque la divierto a pesar de que le cuente siempre lo mismo, el replay de mis mejores jugadas. Chau, míster. A lo mejor todavía nos vemos, qué sé yo.»

3

Ya no volveríamos a vernos, estaba claro. Y la herencia del Chivo brillaba por su ausencia. Aquella carta alborotó el altillo donde mis neuronas duermen en rincones llenos de polvo. Como una corriente de aire irrumpiendo en un lugar estancado, en un depósito de arrugados recuerdos.

Lo habían matado por nada, si su historia era cierta. Por quitarse de encima a un probable testigo que sólo recordaba a otro cordobés como él contando chistes en la tele y la imagen del cuerpo despanzurrado de un distribuidor de barrio, un minorista.

Todo ese día y el siguiente me quedé esperando a que apareciera Gloria la Pecosa, o cualquiera que me explicara qué hacía el Chivo en su departamento antiguo de San Telmo la noche en que lo borraron, por qué había ido a meter la cabeza en la boca del león cebado. Pondría la luca y media de mi bolsillo y se la llevaría a Charo, decidí al final del día después de haber recibido la carta: «Te dejó esto -le diría-, no era tan mal tipo el Chivo». Y aunque putease, de nuevo indignada y más sola que nunca, la gallega tal vez guardaría de ese supremo atorrante una memoria menos turbia.

Mientras tanto, seguí trabajando. Daba vueltas por medio Buenos Aires con el taxi y con cada pasajero sufría una absurda decepción. A lo mejor esperaba verlo todavía en una esquina, más joven y entero, haciéndome señas para darse una vuelta conmigo. «¡Míster Mareco!, ¿qué hacés de taxista? A vos también te dieron duro, ¿eh? Llevame al centro, dale. Voy a culearme a una gringa que me hace feliz.»

Me parecía mentira que con tanto desahuciado suelto, tantos descosidos que cuelgan de los hilos porque no hay alma piadosa que se atreva a cortárselos, le hubiese tocado a él, sobreviviente nato, náufrago por naturaleza de este país que se fue a pique hace rato sin que nos diéramos cuenta.

Cuando volví a casa, en la tarde del tercer día, encontré el llamado en el contestador.

«¿Mareco?», preguntaba como acariciando una voz de mina. «¿Mareco? Contestá si andás cerca… ¿Mareco?» Una pausa y un suspiro de impaciencia: «Soy Gloria, Mareco. La carta que recibiste no te la mandó el finado». Una risita pequeña, de muñeca a la que se le aprieta el ombligo de plástico: «Tengo algo para vos, Mareco. Buscame».

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