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Guillermo Orsi: Sueños de perro

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Guillermo Orsi Sueños de perro

Sueños de perro: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió. Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas. Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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– Vámonos de aquí -ordenó Gloria. Se había duchado y estaba a mi lado, junto a la barra, tomándome del brazo, fresca y perfumada.

Y pecosa.

7

Fuimos a su departamento, un coqueto dos ambientes sobre la avenida Montes de Oca, a dos cuadras del Parque Lezama, en el que convivía con una serenata de ronquidos tras la puerta cerrada del dormitorio. Me explicó, mientras preparaba café, que se trataba de un tal Fabio, con quien compartía las expensas pero no la cama.

– Fabio es camionero y duerme aquí una vez cada quince días; el resto del mes se lo pasa por las rutas. Dice que la Patagonia es como el patio ventoso de una cárcel: de un lado, el mar, y del otro, la montaña.

– Mucha gente va a la Patagonia buscando la libertad -dije.

– La gente dispara para donde la dejan, como el ganado en el arreo. Nadie elige su destino, Mareco. Todo está escrito.

Amaba tan fuerte como cantaba, la Pecosa. Me hundí en ella antes de que el agua para el café hirviera y después hubo que acabar de urgencia para que, al apagarse el fuego con el agua que desbordaba de la pava, el gas no nos hiciera aparecer al día siguiente como dos suicidas pelotudos. Ventilamos abriendo de par en par las ventanas del living y de la cocina; mientras el gas se disipaba, se abrazó a mí, desnudos los dos y parados junto a la puerta de la cocina. Revolviéndole el pelo que me hacía cosquillas en el pecho escuché su pedido de que no le hiciera preguntas dolorosas. No hubiera podido, de todos modos, porque ni siquiera supe qué clase de preguntas hacerle.

Durante casi veinte años la vida del Chivo había sido un completo misterio para mí. El dolor, que seguramente existió, fue una materia extraña y remota, inaccesible por lo menos esa noche en la que hubiera preferido no haberlo conocido, creer que esa mina era mía por derecho propio, porque me la había ganado, y no el reflejo de otra historia, una imagen capturada en el aire como una mariposa.

Elogió mis esforzadas erecciones con conceptos de maestra de escuela ensalzando la mejor composición tema la vaca del grado. Me habló después de Rabindranath Gore Fernández, algo parecido a un gurú, nacido a mitad de camino entre Bombay y Villa Fiorito, y a quien ella y el Chivo habían ido a consultar un par de años atrás.

– El Chivo siempre andaba buscando a alguien que le devolviera la paz -dijo, sentada en bolas a lo buda sobre la alfombra, mientras fumaba y me acariciaba el sexo como se atiza una brasa para sostener por lo menos su mortecina lumbre-. Parece que la pelea con él mismo era muy dura y antigua.

– Puede ser -admití-, a nuestra edad, eso es lo más común. ¿Qué les dijo el gurú?

– Que nos cuidáramos del sida. Y que el amor no se hace por placer sino para restablecer el equilibrio de los cuerpos y salvarse del vacío al menos por un rato. «No llueve cuando la presión es alta -dijo-, el cielo en esos días es luminoso y diáfano, el día es perfecto.»

– Estabas enamorada, entonces, o algo así.

La Pecosa sonrió, conmovida por mi ingenuidad.

– «Algo así» -dijo, tirando de mi pájaro como de la válvula de una esclusa.

– De un viejo pobre, de un fracasado -me ensañé.

Siguió tirando, suave, sabia y oportuna como la lluvia, diciéndome sin palabras que toda vejez es fracaso, que el tiempo nos desnuda y quema nuestras ropas, y ya no hay chance de volver a esconderse, a disimular, a ser otro.

– El Chivo no le tenía miedo a la muerte -dijo-, pero no le busqués la vuelta, no te compliques. Lo que te contó en esa carta es cierto, él no jodía a nadie. Lo mataron porque estuvo donde no debió estar. Como a un perro que se cruza en la ruta cuando viene un auto a ciento cuarenta. No pudieron esquivarlo.

La Pecosa fue a buscar la plata. Antes, se lavó las manos en la pileta de la cocina y sacó el dinero de un tarro de yerba. Mil quinientos, intactos.

– Todos sus bienes -dijo, dándome el rollito de billetes de cien pesos-. No creo que a la viuda le sirva para mucho. No sé cómo llegó a eso, francamente no lo sé, Mareco -agregó después, cuando yo estaba ya vestido y afuera amanecía, un resplandor gris contra el paredón del edificio vecino recortado en la ventana del living-. Él preguntaba lo mismo pero nadie te contesta esas preguntas. Como si vos buscás una calle cercana y la gente te indica cómo llegar a otra, en el culo del mundo, al otro lado de la ciudad.

Le di un beso en la frente antes de irme. Frente al edificio estaba estacionado el camión que manejaba su compañero de departamento, un semirremolque con cámara frigorífica. A cuántos perros les habría pasado por encima sin que Fabio el patagónico levantara siquiera el pie del acelerador.

– ¿Puedo volver a verte? -le había preguntado a la Pe cosa antes del beso paternal.

– Pero en la calle -se atajó, empujándome suavemente al palier. Su cuerpo parecía vibrar bajo la bata de seda con que se había cubierto para acompañarme hasta la puerta, los senos pujaban por abrir el escote que ella cerraba con la mano izquierda bajo su cuello para protegerse de la corriente de aire-. Para amores sin salida, con el del Chivo tuve bastante.

«Patagonia soñolienta», había escrito el camionero sobre las puertas de su semirremolque. Pensé en esos desiertos por los que iba y venía transportando carnes congeladas, a un lado el mar y al otro la montaña, al sur el frío y al norte nada, otro desierto pero lleno de gente que mira para otro lado. Otro ventoso patio carcelario, lo que llaman Argentina. Eternidad desolada y sin visitas.

– Mala noche -me descargó a modo de saludo el peón del taxi, cuando lo encontré a las seis de la mañana en avenida de Mayo y Piedras-: me asaltaron, se llevaron el coche y toda la guita.

8

Rutina. La denuncia policial, los trámites en la compañía de seguros, la aparición del auto dos días después con algunas abolladuras y sin la radio, de nuevo en la calle y a currar dos horas más por día para tratar de recuperar lo perdido. Rutina también la llovizna de los días borrando las huellas que nos comprometen, que indican que venimos, a veces, de algún buen recuerdo, de una hora en algún lugar que valió la pena.

No tenía ganas, sin embargo, de buscar a la Pecosa en sus lugares de trabajo. En el fondo de mi corazón destartalado pretendía que fuera ella quien volviera a llamarme, oír su voz en el contestador convocándome a seguir el juego. Pero entraba en casa y en el contestador los mensajes de siempre: un par de amigos invitándome a ir de pesca el fin de semana, mi hermana preguntando si estás de novio que no aparecés ni hablás por teléfono tus sobrinos quieren verte, y el llamado estimulante de mis hijos, uno, para anunciarme que abandona el bachillerato, y el otro, que quiere hablar conmigo de hombre a hombre.

– Tenés que saberlo, viejo, y tengo que ser yo quien te lo diga, no es fácil para mí, son cosas que pasan.

Lo escucho como si se tratase de una conversación ocasional en el asiento de al lado del metro, se me debe notar escandalosamente la cara de póquer que pongo cuando la realidad me supera porque Gustavo se queda esperando a que reaccione como si me hubiera desmayado. Como si le resultara imposible deducir que mi mirada vidriosa es de puro estupor.

– Las cosas que pasan me están pasando todas a mí últimamente. Primero, matan a un amigo en desgracia, lo matan como a un perro, y en vez de salir a vengarlo o a buscar justicia me enamoro de la hembra con la que mi amigo había compartido un amor chacabuco pero cierto. Pero la hembra no quiere verme a deshoras, por si fuera poco es puta y canta tangos en un tugurio de la avenida Brasil.

– Deberías vender el taxi -es el consejo del hijo que vino a hablar conmigo de hombre a hombre-, o tomar a otro peón que cubra tu turno. Es un trabajo peligroso. Tenés la jubilación del banco, el alquiler de la casa de Flores, con eso podés vivir tranquilo y pagarle los alimentos atrasados a mamá.

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