10
Abrió la puerta enérgicamente.
Una voz femenina le saludó.
—Hola.
Valverde no le devolvió el saludo.
Quedó sorprendido por la mujer que se hallaba frente a él. Era joven, pero con un atuendo sofisticado y provocador.
Vestía un jersey o vestido corto de punto, de color púrpura y ceñido al cuerpo por un ancho cinturón de cuero negro con ornamentos metálicos. Sobre el jersey, un chaquetón de piel, de color negro. Botas altas de color granate. Y le cubría la cabeza una coqueta boina rosa.
El policía se apercibió de tres grandes collares de distintas extensiones que colgaban de su pecho. En uno de ellos pendía una cruz metálica con incrustaciones de cristal.
Su melena era corta, rubia; y sus ojos azules y expresivos.
Sus carnosos labios estaban pintados de rosa.
Era extraordinariamente hermosa. Por eso tenía Velarde la certeza de que nunca antes la había visto.
11
—Soy la vecina de arriba. Me he dejado las llaves dentro de casa y no me apetece esperar a mi madre sentada en la escalera. ¿Puedo esperarla aquí, en tu piso? No creo que sea más de media hora.
—Claro, claro —reaccionó, Velarde, de forma timorata—. Pasa.
Y la joven se dirigió al salón.
—Anda, siéntate en el sofá. ¿Quieres algo de beber?
—Sí, gracias, una cerveza; al igual que tú.
Se quitó el chaquetón y lo lanzó sobre el respaldo del sofá.
Es entonces cuando Velarde pudo apreciar la cortedad de su vestido y la esbeltez de sus piernas.
Le entregó la cerveza y un vaso.
Ella se sentó en el sofá y cruzó una pierna sobre otra, mostrando lascivamente sus muslos.
—¿Ibas a cenar?
—Sí. ¿Quieres que te prepare algo? ¿Te hago otro bocadillo?
—¿Y si compartimos este?
Velarde regresó con un cuchillo. Y se sentó en un butacón, junto al sofá.
—¿Y dices que vives en este edificio? Es la primera vez que te veo.
—Porque nunca estás. Sales temprano y siempre vuelves tarde.
—¿Has sido tú quien ha llamado antes al timbre?
—Oh, sí, perdona. Pero después de llamar, oí el ascensor y creí que era mi madre.
—¿Y…, por qué yo?
—¿Cómo?
—De todos los vecinos que hay, ¿por qué me has elegido a mí?
Ella se quitó la boina con extrema lentitud, casi de forma teatralizada, y la dejó sobre el chaquetón.
—La portera me dijo que eres policía; de esos que no llevan uniforme. He pensado que era una buena ocasión para conocerte.
La joven le ofreció medio bocadillo.
—Toma.
Y comenzó a comer de su mitad.
—Está muy bueno —farfulló, ella, con la boca llena.
—Le pongo bastante queso a la tortilla y unto el pan con mahonesa.
—Pues está delicioso.
—¿Qué edad tienes? —preguntó el policía, con inusitada curiosidad.
—¿Cuantos años me echas?
—El maquillaje y esa ropa sofisticada enmascaran tu verdadera edad. Pero no creo que tengas más de veintitrés años.
—Vaya, eres un buen policía. Tengo veintidós.
Y dio un nuevo mordisco a su medio bocadillo.
—¿Estás viendo una obra de teatro?
—Sí.
—Parece un tostón; están encerrados en una sala y no paran de hablar.
—Es lo que tiene el teatro.
—A mí me aburre.
—Es cuestión de ponerle interés; de abrir la mente y estar dispuesto a aprender y a disfrutar. ¿Sabes de qué va esa obra?
Ella negó con la cabeza.
—Es la deliberación del jurado en un juicio por homicidio. Al inicio, todos los miembros quieren acabar pronto y coinciden sobre la culpabilidad del acusado, a excepción de uno de ellos, que propone debatir todos los aspectos del juicio. La tensión que provoca el obligado encierro, las disputas y los ataques personales, unido al sofocante calor del verano, provocará que afloren los prejuicios y las miserias de los miembros del jurado.
—Sí que parece interesante, tal y como lo cuentas, pero, por ahora, lo que más me atrae es la música y el cine americano.
—¿Estudias?
—Sí, en una academia para modelos.
—Vaya; el mundo de la moda, de los desfiles, de las sesiones fotográficas…, debe de ser muy…, especial.
—¿Qué hora tienes? —interrumpió la conversación.
—Las nueve menos cuarto.
Ella se levantó. De forma sutil, se estiró levemente la escueta falda.
—Es hora de irme.
Se colocó la boina. Después, el chaquetón.
Velarde la observaba desde el butacón. Hizo ademán de incorporarse.
—No, no te levantes. Hay confianza.
Pero en lugar de irse se le quedó mirando.
—¿De verdad mi ropa es sofisticada? —Mostró una fingida extrañeza.
—A mí me lo parece.
—Pues no puedo decir lo mismo de ti; con tu pantalón de traje y tu camiseta blanca de tirantes.
—Ya, poco glamour.
—No creas; con esa camiseta, la cerveza, esa barba de varios días que tan bien te queda y sentado en ese sillón mientras me desnudas con la mirada…, ofreces una imagen de hombre rudo y varonil, como Marlon Brando en Un tranvía llamado Deseo.
Ella sonrió.
—Disculpa si mis palabras te escandalizan.
Él no respondió, se limitó a devolverle la sonrisa.
La joven le lanzó un beso al aire, dio media vuelta y comenzó a andar, pero se detuvo bajo el quicio de la puerta y se giró.
—Por cierto, me llamo Desirée.
12
Martes, 21 de octubre de 1975
Velarde escrutaba, absorto, la pintura de San Sebastián mientras recordaba la explicación del canciller. Se encontraba solo en aquel gran salón de la sede de la Archidiócesis de Valencia. Su inseparable compañero estaba de camino al Instituto Anatómico Forense.
Oyó acercarse unos pasos cortos y casi imperceptibles. Se giró y quedó sorprendido al encontrarse con una mujer de aproximadamente treinta y tantos años, tan erguida que simulaba un saludo castrense, de melena corta que le llegaba a los hombros, y vestida con inusual sobriedad: falda marrón por debajo de la rodilla, una blusa beige abotonada hasta el cuello y una rebeca de color marrón claro. Las manos entrelazadas sobre el vientre. Rostro hermoso, pero adusto, como si estuviese enojada.
—Buenos días, soy la hermana Aurora. El canciller me ha elegido para mostrarle el despacho del señor obispo coadjutor, que Dios tenga en su gloria. Asimismo, quedo a su disposición para aclararle cualquier duda de índole religioso.
—¿Usted? —recalcó, extrañado.
—Sí, soy licenciada en Teología y profesora de Derecho Canónico en la Universidad de Valencia. Podría afirmarse que, aunque mujer, soy una experta en todo lo que concierne a la religión católica, sus ritos, simbología, historia.
—Disculpe, nada tiene que ver mi sorpresa con su condición de mujer; esperaba a un miembro de la jerarquía eclesiástica. No pongo en duda sus conocimientos y estoy convencido de que será de gran ayuda en nuestra investigación.
El policía advirtió que aún no se había presentado.
—Soy el inspector Víctor Velarde, de la Brigada Criminal.
Y extendió su mano, que fue estrechada con escaso entusiasmo.
—Acompáñeme.
Y la religiosa comenzó a andar con paso firme y marcial, rompiendo con el crepitar de sus zapatos negros el silencio sordo que imperaba en aquel edificio.
Ambos emprendieron un largo paseo por enrevesados pasillos hasta llegar al despacho del fallecido.
La religiosa sacó una vieja llave del bolsillo de su rebeca y abrió la puerta, apartándose para que entrase primero el policía; Velarde le cedió el paso en un acto de cortesía, pero ella se mantuvo impasible.
El despacho era extremadamente sobrio y oscuro; con muebles muy antiguos, casi reliquias. El escritorio era de color negro con patas en forma de columna salomónica o entorchada, con un gran sillón de madera y dos sillas confidente. Una enorme librería, también de color negro, cubría la pared ubicada tras el sillón.
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