Guillermo Sendra Guardiola - Sepulcros blanqueados

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Octubre de 1975. El obispo coadjutor de la Archidiócesis de Valencia ha sido asesinado en extrañas circunstancias: un crimen ritual y perturbador rodeado de simbología religiosa en el que destaca la extraña inscripción que el asesino ha grabado, con ayuda de un bisturí, en la frente del cadáver conteniendo un mensaje codificado.El inspector de la Brigada Criminal, Víctor Velarde, junto con su compañero Gálvez, se sumergen en una intrincada investigación que les obligará a resolver las diversas pistas o pruebas que el asesino va dejando en diversos cementerios.Un peregrinaje por camposantos que deshilvana dramas humanos y heridas abiertas.Novela negra criminal en estado puro, repleta de suspense, simbología católica, cultura funeraria y enigmas por descifrar, con el trasfondo político y social de una España que vive con inquietud los últimos días de Franco.Recomendación para el lector: respire hondo antes de empezar a leer, pues le dejará sin aliento.

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Ambas secciones, la Brigada Criminal y la Político-Social, compartían sede: la Jefatura Superior de Policía, sita en la Gran Vía Fernando el Católico.

Allí, el inspector Velarde se cruzaba a diario con compañeros de la Político-Social, que le miraban de reojo y murmuraban a sus espaldas por considerarlo un policía «contaminado» y aperturista; se le atribuía cierta permisividad con individuos supuestamente peligrosos para el régimen, como estudiantes de la Universidad de Valencia o sindicalistas clandestinos.

El inspector consiguió ganarse la animadversión definitiva de los compañeros de la Político-Social cuando, meses atrás, elevó una queja al comisario por el aborto que sufrió una estudiante de veintidós años que fue detenida por participar en una movilización universitaria; la joven no recibió asistencia médica durante los quince días que estuvo retenida en los sótanos de la jefatura, no obstante sufrir terribles y continuos dolores y una considerable hemorragia vaginal.

Velarde manifestó expresamente en su denuncia que a la joven ni siquiera se le facilitó un catre para dormir, viéndose obligada a acostarse en un banco de piedra sin ninguna manta o prenda de abrigo; y que a pesar de sus gritos de súplica por la pérdida de sangre y el temor de abortar, los policías de la Político-Social se limitaron a mofarse de ella y a esperar a que se produjese el aborto; una vez acaecido este, fue puesta en libertad sin ni siquiera haber sido reconocida por un médico.

Aquel suceso marcó el carácter del inspector Víctor Velarde.

Su superior jerárquico, el comisario Ballesteros, no solo tiró la denuncia a la papelera, sino que, además, le incoó un expediente disciplinario por interferir en una investigación ajena.

Aquel día, los miembros de la Político-Social le hicieron la cruz; no había día que alguno de ellos le recriminase con la mirada o farfullase algún insulto con tal de provocarle.

Lejos de amilanarse, Velarde se mantuvo firme y se centró en su trabajo dentro de la Brigada Criminal; no obstante su juventud, era considerado uno de los inspectores de homicidios más cualificados, por lo que habitualmente se le atribuía la investigación de los crímenes más perturbadores o complejos de resolver.

6

Velarde y Gálvez esperaban de pie en un amplio y lujoso salón de techo alto donde resaltaban grandes y oscuros cuadros con temática religiosa. El subinspector apuraba un pitillo frente a un joven desnudo atado a un árbol con el cuerpo atravesado por múltiples saetas.

—Es la ejecución de San Sebastián.

Los policías se giraron de inmediato para advertir, a contraluz, la silueta de un sacerdote de mediana edad ataviado con sotana; este se les acercó mientras continuaba la explicación sobre la pintura.

—Era un alto cargo del ejército romano. Cuando el emperador Maximiano descubrió que profesaba la religión cristiana, le exigió que renunciara a su fe. Ante la negativa del santo, fue desnudado, atado y acribillado a flechas.

—Una muerte muy cruel —comentó Gálvez mientras apagaba su cigarrillo en un cenicero.

—No murió; he ahí el milagro de la fe —continuó el prelado, siempre con un timbre de voz grandilocuente, pausado, arrastrando las palabras—. Como ven en la pintura, su cuerpo fue totalmente asaeteado, pero curó de sus múltiples heridas. En lugar de huir de Roma, se presentó ante el emperador para recriminarle la persecución de los cristianos y, entonces, fue azotado hasta morir.

—Sorprendente historia —expresó Gálvez.

—Lo que es sorprendente es el poder y la fuerza de espíritu que confiere la fe en Cristo.

—Nosotros… —interrumpió el subinspector.

—Lo sé; son los policías que investigan la muerte del señor obispo coadjutor. Ha sido una luctuosa noticia que ha conmocionado a toda la congregación. Que Dios le tenga en su gloria. —Seguidamente se santiguó, adoptando un gesto circunspecto.

En todo momento el sacerdote se dirigió a Gálvez al considerarlo, por su edad, el de mayor graduación y, por lo tanto, quien instruía la investigación.

Velarde se adelantó un par de pasos.

—Desearíamos hablar con el arzobispo para…

—Eso no es posible —le interrumpió, de forma abrupta—. Monseñor Morago está muy afectado por tan irreparable pérdida y…, ha delegado en mi persona para facilitarles la información que precisen.

—¿Es usted, también, obispo? —preguntó Gálvez.

El sacerdote tardó en responder, provocando un incómodo silencio.

—No. Soy el canciller de la archidiócesis.

Ambos policías se miraron.

—¿Cuál es…? —intentó preguntar, tímidamente, el subinspector.

—¿Cuál es mi cometido? Podría decirse que soy el notario de la archidiócesis: firmar junto con el arzobispo cualquier documento interno y custodiar los archivos.

—Disculpe nuestro desconocimiento de la jerarquía eclesiástica —intervino, decididamente, Velarde—, pero ¿cuáles son las funciones del obispo coadjutor?

—Es nombrado por el santo padre con el fin de auxiliar y asesorar al obispo titular, si se trata de una diócesis, o al arzobispo si es una archidiócesis, como es el caso de Valencia. Tiene encomendada, asimismo, la gran responsabilidad de sustituir al arzobispo en caso de incapacidad o ausencia.

A Gálvez le enervaba la tonalidad meliflua y engolada de la voz del prelado, así como su rigidez o inexpresividad gestual.

Velarde sacó, de nuevo, su pequeño bloc de notas.

—¿Sabe si el obispo coadjutor tenía algún enemigo?

El prelado enarcó las cejas en señal de desaprobación.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. Don Gregorio era un ejemplo de moralidad y humanidad; profundamente cristiano; con un corazón de oro, pleno de bondad y generosidad. Todos le queríamos.

—Pero lo cierto es que ha sido asesinado...

—Disculpen, hijos míos, pero mis responsabilidades me obligan a ausentarme, no sin antes expresarles mi convencimiento de que realizarán una gran labor que les conducirá al autor o autores de este execrable crimen. Asimismo, confío en que actuarán, en todo momento, con discreción y prudencia. Este trágico suceso nos llena de dolor a quienes formamos parte de la gran familia de la Iglesia y lo último que desearíamos es que la imagen de nuestra institución quedase dañada como resultado de las evidencias que puedan surgir de esta investigación policial. El comisario Ballesteros también es partidario de que este asunto, por su peculiaridad debe ser tratado con cautela y mucha discreción.

Velarde cerró su pequeño bloc de notas y se lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.

—Canciller, desearíamos que alguien nos mostrase el despacho del fallecido.

—Mañana podrán venir.

—Nos gustaría verlo…

—¡Mañana! —sentenció el prelado.

—Bien —acató Velarde.

El canciller dio media vuelta con la intención de abandonar el salón, pero se detuvo al oír de nuevo la voz del inspector.

—Una última petición: la peculiaridad de esta investigación requiere conocimientos especiales; necesitamos a alguien que nos asesore sobre terminología y simbología eclesiástica.

—Conozco a la persona adecuada. —Y sin mediar palabra, abandonó el salón.

Resopló Velarde, con gesto azorado.

—¡Que Dios nos coja confesados! —bromeó Gálvez.

7

Ambos policías se introdujeron en un Citroën GS propiedad de Velarde. De inmediato comenzó a oírse la radio: la voz ampulosa de un locutor lanzando un mensaje tranquilizador sobre el estado de salud del Caudillo.

—¡No te lo crees ni tú! —espetó Gálvez, cuestionando la información—. Todos saben que Franco está agonizando; no entiendo el empeño del Gobierno en ocultar algo que es irremediable.

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