Sacó del bolsillo del pantalón una estilizada navaja con la que cortó, con la precisión y la cautela de un cirujano, el celo que sujetaba el envoltorio.
Descubrió una pequeña caja de cartón color añil.
Ayudado con un pañuelo levantó la tapa y la depositó, cuidadosamente, sobre el mostrador.
Ambos se inclinaron, lentamente, para escudriñar el interior de la misteriosa caja.
18
—¿Cómo ha sabido que se trataba de un versículo de la Biblia?
—Me lo ha desvelado la parte inferior de la inscripción.
—¿RVR60?
—Es la abreviatura de la Biblia Reina-Valera, en su revisión de 1960. Cualquier experto en los libros sagrados lo hubiese adivinado.
—¿Biblia Reina-Valera? ¿Qué es? ¿Alguna versión prohibida por la Iglesia?
La religiosa sonrió.
—Bueno, no va del todo desencaminado.
Velarde se dejó caer sobre el sillón, apoyó los codos sobre los reposabrazos y juntó los dedos de ambas manos, formando una especie de triangulo.
—Ilústreme de nuevo —dijo, adoptando una postura de alumno aplicado que espera recibir una lección magistral de su maestro.
La monja se sentó frente a él; sus ojos brillaban de satisfacción por el hecho de que un policía reclamase sus conocimientos con el fin de resolver un perturbador crimen.
Respiró hondo.
—La primera traducción completa de la Biblia al castellano partiendo de los idiomas originales, el hebreo y el griego, la realizó Casiodoro de Reina, monje jerónimo que tuvo que huir de España para escapar de la Santa Inquisición. Hasta entonces, las traducciones provenían del latín. Tras doce años de ardua labor, por fin la Biblia de Reina, en castellano, fue publicada en Suiza, allá por el año 1569. Es también conocida como la Biblia del Oso, por tener dibujado en su portada a un oso encaramado a un árbol.
—¿Una biblia con un oso de portada? —exclamó un sorprendido Velarde.
—Todo tiene una explicación: la Iglesia solo permitía biblias en latín; cualquier traducción estaba perseguida; por eso, cuando se publicó la biblia de Casiodoro de Reina, en castellano, se evitó, intencionadamente, cualquier símbolo religioso para no delatar su naturaleza.
—¡Vaya! Ya conocemos la biblia de Reina. ¿Y Valera?
—Cipriano de Valera, en 1602 amplió y mejoró la traducción de Casiodoro de Reina.
—¿Esa es la biblia Reina-Valera?
—Así es. Y su última revisión o actualización tuvo lugar en 1960, siendo, a fecha de hoy, la biblia más seguida y aceptada en Latinoamérica y España.
—Y se conoce con la abreviatura RVR60: Reina-Valera revisión 1960.
—Cuando he advertido la abreviatura que identificaba la versión de la Biblia, he imaginado que el resto de la inscripción se refería a una cita bíblica o versículo.
—No cabe duda de que el asesino tiene cierta cultura religiosa —aseveró Velarde.
—Es cierto que existe mucha literatura escrita en torno a los textos sagrados y a sus distintas versiones o traducciones, pero, como he dicho anteriormente, la Reina-Valera en su actualización de 1960 es la Biblia que rige en nuestro país; no requiere ser un erudito para tener conocimiento de su existencia.
El policía quedó pensativo. Seguidamente miró su reloj y se alzó, abruptamente, de su asiento.
—¡Vamos! La invito a comer.
—¿Cómo? Pero…
—Venga, no se haga de rogar, conozco un buen restaurante cerca de aquí.
—Pero…
—¿Las monjas no comen?
Se produjo un breve silencio, como si la religiosa necesitase meditar su respuesta.
—Claro que sí. —Aurora se levantó, lentamente.
—¿Entonces…? —Velarde la miró de una forma peculiar, entre la dulzura y la seducción.
19
Gálvez se sorprendió al advertir un inusual número de furgones policiales en la puerta de la Jefatura Superior de Policía. Se acercó a un agente uniformado.
—¿Ha ocurrido algo?
—Los de la Político-Social.
—¿A quién han detenido esta vez? ¿Más estudiantes?
—No, a varios «húmedos».
—¿Sabes quiénes son?
—El capitán de Infantería Quijano, el comandante de Ingenieros Ribó y un guardiacivil, el teniente coronel Díez-Abad.
—Hostia. Peces gordos.
—Sí, un buen palo para esos traidores.
El subinspector no respondió, se limitó a continuar su camino hacia el interior de la sede policial con su paquete debajo del brazo. Recorrió varios pasillos hasta llegar a un pequeño despacho con cuatro mesas de oficina. Se sentó en una de ellas, posiblemente la más desordenada; abrió uno de los cajones y depositó en él la pequeña caja de color añil.
Se recostó sobre el sillón sin poder evitar pensar en los militares detenidos.
Su mente, casi de forma instintiva, rememoró el origen de los «húmedos». En septiembre del año anterior se había constituido en Barcelona una asociación clandestina que aglutinaba a militares de los tres ejércitos y de la Guardia Civil. La Unión Militar Democrática, la UMD, personificaba la oposición democrática dentro del bastión sobre el que se sustentaba el Régimen: el Ejército.
A los militares que pertenecían a esta asociación prohibida se les conocía despectivamente como «húmedos» por derivación de sus siglas.
Los miembros buscaban concienciar a la mayor parte posible de los mandos castrenses que el Ejército no podía suponer un obstáculo a la transición democrática una vez muriese Franco. Consideraban que el Régimen tenía los días contados, pero sabían que la cúpula militar estaba formada por militares reaccionarios que no estaban dispuestos a perder el poder consolidado tras casi cuarenta años de dictadura.
El Régimen franquista ordenó una contundente persecución de los militares «húmedos», temeroso de que en España pudiese reproducirse la Revolución de los Claveles habida en Portugal en abril de 1974, donde gran parte del ejército se enfrentó a sus generales y provocó la caída de la dictadura de Salazar.
Gálvez recordó, asimismo, que una semana atrás, el capitán José Domínguez, de la Fuerza Aérea, exiliado en París, ofreció una rueda de prensa internacional recalcando que el único objetivo de la UMD era la transformación de España en un régimen democrático, y mostraba su apoyo al príncipe Juan Carlos siempre y cuando fuese la decisión del pueblo español refrendada en unas votaciones democráticas.
La repercusión mediática de aquella rueda de prensa intensificó, aquí, en España, la represión hacia los militares rebeldes, pero también provocó un incremento exponencial de su dimensión política, hasta el extremo de que prestigiosos juristas de la oposición ofrecieron rápidamente sus servicios profesionales a los militares detenidos.
Tal fue el caso de Enrique Tierno Galván, Joaquín Ruiz-Giménez, Enrique Múgica, José Bono o José María Gil Robles.
Gálvez no comulgaba con ningún movimiento opositor al Régimen, e incluso albergaba serias dudas sobre la legalización futura del resto de partidos políticos, pero consideraba que las ansias de libertad de la sociedad española requerían, indefectiblemente, una transformación democrática. Por lo que lamentaba profundamente que en los estertores de Franco, con todo un futuro incierto por delante, se recrudeciese la persecución política.
Tenía claro que aquellos militares detenidos por la Político-Social no eran delincuentes, ni un peligro para España, solo valientes patriotas que arriesgaban su privilegiado estatus social con tal de perseguir un sueño: los militares facilitando y liderando el cambio político y social que anhelaba la sociedad española.
20
La monja mostraba cierto nerviosismo sentada en aquel restaurante y acompañada de un hombre que le era prácticamente desconocido.
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