El policía asintió con la cabeza, de forma silenciosa, con resignación; su rostro, de pronto, devino sombrío. Ella se percató de ello.
—¿He dicho alguna impertinencia?
—No —se esforzó en sonreír—, sus palabras me han traído a la memoria conflictos personales derivados de la actual situación política.
Ella se inclinó, como signo de atención.
—¡Cuénteme!
—Usted lo acaba de decir. Hemos de cumplir órdenes aunque no las consideremos adecuadas o…
—¿Justas? —espetó Aurora.
—Eso..., justas.
—¿Se refiere a la represión?
—¡Vaya! No se le escapa nada para ser una… —Velarde se frenó en seco, al considerar inapropiado su comentario.
—Para ser una monja.
Ambos sonrieron.
—Así es —continuó el policía—. Llevo años viendo como muchos de mis compañeros se limitan a perseguir a chavales imberbes en las universidades, o a sindicalistas o a cualquiera con ansias de que todo cambie para bien. El cumplimiento del deber frente a la conciencia personal. Todo un dilema para un policía.
De forma inconsciente, la religiosa depositó sus manos sobre las de él.
—La conciencia siempre.
Y las retiró de inmediato cuando se percató de ello, ruborizada por aquel inocente acto reflejo.
Velarde se apresuró a cambiar de tema y le señaló una pequeña medalla que le colgaba del cuello.
—He observado que en muchas ocasiones la acaricia con los dedos.
—Oh, sí. —Y la religiosa la tomó con ambas manos—. Es Santa Inés de Roma, una niña que sufrió martirio en la época romana. Siempre se la representa con un corderito en brazos, símbolo de su virginidad e inocencia. Yo, a veces, también me sorprendo acariciándola, es como si esta medalla me transmitiese fuerza y confianza. ¿Y usted? ¿No tiene fe en alguien o algo?
—No, si se refiere a si creo en favores de algún santo o reliquia concreta.
—¿Cuál es su historia?
—¿Mi historia? —se sorprendió Velarde.
—Todo aquel que se aleja de Dios oculta una historia. ¿Fue a un estricto colegio de curas? ¿Tuvo una adolescencia difícil? ¿O simplemente se considera un progre racional y rebelde que niega cualquier intervención divina? Dígame, ¿cuándo dejó de creer en la religión?
Velarde esbozó una sonrisa.
—Dejé de creer en Dios…, cuando perdí la fe en el hombre.
—Vaya, curiosa argumentación.
—¿Por qué creer en lo divino cuando me perturba lo terrenal? Crímenes, violaciones, traiciones, brutalidad, instintos primarios, crueldad, salvajismo…
—Justamente por eso, porque somos un mundo imperfecto —señaló Aurora.
—He visto demasiado horror como para considerar que somos el juguete roto de un dios caprichoso.
Ella optó por no responder, adoptando un gesto amable de condescendencia. Prefirió seguir escuchando.
—Ahora bien. —Velarde sustituyó su semblante sombrío por una sonrisa irónica—. No obstante mi condición de ateo empedernido, tengo previsto acercarme a Madrid para ver el musical ese..., ¿cómo se llama? Jesucristo Superstar, con Camilo Sesto y Ángela Carrasco.
—Está teniendo mucho éxito, pero creo que es una versión del martirio de Cristo bastante…
—¿Irreverente?
—Extravagante.
—Lástima que no la representen ahora en Valencia. Seguro que usted me hubiese acompañado —afirmó, con voz engolada.
—¡Quién sabe!
—¿Las monjas pueden ir al teatro o al cine?
—Claro.
—¿Con un hombre que, además, es un hereje?
Ella soltó una carcajada.
22
El comisario Ballesteros era un hombre de pocas palabras y peor carácter. Alto y corpulento, con una incipiente alopecia y un poblado bigote canoso que le confería cierta severidad. Rondaba los sesenta años, pero aparentaba bastantes más, quizá debido al exceso de ingesta de alcohol o por las múltiples ocasiones en que se extralimitó en sus funciones utilizando métodos violentos para sonsacar confesiones. Se autodefinía como un patriota modélico que guardaba fidelidad y servilismo a los principios fundamentales del Régimen. Compartía con los policías de la Político-Social su animadversión y desprecio hacia comunistas, socialistas, sindicalistas, homosexuales, universitarios y todo aquello que inspirase modernidad o progreso.
Palabras tales como «libertad», «derechos», «justicia» o «democracia» le producían urticaria. Convencido de que el único camino posible para perpetuar la dictadura era la represión inmisericorde de los opositores.
Todos los sábados por la tarde tenía dos citas ineludibles: la misa de ocho de la tarde, con toda la familia, en la parroquia de San Gabriel y, pocas horas después, a las once, con los amigos, en un burdel situado en la carretera de Alboraya, donde abundaba el alcohol y el sexo a costes pagados.
—¡Gálvez!
La grave voz de Ballesteros sobresaltó al subinspector, sentado en su escritorio.
—Dígame.
—En media hora vendrá una unidad móvil de la televisión a grabar varias tomas dentro de la jefatura.
—¿Es por la detención de los militares?
—Pues claro. Nos entrevistarán a Carmona y a mí para que expliquemos el operativo. También vendrá el Gobernador Civil a felicitarnos expresamente; no te quedes aquí dentro; le esperas fuera, con el resto de compañeros. Y después de las fotos, de nuevo al tajo.
—De acuerdo.
—Quiero que toda España sepa que nosotros hemos atrapado a esos cabrones. Colaboración total con los periodistas.
—Bien.
—En cambio —el timbre de voz del comisario devino aún más rudo—, quiero absoluto mutismo en el tema del obispo; que a nadie se le escape una puta palabra; díselo a Velarde cuando venga. ¿Entendido?
—No se preocupe; llevamos la investigación con total discreción.
Ballesteros dio media vuelta sin ni siquiera despedirse.
23
—Por fin, ¿dónde te habías metido? —espetó Gálvez cuando vio entrar a su compañero—. Te has perdido el circo propagandístico que ha montado Ballesteros.
—No me interesa.
—Ni a mí, pero el jefe ha pasado lista.
Velarde reaccionó con total indiferencia.
—No lo vas a creer, pero tengo la respuesta al enigma de la inscripción de la frente; se trata de un versículo del Antiguo Testamento: «Castigaré a los impíos por su iniquidad; acabaré con la arrogancia de los soberbios y abatiré la altivez de los despiadados» —leyó su bloc de notas.
—¡Joder! ¡Cuánta dureza!
—Sí, parece que simboliza la capacidad divina de impartir justicia y una advertencia expresa para quienes se alejan de los postulados cristianos.
—Tiene sentido. El asesino se ensaña con la víctima, evidenciando que se trata de una cuestión personal relacionada con su condición de sacerdote y, entre medias, un mensaje sobre el castigo. Para mí, que el asesino se ha tomado la justicia por su mano.
—Sí..., ante la pasividad de Dios.
—O un loco que se cree ser Dios.
—¿Un loco inteligente y calculador? No creo. La locura es instintiva y pasional. Aquí hay demasiada premeditación.
—Pues yo también tengo una novedad. —Gálvez sacó del cajón la pequeña caja color añil, depositándola sobre la mesa con sumo cuidado, como si se tratase de un artefacto explosivo.
—¿Que es eso? —exclamó, sorprendido, Velarde.
—Un regalo del mismísimo asesino; expresamente para nosotros.
El inspector abrió la caja sin más preámbulos y quedó absorto contemplando su contenido.
—Sácalo. Lo han procesado los de la científica y no han encontrado ni una sola huella —señaló Gálvez.
—¿Qué coño es? —Y Velarde lo sacó de la caja muy lentamente y con gesto de absoluta estupefacción.
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