Sin embargo, la respuesta puede ser distinta si por «justificación» entendemos la justificación última, es decir, si se pide que estén necesariamente justificadas las prescripciones más generales y abstractas que justifican en última instancia aquella decisión. Si adoptamos el concepto de «justificación» como justificación última, entonces la respuesta antes mencionada deja de ser satisfactoria: La decisión no está, en este sentido, justificada si no están justificadas las razones que a su vez justifican aquella decisión. Esta tesis sería la propia de una corriente, a la que Comanducci denomina neoconstitucionalismo metodológico y en la que podríamos incluir a Atienza y Ruiz Manero, y consistiría en que cualquier decisión jurídica —y, en particular, la decisión judicial— está justificada si deriva, en última instancia, de una norma moral.
Comanducci señala que hay que interpretar esta tesis como una tesis normativa, pues, si la interpretáramos como descriptiva, esta respuesta sería falsa: en las prácticas judiciales de motivación de las decisiones, en los sistemas jurídicos contemporáneos, las decisiones se justifican explícitamente —también en última instancia— ofreciendo razones que son normas jurídicas y no morales.
A continuación, Comanducci se pregunta qué tipo de norma moral sería la que debería fundar o justificar, en última instancia, una decisión judicial, y existen al menos cuatro soluciones posibles:
1) Que se trate de una norma moral objetivamente verdadera —en el sentido de que se corresponde con «hechos» morales—.
2) Que se trate de una norma moral objetivamente racional —en el sentido de que resulta aceptable por parte de un auditorio racional o en otro sentido equivalente—.
3) Que se trate de una norma moral escogida de modo subjetivo.
4) Que se trate de una norma moral aceptada de manera intersubjetiva.
Pues bien, para Comanducci, cualquiera de estas respuestas plantea problemas. (1) Presenta problemas ontológicos —duplicación del mundo— y epistemológicos muy serios, sobre todo porque, en virtud de estos últimos, el juez no tendría otra alternativa que elegir una norma que cree que es correcta. Por lo tanto, (1) es reducible a (3). (2) No presenta los mismos problemas ontológicos que (1), pero presenta también serios problemas epistemológicos: no tanto porque no sea posible que el juez encuentre la norma moral que funde su decisión, según las reglas procesales y sustanciales de una teoría moral, sino porque existen varias y divergentes teorías morales entre las cuales el juez debería elegir. Así, por lo tanto, también (2) es reducible a (3).
Aceptar (3), dice Comanducci, equivaldría a dejar completamente en las manos de los jueces el modo de fundamentar y justificar sus decisiones, por lo que la certeza del derecho quedaría confiada solamente a la conciencia moral de cada juez: dado que este debería fundar sus decisiones en normas morales universales, debería entonces utilizar estas normas de modo coherente para fundamentar sus propias decisiones futuras. Pero la coherencia en el tiempo de las decisiones de cada juez —siempre que se pueda alcanzar, pues un juez puede reformular su propio sistema moral, si entiende que se ha equivocado en el pasado— no parece suficiente para garantizar la previsibilidad de las consecuencias jurídicas de las acciones o de las soluciones de los conflictos —que, según una opinión muy común, constituyen algunos de los objetivos más relevantes de la organización jurídica—. Sin embargo, (3) puede entenderse de forma más limitada, simplemente señalando que cuando el juez deba justificar la elección entre tesis —interpretativas o de hecho— todas ellas admisibles desde un punto de vista jurídico, debería escoger la opción que esté justificada por una norma moral —y no por un principio metodológico, un interés personal, una norma de la moral positiva, un criterio compartido en la cultura jurídica, etc.—, al menos en última instancia. No obstante, también con este alcance más limitado, esta posición plantea problemas, porque si las elecciones del juez están justificadas por sus creencias morales —y no por un principio metodológico, un interés personal, una norma de la moral positiva, un criterio compartido en la cultura jurídica, etc.—, nada impide que tales creencias sean moralmente incorrectas —desde el punto de vista de la moral crítica—, contrarias a los valores morales compartidos por la comunidad o contrarias a criterios aceptados por la cultura jurídica, etc. Por tanto, dejar que el juez base la fundamentación de su decisión en sus creencias morales es un procedimiento que tiene, quizás, igual valor intrínseco, pero sin duda menor valor instrumental —para conseguir la certeza del derecho— que otros procedimientos, por ejemplo, el que consiste en basar la fundamentación en una norma jurídica.
En cuanto a (4), también comporta problemas epistemológicos, pues los jueces, generalmente, no poseen los instrumentos necesarios para precisar cuáles son las normas de la moral de un país. Y si los obstáculos epistemológicos son demasiados serios, entonces también la cuarta solución sería reducible a la tercera. Y aun cuando se pudieran superar estos problemas epistemológicos, Comanducci sostiene que subsistirían dos clases de problemas: El primero es que no exista homogeneidad moral en la sociedad, es decir, normas morales compartidas —lo que es habitual en las sociedades contemporáneas de carácter pluralista— y el segundo es que las normas morales compartidas estén ya incorporadas en reglas o principios jurídicos.
En el primer caso, (4) es reducible a (3). En el segundo caso, la justificación moral es coextensiva a la justificación jurídica y se convierte en irrelevante.
En mi opinión, el análisis de la tesis de la separación entre derecho y moral desde el enfoque de las razones subyacentes puede ayudarnos a esclarecer esta discusión con tintes bizantinos. En este sentido, cuando Atienza y Ruiz Manero critican el descriptivismo en el que incurren las tesis positivistas, cuya consecuencia, como he explicado, sería no reconstruir adecuadamente nuestras prácticas jurídicas por dejar de lado los elementos valorativos o axiológicos que, obviamente, impregnan nuestros ordenamientos jurídicos, parece que no se dan cuenta de que, tal y como la plantean, se les podría hacer la misma crítica justo en sentido inverso. En efecto, desde el momento en que estos autores reconocen la existencia de principios institucionales —cuyas razones subyacentes serían autoritativas, esto es, puramente normativas— y, además, que estos principios son intrínsecos al propio derecho, y no extrínsecos como sucede con los principios sustantivos —cuyas razones subyacentes serían morales—, parece evidente que la identificación del derecho no por su contenido, sino por su finalidad sistemática o de diseño institucional, sigue siendo una tarea relevante para los juristas y no una tarea culturalmente irrelevante. De hecho, siguiendo a Comanducci, considero que este tipo de normas, los principios institucionales, pueden servir de razón última para la justificación de un caso sin apelaciones a la moral, como sucede, por ejemplo, cuando se inadmite un recurso por extemporáneo. Con ello no quiero decir, tampoco, que esa solución sea la correcta moralmente—pues estaría incurriendo en un positivismo ideológico—, sino simplemente que el caso ha sido resuelto conforme a razones intrínsecas al derecho.
20Véase Chiassoni, P. L., «Defeasibility and Legal Indeterminacy», en J. Ferrer Beltrán y G. Battista Ratti (eds.), The Logic of legal requirements. Essays on Defeasibility, Oxford: University Press, 2012, p. 162.
21Véase Schauer, F., Pensar como un abogado. Una nueva introducción al razonamiento jurídico, Madrid: Marcial Pons, 2013, p. 31.
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