Horacio-José Alonso-Vidal - Derecho administrativo y teoría del Derecho

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El autor muestra como desde la teoría del derecho se pueden abordar problemas jurídicos concretos, mejorando su comprensión y nuestras prácticas sobre los mismos. Con esto se analizan tres instituciones en la jurisdicción contencioso-administrativa.
Horacio-José Alonso-Vidal (Madrid, 1978) es abogado. Doctor en Derecho por la Universidad de Alicante (2015). Compagina el ejercicio de la abogacía con colaboraciones docentes en el Área de Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho de la Universidad de Alicante, de la que ha sido colaborador honorífico, así como la investigación sobre teoría del derecho y argumentación jurídica, habiendo publicado diversos artículos sobre esta materia en Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho.

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La segunda condición de aplicación para la aplicación de un principio implícito, como he apuntado anteriormente, es la coherencia. En mi opinión, en este contexto el concepto de coherencia tiene varias implicaciones. Una primera implicación sería de tipo lógico o conceptual, es decir, el intérprete colige la existencia del principio implícito a partir del derecho explícito. Esta operación es innecesaria para el intérprete cuando aplica derecho explícito porque este se puede identificar en razón de la autoridad que lo ha producido. Conviene aclarar que estoy utilizando aquí el término «lógica» en sentido amplio, no como sinónimo de «lógica-deductiva». En efecto, en ocasiones se puede presentar un principio implícito como una mera subsunción de un principio explícito ya reconocido por el ordenamiento jurídico. Así, por ejemplo, el principio de menor demolición51 puede verse como una especificación en el ámbito de la restauración de la legalidad urbanística del principio de proporcionalidad consagrado en el artículo 131 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común (LRJPAC). Pero, en otros supuestos, el principio implícito será fruto de una operación de inducción con base en varias reglas concretas del ordenamiento jurídico, como el principio de justicia rogada en el procedimiento civil, el cual se colige de varias reglas explícitas contenidas en la Ley de 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC).

Una segunda implicación sería la necesidad de que el intérprete formule un juicio de adecuación, es decir, no es suficiente con que el principio implícito se colija del derecho explícito, sino que se requiere que su contenido se adecue al mismo. Ahora bien, el problema estriba en determinar cuándo se puede considerar que un principio implícito se adecua al derecho explícito. A esta cuestión se le han dado diversas respuestas, como la ya conocida de Dworkin, conforme al cual un principio implícito sería coherente si permite, en un caso difícil, explicar de la mejor manera posible las reglas vigentes y provee la mejor justificación moral para la decisión del supuesto52.

MacCormick53 se expresa en términos parecidos cuando sostiene que una norma es coherente si puede subsumirse bajo una serie de principios generales o de valores que resulten aceptables, en el sentido de que configuran —cuando son considerados en su conjunto— una forma de vida satisfactoria.

Con estas definiciones, sin embargo, el problema solo se prorroga, porque, ¿qué ocurre cuando existe discrepancia sobre esos valores o principios generales? Pues que nuestras convenciones acerca de lo que es el derecho constituirían la frontera de lo jurídico. A este respecto, Bayón54 ha distinguido entre un convencionalismo profundo55 —que limita el alcance de nuestras convenciones a aquellas cuestiones en las que se produce un acuerdo explícito— y un convencionalismo superficial —según el cual son los criterios tácitos de corrección los que fundamentan la objetividad de la convención y no los acuerdos explícitos realmente existentes—. De acuerdo a esta última tesis, para hallar esas convenciones tácitas el intérprete debe llevar a cabo una suerte de equilibrio reflexivo rawlsiano, en virtud del cual las hipótesis que se formulan sobre el peso de las razones en conflicto implicadas en la resolución de los casos concretos deben apoyarse en reconstrucciones de los criterios tácitos convencionales que dan cuenta de la institución o sector normativo en cuestión, y tales reconstrucciones, a su vez, deberán confrontarse con nuestras convenciones interpretativas más arraigadas que se ponen de manifiesto en los casos paradigmáticos. De modo que, si se producen desajustes como resultado de las comparaciones, se salvarán mediante un ir y venir entre hipótesis, reconstrucciones y convenciones que nos lleven, ora a descartar algunas de nuestras convenciones, ora a ofrecer otra reconstrucción o, en fin, a reformular las hipótesis hasta lograr un ajuste mutuo entre los tres elementos.

No obstante lo anterior, la defensa de un convencionalismo profundo no implica que siempre haya una única respuesta correcta para cada caso, pues para el convencionalismo profundo los límites del derecho estarían en los límites de nuestras convenciones, de suerte que, aunque lo que determine la verdad o falsedad de nuestras convenciones sean los criterios tácitos compartidos por la comunidad y no el carácter expreso de la convención, todavía el derecho permanece indeterminado en todos aquellos supuestos que resultan tan controvertidos que es imposible fijar unos criterios tácitos compartidos.

Pues bien, para el caso de los principios implícitos, sin embargo, mi opinión es que el operador jurídico no debe ir más allá del convencionalismo superficial porque, dado su carácter subsidiario, es necesario para su aplicación que exista un acuerdo previo explícito sobre el alcance de los principios o reglas de los que se derivaría el principio implícito que se pretende aplicar. Así, no tendría mucho sentido que un tribunal aplicase el principio de menor demolición si, en lugar del principio de proporcionalidad, lo que contemplase el ordenamiento jurídico en su conjunto fuese un principio de cumplimiento estricto de las sanciones. Asimismo, tampoco tendría sentido que se dedujera la existencia del principio de justicia rogada en el procedimiento civil, si en su lugar la ley de enjuiciamiento civil contuviese una serie de normas que hicieran referencia al impulso de oficio como principio rector del proceso. A mayor abundamiento, cuando el conflicto se produce porque lo que se cuestiona es el propio balance de razones efectuado por el legislador, los tribunales ordinarios tienen a su disposición el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad para que sea el Tribunal Constitucional56 quien se pronuncie el respecto. Esta solución me parece más respetuosa con el principio de separación de poderes.

Por este motivo, mi propuesta de reconstrucción de la aplicación de los principios implícitos es más restringida, en términos de reglas procesales de la argumentación, que la que propone Ródenas57 para la aplicación de normas no identificadas autoritativamente en general, de suerte que:

1) Los principios implícitos operarán en el razonamiento jurídico como razones para la acción no perentorias y no independientes de su contenido.

2) Corresponde a quien lo alega mostrar que un principio implícito debe ser aplicado, bien porque el caso en cuestión no está regulado expresamente por una norma identificable autoritativamente, ya sea una regla o un principio explícito, o porque en el caso en cuestión constituye una excepción a una regla, está fuera de su alcance o porque la regla resulta invalidada por la toma en consideración del principio implícito.

3) Quien pretenda la aplicación de un principio implícito deberá realizar un razonamiento dirigido a demostrar: (a) que el principio implícito se colige de principios o reglas explícitas del sistema; (b) que, de acuerdo a las convenciones interpretativas explícitas, hay razones suficientes para la aplicación del principio implícito.

En mi opinión, pese a que la existencia y aplicabilidad de los principios implícitos —y las razones subyacentes que representan— para la resolución de un caso han sido uno de los debates nucleares de la teoría del derecho, al menos desde Dworkin, por lo que su interés teórico es indudable, desde un punto de vista práctico me parece que la cuestión tiene menor relevancia. Ello es así por el carácter lógicamente efímero de la calificación de un principio como implícito, ya que desde el momento en que logra su primer respaldo institucional, se habría dado el primer paso para que dicho principio deje de ser implícito y a pase a ser explícito. Este corolario me parece que es especialmente evidente en los sistemas jurídicos anglosajones, en los que expresamente se reconoce como fuente de autoridad al legislador, pero también, y con una gran relevancia, a la jurisprudencia judicial. En efecto, una vez que un tribunal de Nueva York resolvió el caso Riggs vs. Palmer mediante la aplicación de un principio implícito consistente en que «nadie puede sacar provecho de su propio acto ilícito», dicho principio quedó explicitado de cara a futuros casos en forma de precedente vinculante.

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