Laura Riñón Sirera - El sonido de un tren en la noche

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Una novela sobre la
huida. Una novela sobre el pasado y la posibilidad de volver atrás. Esta es la historia del viaje interminable de una mujer que pudo tenerlo todo y que se vio obligada a olvidar su pasado para convertirse en otra persona, con la que tuvo que aprender a convivir. Una mujer a la que la vida le enseñó que
en la huida el cobarde demuestra su valentía.

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Laura Riñón Sirera

El sonido de un tren en la noche

картинка 1

©2020, Laura Riñón Sirera

Imagen de cubierta:© Alison Scarpulla

De esta edición en español © 2020 Tres Hermanas

Tres Hermanas es un sello de Twin Brooks Press S.L.

San Gregorio, 8 2°-2 a

28004, Madrid

www.treshermanasediciones.com// hola@treshermanasediciones.com

Dirección editorial: Cristina Pineda i Torra

Edición y revisión: Mariola Barrera

eISBN: 978-84-122299-0-5

A Elena y Gemma, por ver mis sueños cumplidos antes de que yo me atreviera a soñarlos. Sigamos brindando, por si acaso.

«El hecho de que uno vague por el desierto no quiere decir que necesariamente haya una tierra prometida».

La invención de la soledad, Paul Auster

Es inevitable, por muchos futuros que soñemos, siempre terminamos viviendo en el pasado. Los niños tienen miedo a la oscuridad de la noche. Y piden agua. Y lloran. Y ese miedo no desaparece, aunque consigamos apaciguarlo con un abrazo. Y también lloran cuando se sienten solos. Y los niños nunca envejecen. Nunca envejecemos porque viviremos en nuestra niñez el resto de nuestra vida, aunque el futuro sea lejano e impredecible. Inalcanzable para los menos valientes. El pasado, sin embargo, no termina de marcharse nunca, por eso nos pasamos la vida viviendo en él y por más que intentemos huir, siempre termina manejando los hilos de la realidad, aunque esta duela. Y es un dolor que nos paraliza, un nudo muscular que nos bloquea y que duele aún más cuando hundimos el dedo en él y, aunque aullamos de dolor, sentimos un alivio fugaz. El pasado es ese nudo. Duele, pero es un dolor que conocemos. Y conocerlo reconforta tanto como reconforta el olor del hogar en el que nos sentíamos a salvo, o el tacto de las sábanas limpias en los días de tormenta. Reconforta tanto como pasar las tardes de lluvia frente al calor de la chimenea.

A mi madre le gustaba preparar chocolate caliente en los días de lluvia, se pasaba la tarde encerrada en la cocina, llenando cazuelas de todos los tamaños. Yo siempre creí que lo hacía por nosotros, que no era más que un gesto de amor por sus hijos, pero no, en realidad lo hacía para espantar el recuerdo de su madre. Porque ella era su recuerdo doloroso de la infancia, y solo podía ahuyentarlo dejándose envolver por el aroma del chocolate caliente. Mamá y la abuela no se gustaban. La abuela tenía celos de mamá porque papá la prefería a ella. No entiendo cómo se puede tener celos de una hija, a lo mejor es más habitual de lo que creo, pero como nunca fui madre no puedo opinar. Estuve a punto de serlo, hace muchos años me quedé embarazada. Pero nunca llegué a dar a luz. No creo que haya un dolor mayor al que se siente al palpar ese vacío. No hay cura ni consuelo que logren mitigar la ausencia de lo que podría haber sido, solo tiempo. Un tiempo lento y pesado, casi agonizante. A mí, además, también me salvaron las palabras. Ellas fueron mi consuelo y mi terapia por aquel entonces.

Escribir me ha salvado la vida en más de una ocasión. Todo el mundo debería escribir, y no para ser leído o criticado, sino más bien para poner palabras a los secretos más íntimos, esos que se acomodan en las entrañas de un pasado en el que nos pasamos la vida sobreviviendo. Y no me gusta escribir acerca de lo que no conozco, porque creo que mi mentira se podría intuir entre los párrafos y detesto mentir. Bueno, aborrecí la mentira hasta que no me quedó más remedio que aprender a hacerlo. Y esta es una de las pocas cosas de mi niñez a las que no podré regresar: a la verdad. Escribo acerca de lo que he vivido y de lo que conozco. Y, a partir de ahora, hablaré de los que estuvieron a mi lado, porque si algo he aprendido a lo largo de los años, es que la soledad se alimenta del vacío que dejan los que formaron parte de nuestra vida.

Contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

1

Clementina nació el primer día de otoño del año 1958.

Se acurrucó en el regazo de su madre y su llanto cesó de inmediato. A esa misma hora, en la Exposición Universal de Bruselas, una mujer, que lucía una hermosa esmeralda en el escote, hurgaba en su bolso de seda para sacar un trozo de pan y lanzárselo a una niña negra semidesnuda que la observaba con la mirada asustada a través de los barrotes. La niña había viajado en una jaula desde África junto a su familia para convertirse en el reclamo de la Exposición, nadie sabía su nombre. Clementina tenía la piel de papel, transparente y delicada, y estaba impregnada con el aroma de la pureza y de la vulnerabilidad. Sus labios eran gruesos y formaban un corazón perfecto en su boca, y un rosa pálido coloreaba sus mejillas. Bajo el gorro de lana asomaba una sedosa pelusa anaranjada, y escondía sus dedos dentro de unos puños que su madre no dejaba de acariciar. La niña negra mordisqueaba el mendrugo y paladeaba su artificial sabor con la sorpresa en su mirada, e ignoraba a la multitud de visitantes que la observaban con distinta sorpresa desde el otro lado de las rejas sin dejar de reír a carcajadas.

La suerte decide el lugar en el que nos toca nacer, y nuestro destino dependerá de si aceptamos esa suerte o si, por el contrario, nos arriesgamos a tomar nuestras propias decisiones para cambiar el curso natural por el que tenía que transcurrir la vida que nunca elegimos vivir.

Jaime daba vueltas en la habitación atestada de ramos de flores, cada cual más ostentoso y colorido, que no dejaban de llegar a la habitación. Al escuchar la risa de su mujer acercarse por el pasillo, se abalanzó sobre la puerta. El rostro de Lina se iluminó aún más al ver a su marido asomarse, le dedicó una mirada chispeante y asintió levemente. ¡Una niña!, exclamó entusiasmado, pero su sonrisa apenas duró un instante, necesitamos un nombre nuevo, dijo Lina en un suspiro. Las enfermeras cruzaron la mirada al ver la expresión del padre y se sonrieron. Dos días antes, entre contracción y contracción, Lina les habló de las discusiones que habían tenido acerca del nombre del bebé en caso de que fuera niña. Seis meses y otras tantas discusiones fueron necesarios para ponerse de acuerdo porque Jaime insistía en homenajear a su madre, fallecida un año atrás, bautizando a su primogénita con su nombre. Lina tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para rebatir su emotivo discurso y no parecer insensible. Pero cuando cogió en brazos a su hija y le vio la cara por primera vez, se dio cuenta de que su mujer tenía razón, necesitaban otro nombre. De acuerdo, encontraremos un nombre para ti, pequeña, suspiró con la voz llena de orgullo.

Al otro lado de la ventana, el cielo se tiñó de malva y se desplomó sobre los tejados de Madrid. La tarde estaba a punto de apagarse cuando un último rayo de sol se coló entre las cortinas, justo en el momento en el que Aurora irrumpió en la habitación sorteando a los visitantes, lanzó un saludo al aire y se abalanzó sobre la cuna. Su rostro se iluminó al ver a la recién nacida acurrucada entre las sábanas. Alargó su mano entre los barrotes para acariciar el mechón de pelo que asomaba por debajo de su gorrito blanco, y se giró hacia su hermana Lina, parece una clementina, dijo entre risas, ¿por qué tiene el pelo naranja? La habitación se quedó en silencio, todos los ojos se volvieron hacia Jaime, este buscó a su mujer con la mirada y ambos sonrieron, Clementina, dijeron al unísono.

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