Laura Riñón Sirera - El sonido de un tren en la noche
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huida. Una novela sobre el pasado y la posibilidad de volver atrás. Esta es la historia del viaje interminable de una mujer que pudo tenerlo todo y que se vio obligada a olvidar su pasado para convertirse en otra persona, con la que tuvo que aprender a convivir. Una mujer a la que la vida le enseñó que
en la huida el cobarde demuestra su valentía.
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Durante el viaje de regreso a casa no dejó de pensar en la última conversación que había mantenido con su padre y escuchó su voz como un eco lejano: «Yo hablaré con tu madre y lo solucionaré. No te preocupes.» Pero era incapaz de recordar por qué su padre dijo eso ni qué era lo que tenía que solucionar. ¿Realmente hablaría con su madre o volvería a dejarla al margen del asunto?
Cuando el coche paró frente al edificio, Lina alzó la mirada hacia los balcones de su casa. Durante una décima de segundo borró lo sucedido de su cabeza y vio a su padre apoyado en la barandilla de la terraza del salón, con la cara de satisfacción que se le ponía cada vez que encendía uno de sus habanos y agitando su mano en el aire. «La vida no siempre es justa.» Nada más cruzar el umbral de la puerta se topó con una multitud de rostros grises y serios, y sintió una punzada de esperanza que se desvaneció de inmediato. Su padre, su aliado y confidente, no saldría a recibirla. No se abrazarían, ni él bromearía acerca de su nuevo peinado. El regocijo que le provocó su leve recuerdo se evaporó cuando unos y otros empezaron a abrazarla y a sollozar palabras que no tenían sentido alguno para ella. Caminó entre la multitud con una sonrisa fingida de agradecimiento y, al llegar frente a su madre, sus rodillas se bloquearon y se quedó paralizada. La Rencorosa no se levantó de la butaca roja —en la que llevaba horas sentada—, levantó la mirada hacia Lina y sus ojos brillaron en la oscuridad. Su cuerpo había empequeñecido bajo el vestido de encaje negro, y la piel nívea de su cara era de un color cetrino apagado. Lina clavó los ojos en las manos de su madre. Tenía los dedos largos y finos y cuando gesticulaba un aura de elegancia se posaba sobre ella. Pero sus manos también habían desfallecido, y ahora parecían dos viejas ramas secas enredadas sobre su regazo. Madre e hija aguantaron la mirada durante la eternidad de un segundo y se abrazaron en silencio. Una tregua que ambas se concedieron para satisfacción del difunto. Envueltas la una en la otra, se despidieron de la única persona capaz de tejer la red que pudiera mantenerlas unidas.
Los días que siguieron al luto el silencio reinó en la casa. La tierra no dejó de temblar bajo los pies de Lina, y daba igual dónde estuviera porque la tierra volvía a sacudirse. Era imposible no caer en los agujeros que aparecían en el suelo, y cuando conseguía escapar tardaba poco en volver a caer. Solo podía dejar pasar los días abandonándose a la autoindulgencia y a la nostalgia. Los días se alargaron hasta que su vida, el internado y sus amigas, desapareció de su horizonte. Aurora la necesitaba ahora a su lado y Lina invertía grandes esfuerzos para que su hermana fuera feliz. Le contaba historias del padre al que apenas conoció, y magnificaba sus hazañas para que la pequeña le recordara como el héroe que había sido para ella. Inventaba relatos que arrastraban a Aurora por un mundo de fantasía que quiso creer real. Mariposas de colores y burbujas de jabón, estrellas fugaces y golondrinas bailando en el cielo… La vida contada con la belleza con la que su hermana mayor era capaz de ver el mundo. Y años después, convertida ya en una joven adolescente, Aurora recuperó aquel mundo que Lina había inventado solo para ella y se lo regaló a Clementina. Así fue como se creó entre tía y sobrina un vínculo que sería indestructible, y Aurora asumió el papel de hermana mayor y protectora de Clementina.
2
Desde mi asiento de la última fila apenas podía ver qué sucedía. Delante de mí los pasajeros alargaban el cuello, y sus cabezas, cubiertas con pelo alborotado o con gorros de lana, asomaban por encima del respaldo de los asientos y se ladeaban hacia las ventanas. El murmullo era cada vez más fuerte. Un bebé rompió a llorar. La oscuridad impenetrable del exterior se iluminaba con los relámpagos que atravesaban las nubes negras. Una lluvia torrencial caía sobre nosotros y el viento zarandeaba las copas de los árboles como si estuvieran sostenidas por frágiles ramas. Una luz tenue se encendió en el techo del pasillo y la oronda figura del conductor apareció junto a la entrada. Explicó lo sucedido a voz en grito, aunque sostenía un micrófono en la mano. El murmullo cesó de inmediato, algunas cabezas volvieron a acomodarse en los respaldos de los asientos y el conductor, ataviado con un chubasquero brillante, descendió del autobús acompañado por un joven con aspecto de boxeador que se levantó de las primeras filas.
Un murmullo se quedó suspendido en el aire. Las voces gruñían entre la queja y la resignación. Podría haber sido peor, así que demos las gracias, bramó una voz grave. El bebé dejó de llorar. El conductor regresó con cara de circunstancia. No podremos continuar, explicó, llamaré por radio de inmediato y con un poco de suerte en dos horas llegará otro vehículo. Algunos pasajeros empezaron a alterarse y el joven con aspecto de boxeador, aún cubierto con el chubasquero brillante, pidió calma; hemos estado a punto de chocar con un ciervo, dijo, y si no llega a ser por la habilidad de este buen hombre, podría haber sido peor. Amén, exclamó la voz grave. El maletero se abrió para que cada cual recogiera sus objetos personales. Unos y otros se refugiaban en los paraguas que iban cambiando de manos. Llevo más de veinte años tomando este autobús y nunca me había sucedido algo parecido, le contaba una señora de pelo blanco a la joven que viajaba a su lado. Yo es la primera vez que voy a Seattle, respondió esta. Sorteé los paraguas, cogí mi mochila y me alejé de allí.
Caminé en dirección norte bajo la lluvia durante largo rato, el viento había amainado y las copas de los árboles se sacudían ligeras. Cada cincuenta pasos una farola iluminaba la solitaria carretera. Mis pies chapoteaban dentro de las botas y apenas podía sortear los charcos que se multiplicaban en el arcén. Escuché búhos ulular y lobos aullar. O quizá no fueran más que sonidos inventados por mi incertidumbre. No sentí miedo. Me guiaba gracias a las farolas, convertidas en migas de pan que alguien hubiera dejado para mí. Llegué a un desvío iluminado por la única luz que parpadeaba. Busqué señales o carteles que pusieran un nombre a mi meta. Me adentré en el camino sin asfaltar y aposté toda mi suerte a la confianza de mi instinto. Giré hacia el oeste y descendí colina abajo. Los relámpagos eran ahora linternas que iluminaban la noche cerrada. Tenía los dedos de las manos y de los pies entumecidos, las piernas me pesaban y mis zancadas eran patadas al aire. Un destello de luz a lo lejos me devolvió la esperanza. La lluvia intentaba darme un respiro y arreciaba unos minutos antes de volverse torrencial de nuevo. Clavé mis ojos en la luz parpadeante, y supliqué a quien pudiera escucharme que no fuera un espejismo. Sentí una presencia pegada a mi espalda y aceleré el paso. Una franja de cielo empezó a clarear en el horizonte, era un fenómeno extraño, imposible, y en esa claridad descubrí las sombras del perfil de varios tejados. Vida. El aire se impregnó de un aroma a salitre y a algas. Las olas rugían más allá de los tejados y la luz que había vislumbrado desde lo alto de la colina se convirtió en un farolillo junto a la puerta de una casa. Un cartel de madera parcialmente cubierto por las ramas desnudas de un matorral por fin ponía un nombre a mi destino: La Casa de La Playa. Hice sonar la campana de hierro sin mucha energía. Una luz se encendió en el interior, la puerta chirrió y una mujer diminuta apareció sonriente. Al verla, rompí a llorar.
Oh, my Ocean! , pero si estás empapada, exclamó. Me agarró del brazo y me empujó con suavidad hacia el interior. Agradecí tener un techo sobre mí, pero aún sentía la lluvia calando mis huesos. El chasquido de mis dientes resonaba junto con el chisporroteo de la leña de la chimenea hasta que el calor empezó a derretir la fina capa de humedad que me cubría. La desconocida empezó a quitarme la ropa sin que yo pudiera oponer resistencia alguna. La miré fijamente, no dejaba de sonreír y de hablar en un murmullo. Me envolvió en dos mantas, me sentó junto al fuego y se quedó inmóvil junto a mí. Aunque yo estaba sentada nuestras cabezas estaban a la misma altura. Tardé un rato en controlar los espasmos de mi cuerpo. Levanté la mirada hacia ella y me hundí en su mirada azul topacio. Posó su diminuta mano sobre mi hombro, y apretó sus dedos con suavidad. Lanzó un leño a la chimenea con una mano mientras recogía mi ropa empapada con la otra. Se movía con agilidad. Me tapó con otra manta de colores y, en un acto reflejo, hundí la cara en ella y aspiré la calidez de su aroma.
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