Laura Riñón Sirera - El sonido de un tren en la noche

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Una novela sobre la
huida. Una novela sobre el pasado y la posibilidad de volver atrás. Esta es la historia del viaje interminable de una mujer que pudo tenerlo todo y que se vio obligada a olvidar su pasado para convertirse en otra persona, con la que tuvo que aprender a convivir. Una mujer a la que la vida le enseñó que
en la huida el cobarde demuestra su valentía.

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La madre de Lina y Aurora observaba la escena desde la butaca colocada en un rincón bañado por la oscuridad. Desde que se conocieron Jaime y Lina, esta siempre se había referido a su madre como la Rencorosa, y una diminuta arruga aparecía en su ceño cada vez que hablaba de ella. No entiendo por qué le gusta tanto sentarse en la oscuridad, murmuraba Lina cada vez que la encontraba sentada entre las sombras, parece un vampiro a la espera de que caiga la noche. Al escuchar los gritos de entusiasmo de su hija Aurora el cuerpo de la Rencorosa se tensó ligeramente y, con los brazos cruzados sobre su pecho, llenó el silencio con su voz grave haciéndose eco de su pregunta. Sí, ese color de pelo… es extraño, gruñó. Lina miró a su marido y este ni siquiera hizo ademán de girarse hacia su suegra, se acercó a la recién nacida y enredó el mechón anaranjado en su dedo: Mi abuelo paterno era irlandés, susurró, nunca lo conocí, aunque puede que tenga alguna foto suya en uno de mis álbumes familiares… Recuerdo que mi padre me habló de ello en cierta ocasión, tiene algo que ver con un gen raro, me contó que…

—Vale, vale —interrumpió su suegra—, tampoco son necesarias tantas explicaciones solo porque tenga el pelo naranja. Además, puede que ese color desaparezca en días. Quién sabe.

Lina habría hecho lo que fuera para que su madre no hubiera tenido razón, incluso bromeó con teñirle el pelo a su hija si este empezaba a cambiar de color, pero unas semanas más tarde su cabello empezó a clarear y se volvió del mismo tono rubio pajizo que lucía su padre. Aurora estaba convencida de que su sobrina había nacido pelirroja solo para escoger el nombre adecuado para ella.

El relato de sus primeros días de vida sería recordado cada año durante la celebración de su cumpleaños. Aurora se sentiría orgullosa por haber elegido el nombre de su sobrina y Jaime rechistaría por no haber podido ganar la batalla. Clementina se sentaría en las piernas de su padre, lo rodearía con sus brazos de porcelana y bromearía con él, intentaría persuadirlo de que Fernandina era un nombre de señora mayor y él se derretiría al escucharla, y le daría la razón, y soplarían juntos las velas de la tarta de chocolate. Y esa fue la escena que se repitió a lo largo de los años, y habría seguido repitiéndose hasta que las arrugas hubieran poblado las miradas de los presentes si no hubiera sucedido lo que sucedió días antes de que Clementina cumpliera los dieciséis.

Las enfermeras y las monjas se acercaron hasta la puerta de la habitación. Formaron una fila a lo largo del pasillo y Jaime y Catalina, los Marqueses de Azahar, se despidieron de cada una de ellas. Lina le pidió a la madre superiora que, salvo la orquídea de color malva, llevaran el resto de los ramos y centros de flores a la capilla de la planta baja. Tan pronto puso un pie en la acera, Lina llenó sus pulmones del aire otoñal de Madrid. Alzó la mirada al cielo azul y apretó al bebé contra su pecho. Los dos fotógrafos que aguardaban junto al vehículo aparcado frente a la entrada apagaron sendos cigarrillos con la punta de sus zapatos y se irguieron. El chófer gruñó entre dientes al pasar junto a ellos y abrió la puerta trasera del vehículo. Los reporteros acariciaron el ala de sus sombreros y bajaron ligeramente la cabeza cuando los marqueses cruzaron la puerta. Enhorabuena, doña Catalina, dijo el mayor de los dos, nos alegra saber que tanto usted como su hija están bien. Lina le respondió con una sonrisa y una caída de ojos de la que ambos presumirían durante años. Don Jaime estaba al tanto de que aquellos eran los dos reporteros que habían estado haciendo guardia en la puerta del hospital durante toda la semana. Se acercó a saludarlos y les permitió tomar una fotografía de la recién nacida. Así que es niña, felicidades, señor marqués. Felicidades, señora. Gracias, gracias. Doña Catalina se sentó en el asiento trasero del vehículo, cubrió el rostro de Clementina con la solapa del abrigo y estiró el faldón bordado sobre su regazo antes de mirar al objetivo de las cámaras y esbozar una sonrisa blanca y perfecta que borró cualquier rastro de cansancio de su rostro.

Despedidos entre los aplausos del personal del hospital y de algunos curiosos que cruzaron la calle al ver el revuelo formado por la salida de los marqueses, el coche emprendió su marcha y se perdió en el tráfico de la calle Velázquez. El mayor de los reporteros le propinó una colleja al joven, petrificado en medio de la acera con la mirada perdida en el horizonte, deja de soñar zagal, suspiró, en el mundo real no encontrarás una mujer como esa.

En el salón de la casa de los marqueses el eco del tintineo de los brindis en honor a la recién nacida se alargó durante casi tres meses. Lina presumía de hija y Jaime se hinchaba de orgullo cada vez que alguien piropeaba su belleza y buen carácter. Lina confesaba, no sin cierta sorpresa, que salvo el llanto que despertó a la recién nacida el día de su alumbramiento, esta no había vuelto a derramar una lágrima. No os alegréis tanto, gruñía la Rencorosa, que lo que no llore siendo un bebé tendrá que llorarlo cuando se haga mayor. Gracias, madre, contestaba Lina con desdén, tu optimismo me desborda. Y las mejillas de la Rencorosa se encendían, pero evitaba enzarzarse en una discusión. Siempre que estuviera en casa de su hija, la batalla estaba perdida.

Los primeros meses en la vida de Clementina el aire de su hogar estaba cargado de paz y entusiasmo. Lina había pasado casi todo su embarazo decorando la habitación de la pequeña, la última del pasillo, pegada a su dormitorio. Escogió un papel blanco pintado con racimos de flores azules. Junto al moisés, regalo de la Rencorosa, estaba la butaca en la que Mrs. Petty pasaba las horas leyendo cuentos ingleses tradicionales. El aroma a talco y a flores frescas impregnaba cada rincón de la habitación y la envolvía en una capa de calma y de silencio. En la quietud de la madrugada, Lina se acercaba sigilosa, asomaba la cabeza por la puerta y se quedaba embelesada observando los destellos de las alas de los ángeles de papel brillante que flotaban sobre el apacible sueño de su hija.

Los días de la pequeña se sucedían sin sobresalto, un guión que se representaba desde el alba hasta el anochecer. Mientras, ella cumplía días de vida ovillada entre sus sábanas blancas almidonadas, limitándose a arrugar los labios cada vez que tenía hambre y a contraer los músculos de la cara instantes antes de removerse en el pañal sucio. Mrs. Petty la colocaba sobre la cómoda y le cambiaba el pañal mientras tarareaba una nana en inglés o francés. Y cada vez que lo hacía, agradecía al tío Jack los dos paquetes de pañales desechables que este les había enviado desde Estados Unidos. La última novedad en su país. A usted le parecerá una exageración, doña Catalina, explicaba cada vez que la marquesa criticaba su entusiasmo, pero para alguien como yo, que me he pasado casi media vida lavando pañales, este invento es lo más parecido a un milagro.

La pequeña Aurora salía del colegio a toda prisa para pasarse a ver a su sobrina antes de acudir a su clase de piano. Se sentaba en la butaca de Mrs. Petty y alargaba los pocos minutos que tenía sin apartar la mirada del bebé. Lina y ella se llevaban muy bien, aunque, dada su diferencia de edad, su relación era muy distinta a la que tenían sus compañeras de clase con sus hermanas mayores. El padre de ambas murió cuando Aurora tenía tan solo tres años. Apenas se hablada de ello en casa. Las niñas apretaban los dientes cuando les invadía la pena de su ausencia y su madre se limitaba a murmurar su resignación.

Durante los primeros meses de vida de Clementina, Lina se despertaba cada noche sobresaltada con el rostro de su padre merodeando por sus sueños. Se concentraba en los días inolvidables que vivió a su lado, pero la escena del día en el que recibió la noticia de su repentino fallecimiento eclipsaba cualquier otro recuerdo. Sus pesadillas se convirtieron en un enigma oculto en su memoria del que no podría liberarse hasta que no fuera resuelto. Se visualizaba entrando en el despacho de la directora del internado y paseaba la mirada por el cielo plomizo que se veía a través de los enormes ventanales. Llevaba un vestido color verde esmeralda. Sus cuerdas vocales temblaban cada vez que intentaba hablar. Hemos recibido un telegrama , la voz de la directora retumbaba en las paredes de su cabeza, se trata de su padre… Ha habido un accidente. Lo siento. Debes regresar a Madrid. Cuanto antes. Un avión. Tu madre . Lina se desplomó en el suelo. La vida no siempre es justa, susurró la directora arrodillada junto a ella. No temas, todo irá bien. Catalina Amat abandonó Oxford aquella tarde y nunca regresó. «La vida no siempre es justa.»

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