Juan José Brusasca - La ruta del Sastrugi

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La ruta del sastrugi relata el último gran evento de la exploración antártica del siglo XX realizado por argentinos. Nuestro país posee más de un siglo de historia en el sexto continente; descubrimientos, instalaciones, investigación, instituciones, actos cívicos y un sinfín de acontecimientos que nos dejaron un rico legado y que conforman un valioso capítulo que describe el esforzado trabajo de nuestros compatriotas en esa inhóspita región. Se trata de hechos y protagonistas casi desconocidos por la sociedad, pero que sin embargo forman parte indisoluble de las pretensiones y reclamos soberanos de la nación en el extremo sur de la patria.
En este contexto, la segunda expedición terrestre al Polo Sur geográfico constituye el último acto de presencia oficial en el punto más austral de nuestro territorio antártico a 35 años de la primera expedición de este tipo llevada a cabo por nuestro país, pero en esta oportunidad con un desafío diferente a lo experimentado hasta el momento ya que inicialmente se trataría de un viaje de ida y vuelta en un recorrido superior a los 3000 kilómetros utilizando motos de nieve, pero con la salvedad de no contar con apoyo aéreo para el reconocimiento del terreno ni para la instalación de los depósitos de suministro, con lo cual se debió trasladar toda la carga con los mismos vehículos desde el inicio hasta alcanzar el Polo Sur y el regreso también; conformando a lo largo del trayecto los depósitos de provisiones y el combustible necesarios. Esto significó cargar, transportar y descargar a mano 13 toneladas de pertrechos —de los cuales 10 toneladas eran solamente de combustible— en interminables y extenuantes viajes vaivén, que sumados a la distancia en línea recta para alcanzar el objetivo completaron un recorrido de más de 5000 kilómetros de marcha.
Desde el punto de vista humano fue la epopeya de siete hombres luchando por la supervivencia en un medio extremadamente hostil, convencidos de la necesidad de una continuación en el rumbo de la nación sobre este territorio.

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Toda porción de tierra es aprovechada. Abundan allí las plantas de olivo, que representa una importante actividad productiva, también es común ver en el fondo de cada vivienda naranjos y limoneros para consumo familiar. En las parcelas no cultivadas algunos granjeros crían cabras, casi como único ganado de la zona, con cuya leche se elaboran productos lácteos de exportación y carne para consumo interno.

Es frecuente encontrarse con modernos vehículos esperando el paso de un rebaño, para después continuar viaje hacia sus casas. Muchos comerciantes deciden conducir diariamente hacia sus trabajos en la capital, para luego regresar a la tranquilidad de la campiña, donde habitantes urbanos y rurales comparten en total armonía el pequeño terruño. Una atmósfera de cordialidad y sinceridad puede experimentarse en el contacto con esta gente que, si bien celosa de sus tradiciones, tiende su mano desinteresada al extranjero.

A solo kilómetro y medio de ese pequeño pueblo se encuentra el Campo San Martín, base de la Fuerza de Tarea Argentina, donde yo cumplía servicio bajo el mandato de la ONU desde enero de 1997 y donde vivía, junto a mi esposa Claudia, en una casa de alquiler disfrutando lo que era casi nuestra luna de miel a solo un año de nuestra boda.

Corría el mes de mayo de 1997 y una llamada telefónica desde Buenos Aires definiría la suerte y el rumbo de nuestras vidas para los próximos años. Era mi hermano Luis, quien me comentaría en esa oportunidad que el Comandante Antártico de Ejército, Coronel Miguel Ángel Perandones, se encontraba conformando —como ideólogo del plan— un equipo de hombres para llevar a cabo la segunda expedición argentina al Polo Sur geográfico por vía terrestre.

La misma se realizaría a fines de 1999 partiendo de Base Belgrano 2, estación antártica más austral de nuestro país y lugar en que había realizado mi primera invernada en el año 1995.

Para mi asombro y agrado, Luis confirmó que mi nombre se encontraba en la probable lista de candidatos a integrar la expedición, obedeciendo esto a que días antes de partir hacia la isla de Chipre había cursado mi solicitud de deseo voluntario para integrar futuras dotaciones en territorio antártico.

Mi hermano, viejo antártico para ese momento con tres invernadas en su mochila, conocía mi respuesta a la pregunta formulada, pero decidimos hablar al día siguiente ya que debía evaluar junto a mi esposa el aspecto familiar, cuestiones básicas fundamentales como riesgos, separación y desarraigo, planificación familiar, etc.

La aceptación de Claudia a mi deseo, esa tarde, fue lo más gratificante que había escuchado en mucho tiempo. Me sentí comprendido y apoyado por la que sería mi cómplice de importantes vivencias futuras para, llegado el momento, decir sí a la propuesta de formar parte de una aventura que de otra manera solo podía haber experimentado a través de un libro o un video.

Al día siguiente hablé nuevamente con mi hermano para confirmar mi aceptación y comencé a sentir cómo la experiencia más extraordinaria de mi vida se apoderaba de mi mente y mi cuerpo; una sensación que solo se extinguió tres años después cuando —ya cumplido el objetivo—, aunque feliz por el éxito, aprecié que mi extraña sensación de angustia era la ausencia de esa energía que me mantuvo activo durante este largo y complejo proceso.

Dos meses más tarde, en julio de 1997, transitaba el hall central del Edificio Libertador —actual sede del Ministerio de Defensa y del Estado Mayor General del Ejército, lugar donde prestaba servicios y a solo días de regresar de la comisión en la isla de Chipre— cuando casualmente me encontré con el Sargento Ayudante Ramón Celayes, técnico topógrafo que había participado en campañas de invierno en Base San Martín y Base Esperanza.

Celayes estaba destinado desde hacía ya algunos años al Comando Antártico de Ejército, lo conocía de mi paso por dicha unidad, durante los años 1994 y 1995 cuando realicé el curso preantártico para participar de la invernada en Base Belgrano 2. En ese accidental encuentro se acercó a mí, nos saludamos y me expresó en voz baja:

—¡Se está planificando una nueva expedición al Polo Sur, y estamos en la lista de probables integrantes!

—¿Yo también…? —consulté ingenuamente.

Luego intercambiamos datos e información que no hizo otra cosa que alentar mi optimismo, creo que ese fue el instante en que comenzó para mí la gran operación. Existía la posibilidad que las palabras de Celayes no estuvieran equivocadas y más allá de mis deseos personales, que no distaban de las ambiciones de cualquier conocedor de aquellas osadas exploraciones realizadas en los últimos dos siglos tanto en el Polo Norte como en el Polo Sur, quisiera vivificar aunque sea en sueños.

Otra situación favorable a mi posible elección era que del personal inscripto como postulantes de ese año para formar parte de las dotaciones destinadas a campaña de invierno 1999, había hombres con y sin experiencia en el territorio antártico, pero de los operadores de comunicaciones de esa lista de voluntarios yo era el único que tenía experiencia en Base Belgrano 2, lugar que sería el punto de partida de la expedición, con lo cual lógicamente mis posibilidades de ser designado se acrecentaban.

Ese sencillo análisis que mi lógica concebía en esos momentos era suficiente para sentirme optimista y comenzar a preparar, aunque sea muy vagamente, un bosquejo de los sistemas de comunicaciones que con el tiempo sería transformado y depurado tantas veces como fuera necesario hasta tener la total convicción de haber obtenido el sistema más propicio y conveniente para la expedición, ya que sería justamente esa mi misión primaria y para la cual sería convocado si se cumplía lo esperado.

Así es como, a partir de ese momento, empecé a repasar mi experiencia vivida en el continente antártico como responsable de las comunicaciones de la base, solo dos años atrás, la que sería fundamental a la hora de tomar decisiones.

En el mes de diciembre del mismo año, a solo cinco meses de aquella charla y habiéndose cumplido mis deseos, ya me encontraba en el Comando Antártico de Ejército como integrante de la nueva dotación de Base Belgrano 2, realizando los trabajos previos a la invernada y expedición que se desarrollarían durante el año 1999 y principios de 2000.

Capítulo 2

Continente antártico

El continente antártico, o simplemente la Antártida, comprende todo el territorio al sur del paralelo 60° hasta el Polo Sur, con una extensión de aproximadamente 14.000.000 de kilómetros cuadrados, y es el más frío, seco, tempestuoso e inaccesible del planeta. En él se encuentra el 80% del agua dulce del globo en una gruesa capa de hielo que promedia los 2000 metros, llegando hasta los 4800 metros en su máximo espesor.

El continente está dividido en dos regiones bien definidas: Antártida Oriental, de mayor tamaño, es la que se posa y rodea al Polo Sur, de forma casi circular alargada, a la que se une la Antártida Occidental, más pequeña y en forma de «S» , con terminación en la península antártica, que enfrenta a Sudamérica y que geológicamente es la extensión de la Cordillera de los Andes.

Estos dos sectores se encuentran unidos por una gran masa de hielo que los cubre y los funde en un solo paisaje, desbordando hacia el mar en extensas plataformas de hielo flotante llamadas Barreras de Hielo, que nacen en el continente, avanzan hacia el mar y cubren el 30% de la línea costera, con un frente de hasta 200 metros de altura, siendo las dos más importantes la Barrera de Ross (487.000 km ²) y la Barrera de Filchner-Ronne (430.000 km ²). Cuando por acción del vie nto y de las mareas estas se fracturan, generan témpanos de tamaños semejantes al de una ciudad en algunos casos, llegando a tener decenas de miles de kilómetros cuadrados.

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