Derzu Kazak - El hijo del viento blanco

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La urdimbre y la trama de esta nueva novela de Derzu Kazak se afirma en una conjetura difícil de consentir: ¿Qué sucedería si un país sudamericano tuviese un Presidente absolutamente honesto?
Tal como se presenta actualmente el mundo de la política, donde la corrupción impera en casi todos los estamentos del Estado, la honestidad es un traspié genético que debe eliminarse. Nada es lo que parece en el ámbito estatal, y menos en el macroeconómico, engendrando confabulaciones y planes perfectos que el destino se encarga de mandar a baraja, urgiendo otros planes tan efímeros y cambiantes como la condición humana.
Un devenir de acción y de intriga a nivel planetario, con la presencia de mafias, corporaciones supranacionales ávidas de oro negro y «negocios redondos», sicarios y comandos de élite, mantiene al lector sin resquicios para intuir el desenlace.

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Huérfana desde los trece años, fue la única superviviente de un infortunado accidente que la dejó sin familia. Realmente le importó poco. Más bien cercano a nada. Su sensibilidad parecía extirpada de raíz desde que asomó su menuda cabecita del vientre materno.

Terminó su crianza saltando de la vivienda de un pariente a la del otro. Ninguno aguantaba más de un mes el torbellino que creaba a su paso y menos aún, que tomara por asalto el mando del hogar como un lunático sargento de marines.

¡Solamente sabía dar órdenes!

En esta época, ni sus padres la reconocerían. Por momentos, ella misma se desconocía frente al espejo, con la descabellada sensación de haber sido reencarnada en vida con diversos rostros, a manera de mascarillas de órbitas huecas encajadas sobre sus mismos ojos de precioso berilo.

Nadie descifraría su edad. Un ejército de artífices avezados en belleza y los más costosos cosméticos la conservaban con una lozanía que podía medirse en un par de millones de dólares anuales. La Dra. Forrestal era intemporal. Una escultural mujer esculpida milímetro a milímetro, que arañaba escasamente los cuarenta desde hacía décadas.

Las facciones de nacimiento de ningún modo la conformaron, y el dinero le permitió modificarlas a su antojo. Su nariz y otros rasgos inarmónicos del rostro y del cuerpo fueron cincelados sabiamente por médicos escultores, que llevaron en una progresión desapercibida para la avizora y frívola mirada del jet-set, una fisonomía vulgar hasta la excelencia de un rostro semejante al de la célebre Sári Gábor, Miss Hungría en 1936, conocida artísticamente como Zsa Zsa Gabor, en sus momentos descollantes. Pero nadie pudo menguar el rigor de su mirada, ni un fulgor inconfundible que traslucía la voluntad de dominio emanante de las profundidades del alma, abismalmente ávida de riquezas.

Estaba convencida que nació para mandar. Y mandaba. Para triunfar. ¡Y triunfaba siempre! Hasta ahora lo había logrado.

Pero al lidiar con Carlos Altamirano había tropezado con un murallón inexpugnable, gemelo a las escarpas cristalinas del Fitz Roy en los Andes Patagónicos. Requería aplicar sofisticadas técnicas de escalada, más ladinas, para vencer a “ese” condenado Presidente.

Su platinada cabellera con destellos áureos y el sencillo corte carré, sujeto con una diadema atezada tachonada de brillantes, que implantaba flemáticamente en su testa en el clímax de las más acaloradas asambleas, le daba un aire juvenil, compensado por su ancestral manía de lucir trajes de dos piezas, falda y chaquetilla, con una blusa de seda al tono. Una excentricidad que pasó a ser simbólica en el universo de las altas finanzas.

La seda de Liza Forrestal era la envidia de Ives Saint Laurent y sus colegas. Una seda natural, elaborada con las hebras sutiles y lustrosas que formaban los capullos de millares de gusanos de la mejor raza, la “bombyx-mori”, en un criadero exclusivo mantenido a precio de oro en el corazón de Asia. Una seda joyante de suprema calidad, finísima y de máximo brillo. Idolatraba esa seda acariciante y crujiente como si fuese una criatura viva.

Una fibra que empezó a utilizar 2.700 años antes de Cristo el Emperador Si-Hing-Chi, quien encontró la forma de criar los gusanos y desovillar los capullos. Sus enviados seleccionaron la comarca de Chang-Tung, al septentrión del río Amarillo. En aquel territorio, hilaban la seda de capullos escogidos, de regular tamaño, sana, apretada y blanquecina. Luego, en un trajín de infinita paciencia, era tejida y pintada magistralmente por virtuosos de la China milenaria. Nadie poseía algo idéntico en la Tierra.

Jamás lo hubiese permitido.

Embellecía su escote un collar de perlas negras, absolutamente distinguido, confirmando que sus laminillas de aragonita y membranas de conquiolita dieran el oriente perfecto. Remataba con un primoroso broche elíptico, en el cuál, engarzado, irradiaba sus destellos del averno un rubí “cat’s eye”. Las agujas del sedoso rutilo incrustado, por efluvios de luz, halaban un rayo danzante en el alma de la gema. Un cabujón de treinta y cinco carates, rojo puro con una sedosa tonalidad azulada, fortificado de brillantes ambarinos que evocaba el célebre diamante Tiffany encontrado en Kimberley en 1.878.

Las gemas naturales de calidad sublime le fascinaban. Su colección privada era en verdad increíble.

Vestía ese uniforme como un comando de elite escrupuloso y refinado. Invariablemente idéntico. El atavío de lidia que intimidaba a sus amigos y enemigos.

Liza Forestal, líder indiscutida en el mercado supranacional de inversiones multimillonarias, podía a capricho fagocitarse prestigiosas corporaciones si resultaban perjudiciales bacilos en su ejido económico.

Apreciaba a más no poder esta clase de asepsia.

Capítulo 8

New York

Comenzó su meteórica carrera como abogada a los veintidós años, con una veta especial de avidez que recordaba el tesón y el genio bravío del viejo John D. Rockefeller. Se imponía a sí misma ganar todos los litigios sin importarle los medios…

Y los ganaba.

Había escogido concienzudamente sus estudios con un fin perfectamente determinado. La carrera de leyes le generaba un espectro de oportunidades para enriquecerse de manera fulminante infinitamente más amplio que cualquier otra, y planeaba precisamente eso; usar la vaguedad de las leyes para adueñares del mundo. Su auri sacra fame era insaciable.

Un día de tribunales excepcionalmente brillante, con solo veintiséis años de edad, ganó al jurado con la maestría del bisabuelo de Satanás y la mascarilla de una niña desvalida, en una causa perdida a todas luces. Ese gélido día de gloria, engalanado por una copiosa nevada que embellecía el estado de Washington, conoció a quien sería su ilustre y millonario esposo.

El Dr. Karl Walker, solterón empedernido, espigado y enjuto con un notable aire a Abraham Lincoln, de andar majestuoso si no fuese por una leve renquera que, paradójicamente, era su orgullo por ser reminiscencia de su bravura en la guerra, una copiosa cabellera argéntea por poco peinada a capricho del viento, empaquetado en un austero terno tostado de innegable hechura londinense, era una luminaria de las leyes económicas que la triplicaba holgadamente en edad.

Se acercó para elogiarla… y no pudo separarse de ella.

El romance duró menos tiempo que un relámpago.

Y el matrimonio la mitad.

Liza Forrestal descubrió sagazmente el atajo a la cima. El fallecimiento de su flamante esposo durante la luna de miel, dio raudales de habladurías entre los letrados y escozor en los selectos círculos financieros.

Unos la soñaban como idílica vampiresa carnal.

Otros… como siniestra vampiresa cerebral.

Pero nadie dijo nada. Y nadie vio rodar una lágrima por sus mejillas.

Quedó una sospecha latente, indefinible, flotando en el aire como el smog londinense, que podía avenirse con el crimen o con la fúnebre suerte. Era demasiado arriesgado hacer frente a esa rara avis sin pruebas sólidas como el acero. Una parvenu que emanaba un peligro de crótalo diamantino, frenaba la idea en las mentes recelosas antes de pronunciarla con los labios. La legítima y única heredera de una respetable fortuna, con su cara de ángel inocente, encubría un cerebro impredecible y temerario.

La mayoría olvidó el desenlace. Otros, lo evocaban todos los años en los tediosos conciliábulos de negocios, con una copa de coñac tibio en la mano y la voz balbuciente, temiendo que las paredes tuviesen oídos muy finos y esos comadreos fueran más inestimables que los enigmas de la KGB.

Jamás volvió a casarse y, si tuvo algún romance, quedó en el más absoluto secreto. Los hombres que la admiraban como abogada le temían como mujer y, los que la admiraban como mujer, que no eran pocos, le temían como abogada. Ni siquiera los galanes caza fortunas se acercaban.

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