Darío López R. - La política del Espíritu

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El autor asume en las páginas de este libro que el evangelio es una verdad pública y que, por tanto, es un mensaje que no queda circunscrito en los templos, ni se trata de un discurso religioso destinado a seres incorpóreos, sino un mensaje que confronta todos los factores que oprimen y cosifican a los seres humanos, y que produce una nueva humanidad en la cual desaparecen los prejuicios sociales y los mecanismos de discriminación que separan a los seres humanos.
Se trata, pues, de un análisis bastante completo, a partir del Evangelio de Lucas y otros textos bíblicos complementarios, para afirmar con claridad que Dios está del lado de los pobres, los marginados, las viudas, los huérfanos, los desechados de la sociedad, los despojados de sus derechos más básicos, los explotados y humillados por los poderes dominantes y hegemónicos. Así, nadie que lea esta obra quedará inmune a la voz del Espíritu, que cortará nuestras conciencias como espada de doble filo dado que Jesucristo nos llama a encarnar una espiritualidad integral que no separa lo espiritual de lo secular, la fe de las obras, sino que afirma el compromiso social y político como aspectos esenciales de la misión cristiana.
El libro alude a los cambios que se observan en el mundo evangélico en general y en el pentecostal en particular. Uno de estos cambios tiene que ver con la toma de conciencia acerca del papel de los cristianos en relación a la realidad social, económica, política y espiritual en la que tenemos el llamado a vivir la fe y dar testimonio de Jesucristo.

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A la luz de la experiencia y práctica concreta de la comunidad de Jesús de Nazaret, la ekklesia (iglesia) en la polis (ciudad), si quiere ser fiel a su llamado y vocación histórica, no puede aceptar como válidas y legítimas las distintas formas de opresión social, cultural y religiosa que son expresión visible de una mentalidad cerrada, vertical y autoritaria. La política del Espíritu camina en otra dirección, choca frontalmente contra toda opresión que cosifica a los seres humanos, y produce una nueva humanidad en la cual desaparecen las prácticas de discriminación y los prejuicios sociales y culturales que separan a los seres humanos. La política del Espíritu produce nuevas relaciones sociales, une a quienes las sociedades humanas separan, y valoriza a quienes son ninguneados y tratados como simples cifras estadísticas.

Esa «nueva humanidad», hermanada en Cristo por medio de su Espíritu, posibilitará esas nuevas relaciones sociales. Partiendo del ejemplo intracomunitario de cómo ella se relaciona, pues es justamente por la forma en que nos amamos que demostramos que somos, de hecho, discípulos de Cristo (Jn 13.35) y no por cuestiones doctrinarias o indumentarias. El deseo divino de tener un pueblo que representa lo que significa vivir bajo el amparo de Dios, a través de una postura ética ejemplar, llevando a los demás pueblos a querer imitarlo (Dt 4.5–8) en Cristo, avivados por el poder del Espíritu (Gá 5.22) puede finalmente ser cumplido. No escondiéndose en guetos religiosos en los que los pentecostales podrán hacer la diferencia, sino colocándose en la posición diaconal de servir de luz y sal para la sociedad. Esta es la conclusión del autor con la que concuerdo en esta oportunidad, y saludo su nueva obra.

Tendría que ser así porque el pentecostalismo está vinculado estre­chamente con los sectores históricamente postergados, marginados y excluidos de la región andina; su misma composición social indica que estos sectores son la inmensa mayoría del pueblo pentecostal que, como las otras personas y familia pobres, comparten las mismas expectativas sociales y políticas. Esta realidad innegable debería ser entonces, desde la base de una comprensión más integral de la misión cristiana y del discipulado radical que está en el corazón del pentecostalismo, razón suficiente para que las iglesias pentecostales se preocupen por las necesidades materiales concretas (alimentación básica, educación de calidad, acceso a la salud, vivienda digna, salario justo, entre otras necesidades) de los pobres, los oprimidos, los marginados y excluidos que forman parte del pueblo pentecostal y que son su expresión mayoritaria tanto en las grandes urbes como en los pueblos más alejados de los centros de poder. Más aun, debería ser razón suficiente para que los pentecostales luchen activamente buscando que todas las personas, creyentes y no creyentes, sean tratados como ciudadanos con iguales derechos, deberes y oportunidades, como corresponde en un sistema democrático orientado al bien común y que busca consolidarse como tal.

Esa es la política del Espíritu, que se expone en diversos textos bíblicos, que Jesucristo nos la enseñó (Mt 25.31–46), y nos la repitieron Pablo (Hch 20.35; Gá 2.9, 10) y Santiago (2.14.26), por mencionar solo unos ejemplos. Lejos de practicar una colonización bajo la excusa de «evangelizar», es necesario anunciar el mensaje del Evangelio con todo aquello que lo compone: apertura a una relación entre Dios y las personas (Lc 4.14–29), liberación de las vidas (Jn 8.1–11), sustento de las necesidades básicas (Jn 6.1–15) y, finalmente, esperanza para los que viven en la oscuridad social y espiritualmente hablando (Mt 4.12–17). Hay una política del Espíritu que impulsaba las primeras comunidades de fe, que moldeaba su identidad y pertinencia, conduciendo a sus seguidores a ser unidos, a compartir todas las cosas, vendiendo sus propiedades y sus bienes, a repartir el dinero entre todos «conforme la necesidad de cada uno» (Hch 2.44, 45). Esta es la propuesta de esta obra: recuperar ese ideal de nuestra identidad para un mundo que ya no soporta el discurso religioso y político, sino que quiere ver en la práctica a los ciudadanos del reino sirviendo conforme a lo que el Señor Jesús nos instruyó (Mr 16.15–20).

César Moisés Carvalho

Autor de Pentecostalismo y posmodernidad

Rio de Janeiro, junio de 2019

Introducción

«Aunque al poner su nombre en un libro quien escribe asume la responsabilidad personal por todo lo que ha escrito, en la producción de un manuscrito intervienen siempre muchas personas…».

—Samuel Escobar 2012:4

Este libro no es una excepción. La deuda que tengo con muchas personas es impagable. A lo largo de estos años disfruté la lectura de innumerables libros y artículos, así como de la amistad invalorable de amigos irremplazables y, en consecuencia, el producto final es resultado de todas esas lecturas y relaciones amicales. Todo comenzó cuarenta años atrás. Mi peregrinaje ha sido largo, y tuvo un disparador inicial, cuando me pregunté sobre mi identidad evangélica, wesleyana, pentecostal, anabautista.

En los primeros meses de 1974, cuando comenzaba los estudios universitarios, me vinculé a la Iglesia de Dios del Perú «Monte Sinaí» de Villa María del Triunfo (Lima, Perú), la congregación pentecostal en la que conocí y aprendí a amar y servir al Dios de la vida y al prójimo indefenso. La sencillez del pastor Juan Huertas, la espontaneidad y la alegría del culto, así como la participación activa de los miembros en el culto y en el servicio a la comunidad, fueron las principales razones por las que, finalmente, me integré a esta comunidad de discípulos, pequeña en número, pero grande en corazón. Todavía permanezco en ese suelo firme que me ha dado muchas, muchísimas, alegrías en las últimas cuatro décadas.

Cuando fue pasando el tiempo, como probablemente les ha ocu­rrido a otros creyentes, descubrí que no siempre en la congregación en la que me formé socialmente como creyente evangélico de tradición pentecostal y en otras que fui conociendo en esos años, había una correlación estrecha entre la vida privada y la vida pública, la teología y la ética, la identidad confesional y la conducta ciudadana responsable. Pensé entonces que, tal vez, tenía razón un atento observador del movimiento pentecostal peruano que afirmaba que en estas iglesias «aunque se da un desarrollo ético personal verdadero, sin embargo hay una ética social muy pobre…» (Marzal 1989:427). Y que, quizás, tenía cierta consistencia la crítica mordaz de un historiador peruano, quien afirmaba que en las iglesias pentecostales:

Los conversos son bombardeados sistemáticamente con mensajes fundamentalistas y escatológicos. Estos se suministras particu­larmente en las Iglesias donde la labor del pastor adquiere un papel decisivo. Su autoridad es unánimemente reconocida. No hay duda o cuestionamiento a sus opiniones y mandatos […] Se autoeducan en sus iglesias y escuelas dominicales donde taladran la mente de los niños y adolescentes hasta despojarlos de toda la tradición y memoria colectiva, dispensarles de toda preocupación o iniciativa que tenga que ver con la historia, la sociedad y la política inmediata que en nuestro país se encuentra revuelta y convulsa dramáticamente… (Kapsoli 1988:156, 158).

Estas y otras observaciones críticas me condujeron a examinar mis convicciones y práctica de vida como creyente y ciudadano, a conocer la historia del movimiento pentecostal primigenio, así como a indagar en esa historia en busca de las raíces teológicas y éticas de mi identidad confesional. Fui descubriendo así que el pentecostalismo tenía firmes lazos con el movimiento de santidad, la teología wesleyana y la Reforma Radical (anabautistas).

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