Rafael Arráiz Lucca - El coro de las voces solitarias

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Rafael Arráiz Lucca realiza un viaje a través de 200 años de poesía en Venezuela y vierte aquí sus impresiones. Partiendo de la confluencia entre el nacimiento de la república y los poemas de Andrés Bello, cultor fundacional de las artes poéticas en el país, la travesía se extiende hasta los autores que más se han destacado entre el cierre del siglo pasado y los inicios del siglo XXI. En el rico trayecto asistimos al encuentro de un Pérez Bonalde como valor continental; un Ramos Sucre como creador fundamental de la lengua; la vanguardia del grupo Viernes y Gerbasi; la modernidad de Sánchez Peláez y los aportes de la generación de los años 60; el fulgor de los grupos Tráfico y Guaire; la eclosión femenina de finales del siglo XX, y toda la pléyade de voces aisladas, como Cadenas, Montejo, Ossott o Machado, entre muchas otras, que han ido entretejiendo un cuerpo lírico de resonancia en las letras hispanoamericanas.
Hay en estas páginas un sentido y vívido recorrido que, como lo sugiere el subtítulo, se ofrece como «una historia» interpretativa y crítica del quehacer poético venezolano, tan maduro y tan fresco como vibrante en sus exploraciones y efervescencias.

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Que te aromen las flores que aquí dejo;

que tu cama de tierra halles liviana.

Sombra querida y santa, yo me alejo.

Descansa en paz… Yo volveré mañana.

No creo que puedan parangonarse las obras de Maitín y de Lozano, ni despacharlas a ambas con la misma displicencia. Quizás en Maitín sus primeros intentos poéticos neoclásicos le atemperan la efusión romántica, circunstancia que no ocurre en Lozano. Este, por el contrario, no encuentra en su pasado ninguna cuerda que lo ate al muelle. Si Maitín fue longevo, Lozano muere a los cuarenta y tres años. Si Maitín provenía de familia pudiente, a Lozano lo mordía la pobreza desde su nacimiento. Sin embargo, Federico Maitín, hermano de José Antonio y también bardo, le tendió la mano a Lozano e indirectamente le abrió las puertas de la celebridad. De modo que ambos, proviniendo de canteras distintas, entrecruzaron sus vidas. Es muy probable que los hermanos Maitín hayan sido quienes colocaran a Lozano en el camino de la poesía. Veamos su periplo.

Desde el nacimiento mismo de Lozano comienzan sus avatares comprometedores: lo bautizaron con nombre de mujer, «Abigaíl», pero esta circunstancia, lejos de amilanarlo, lo encrespó. Nace en Valencia, pero siendo un niño se lo llevan a Puerto Cabello a trasegar la orfandad paterna. A los veinte años se le abren las puertas del periódico de Antonio Leocadio Guzmán, El Venezolano , y comienza su celebrada carrera poética. Se muda a Caracas gracias al apoyo de Federico Maitín, y desde entonces sus arrebatos románticos hallan en la capital el mapa propicio para sus explosiones. San Felipe, otra vez Valencia, Barquisimeto, son las ciudades que va conociendo Lozano en su peregrinaje de perseguido político y de editor de revistas literarias. Vuelve a Caracas sobre el potro de sus partidarios y traba amistad con funcionarios diplomáticos peruanos acreditados en la capital, y poco a poco se va enamorando a distancia del Perú, al punto que este país lo nombra cónsul en la isla de Saint Thomas. Zarpa en enero de 1861 y ya no regresará más a su Venezuela natal.

Según relata Enrique Bernardo Núñez en su libro Escritores venezolanos , la muerte de Lozano es todo un relato policial. Lo resumo: en Saint Thomas se entusiasma con el general mexicano, expresidente y caudillo de su país Antonio López de Santa Anna (aquel que perdió una pierna en batalla y organizó unas pompas fúnebres para ella) y se hace su secretario. Además de asistirle en diversos asuntos, le escribía discursos y manifiestos. Era fama que el general disponía de una fortuna considerable y, según Núñez, era un hombre dado a creer en la palabra de los otros. Así fue como cayó en manos de un embaucador de apellido Mazuera, que se le acercó con el pretexto de escribir su biografía y, después de la frecuentación de la amistad, lo estafó. El general invirtió una fortuna en la reconquista de México que Mazuera prometía, pero este había tramado una estafa con tal exactitud que solo se enteraron del timo cuando ya estaba en Nueva York. El pobre Lozano, en su condición de secretario de López de Santa Anna, era un testigo privilegiado de la conflagración que estaba por develarse, de modo que el inefable Mazuera se deshizo de aquel poeta incómodo envenenándolo durante un cordialísimo almuerzo. Moría de cuarenta y tres años en unas circunstancias tan absurdas como muchos de sus intentos poéticos. ¿Qué diablos hacía Lozano como secretario de aquel general dictador que era víctima de su propia vanidad? Lo cierto es que murió envenenado, en tiempos en que fallecer por esta causa era un gesto romántico.

Aunque sus poemas se recogen en libro por primera vez en 1844, la fama súbita de Lozano hizo erupción el año anterior, cuando se inició en el periódico guzmancista. No olvidemos que durante todo el siglo XIX la fama del poeta podía llegar a ser enorme, tanto como la de los cantantes o los actores de cine de hoy en día. Sin embargo, los críticos de su tiempo le señalaron ingentes desatinos a su obra, pero los lectores hicieron de su poesía moneda común y celebradísima. Lo que los críticos hallaban de altisonante y cursi, los lectores lo encontraban prodigioso. Su fama fue tal que hasta sus detractores tuvieron que convenir en que sus versos secundarios eran fruto de un talante fogoso. Vista a la distancia, su obra no pasa de ser una típica expresión del primer romanticismo venezolano: emulador de Zorrila, de rimas forzadas, melifluo, desaforado. Pero si el juicio sobre su obra es severo, no por ello es innegable que, a los efectos historiográficos, es interesante lo que Lozano representa. Oigamos a Jesús Semprum fijar su importancia:

Salvo el tremendo Juan Vicente González, ningún espíritu de la época representa mejor, en efecto, el alma atormentada de su generación como el poeta de Horas de martirio . Desenfrenado cantor del amor, del heroísmo y de las encendidas pasiones políticas que inflamaban a la Venezuela de entonces, sus versos son el trasunto fiel del mundo en que vivió, cuya atmósfera tempestuosa olía a centella, y temblaba con el medroso estampido de los truenos que sacudían el mal seguro edificio de la Patria recién nacida. (Semprum, 2006: 22)

Lozano fue un hombre emblemático de su tiempo: la pasión política no le fue ajena; la poética, tampoco. Vivió como ardiendo en el fuego del romanticismo cultural de sus años: componía loas a los héroes de la patria en construcción, denostaba de sus enemigos, se solazaba en las ciudades idílicas que se amoldaban a su imaginario, huía hacia adelante, se enamoraba, cocinaba sus frustraciones en una de las palabras más al uso en su tiempo histórico: martirio (pocos vocablos más románticos que este; pocos vocablos otorgaban mayor prestigio poético que la confesión del dolor martirizante). Consigno un ejemplo de su poesía, tomado de la oda a Barquisimeto:

¡Virgen desamparada!

¡Reina del Occidente!

¡Alza la noble frente,

no te avergüences, no!

Grande en tu vencimiento,

el mundo te admiró.

Al son de tus cañones

Colombia despertó.

El tercero que completa el primer romanticismo criollo es el marabino José Ramón Yepes (1822-1881). En su obra poética se distinguen dos períodos: el del romanticismo inicial, que es el que más nos interesa en este momento, y el segundo, ya entregado a la lírica parnasiana.

La vida de Yepes emula en muchos sentidos la de Ulises. Nació a orillas del lago y llegó a ser contralmirante de la Marina de Guerra de Venezuela, después de haber superado todas las peripecias del mejor de los navegantes. También escuchó el canto de sirenas de la política y llegó a ser diputado y senador. Al jubilarse, emprendió la escritura de novelas de sesgo indigenista, pero mientras estuvo bajo el dictado de las olas abordó la poesía. De modo que alcanzó un típico ideal romántico: la vida y el arte en una sola entrega. Al momento de relatar su muerte, sus biógrafos revolotean alrededor de una nube, y no se sabe a ciencia cierta si se suicidó o se quedó dormido viendo la luna, pero lo cierto fue que se ahogó en aguas de su lago de Maracaibo. En cualquiera de los dos casos, es inimaginable una muerte más romántica que la del bardo Yepes. Fernando Paz Castillo, en su labor de crítico de la poesía venezolana, estimó mucho su obra y llegó a afirmar: «Creemos que de los poetas románticos de la primera generación —esencialmente poetas— el único que se le puede parangonar a Yepes es Maitín. Maitín tiene, sin duda, un sentimiento más familiar y depurado. Pero muestra Yepes más seguridad en el paisaje, sobre todo cuando habla de cosas como el mar, que forman parte de la propia vida» (Paz Castillo, 1964: 182, volumen I) Si Lozano aborda los temas altisonantes de la épica, sin haber sido guerrero, este marino, que batalló denodadamente, se afana con los temas más sencillos: allí está su fuerza. Cuando hace baladas de inspiración marina, cuando retrata a una niña en la tarde, cuando perfila el cielo estrellado se acerca a estos parajes con una extraña dulzura, con una humildad distinta a la del romanticismo vociferante. Veamos un mínimo ejemplo:

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