Rafael Arráiz Lucca - El coro de las voces solitarias

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Rafael Arráiz Lucca realiza un viaje a través de 200 años de poesía en Venezuela y vierte aquí sus impresiones. Partiendo de la confluencia entre el nacimiento de la república y los poemas de Andrés Bello, cultor fundacional de las artes poéticas en el país, la travesía se extiende hasta los autores que más se han destacado entre el cierre del siglo pasado y los inicios del siglo XXI. En el rico trayecto asistimos al encuentro de un Pérez Bonalde como valor continental; un Ramos Sucre como creador fundamental de la lengua; la vanguardia del grupo Viernes y Gerbasi; la modernidad de Sánchez Peláez y los aportes de la generación de los años 60; el fulgor de los grupos Tráfico y Guaire; la eclosión femenina de finales del siglo XX, y toda la pléyade de voces aisladas, como Cadenas, Montejo, Ossott o Machado, entre muchas otras, que han ido entretejiendo un cuerpo lírico de resonancia en las letras hispanoamericanas.
Hay en estas páginas un sentido y vívido recorrido que, como lo sugiere el subtítulo, se ofrece como «una historia» interpretativa y crítica del quehacer poético venezolano, tan maduro y tan fresco como vibrante en sus exploraciones y efervescencias.

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¿Quién sabe por qué crece

Entonces el penacho de esa palma,

Y el viento la remece

Y la despierta de súbito,

Y a su voz el concierto y dulce calma

De la noche se rompe, cual si fuera

Hablando una palmera a otra palmera?

Este primer romanticismo criollo presenta aristas contradictorias. Si por una parte es evidentemente emulador de Zorrilla, por otra es genuino en la asunción de la poesía y la vida como una sola empresa. Si por una parte es una suerte de eco, por otra es verídico, responde a una impronta personal propia y a la vez colectiva. Espejo de su tiempo, pero a la vez carta de presentación de la individualidad, los tres primeros son disímiles: Maitín canta apesadumbrado, se retira, la muerte lo domina y probablemente sea el motor de su arquitectura profunda. Frente al tráfago de la vida pública, después de conocer sus fauces, la abandona y se refugia en Choroní para adelantar su poesía de celebración susurrante, de aceptación de la fatalidad del destino. En cambio, Lozano blande su espada y canta, desaforado, a los motivos de su entusiasmo, ya sea Bolívar, algún otro héroe, la ciudad de sus sueños o la mujer amada. Yepes observa y dibuja sus baladas cadenciosas. Paradójicamente, la mirada de este guerrero está tomada por la ternura. Los tres, cada uno por su cuenta, han ido metabolizando el arquetipo romántico y este, como veremos más adelante, fue haciéndose delicuescente en otras obras; fue haciéndose cada vez más una corriente literaria y menos una apuesta vital, como lo fue para estos tres del inicio.

Si el primer romanticismo nuestro surge hacia los primeros años de la década de 1840 y se extiende hasta 1859, aproximadamente, no es menos cierto que estas delimitaciones temporales no son exactas. El primero y el segundo —que, según la crítica, comienza hacia 1860— en algunos momentos se solapan. Entre ambos se clava como una espada la Guerra Federal. Entre los que mayor relevancia alcanzan se encuentran, en primer lugar, José Antonio Calcaño; luego Heraclio Martín de la Guardia, también conocido como Heraclio Guardia, a secas; Francisco Guaicaipuro Pardo y Domingo Ramón Hernández. Sus inicios se sitúan hacia mediados de la década de 1860 y algunos llegan a publicar hasta finales del siglo XIX. Detengámonos en sus aportes.

José Antonio Calcaño (1827-1897) hizo el viaje inverso. Si Bello transitó del neoclasicismo al tenue romanticismo de sus años finales, Calcaño fatigó la trocha romántica y en sus últimos días abrazó el neoclasicismo, buscando (probablemente) el aplauso de la Real Academia de la Lengua de España. A los cuarenta años, en 1867, Calcaño es nombrado cónsul en Liverpool; antes se ha hecho de una reputación poética. A partir de 1845 comienza a publicar sus textos en los diarios de su tiempo, pero no es hasta 1865 cuando publica su primer poemario: El canto de primavera . Pertenecía a una familia cuyos miembros, en su mayoría, se realizaban en el campo literario. Su estancia europea fue mucho más larga de lo que el propio Calcaño sospechaba, a tal punto que pueden establecerse dos etapas en su vida: la romántica caraqueña y la de sesgo neoclásico en Europa. Es extraña esta circunstancia, porque el hecho de haber vivido en Inglaterra tanto tiempo lo acercó al mejor romanticismo y, sin embargo, la poesía que acomete Calcaño en sus últimos años es neoclásica, como aquella oda prescindible a la Real Academia de la Lengua. El espíritu romántico de sus años caraqueños le cedió el paso al adocenado neoclasicismo de su vejez, aun cuando esta tenía lugar en la cuna del mejor romanticismo.

Esta situación nos lleva a descartar su producción final y a centrarnos en sus poemas románticos, a los efectos del viaje que realizamos. En ellos puede hallarse una similar visión a la de Yepes, en el sentido de aproximarse a las cosas más sencillas con humildad esclarecedora. Prueba de ello es un poema como «El ciprés», del que ahora cito una estrofa:

Si por mi tumba

pasas un día

y amante evocas

el alma mía,

verás un ave

sobre un ciprés:

habla con ella,

que mi alma es.

Heraclio Martín de la Guardia (1829-1907) tuvo la dicha de una vida larga. En ella no solo se dedicó al cultivo del poema, sino que abordó la dramaturgia con mayor resonancia. Como militar y político no le fueron ajenos los exilios y la cárcel, pero tampoco lo fueron los cargos públicos. El periodismo le abrió sus puertas y fundó un periódico de tiraje discreto. Puede decirse que en todo lo que emprendió fue abundante y que gozó de estima por parte de sus contemporáneos, pero su obra poética se cocina en las aguas de un romanticismo sin innovaciones. La crítica, que suele ser dura con la poesía de don Heraclio, tiene razón al consignar su nombre, pero también la tiene cuando juzga su obra subalterna. Todos los temas fueron suyos: no discriminó a la hora de abordarlos desde el continente del poema; de allí que muchos de sus versos sean gratuitos y hasta prosaicos. Sin embargo, fue distinguido con premios literarios de prestigio, mientras la convocatoria que hacía a las tertulias literarias que presidía encontraba respuesta. Puede decirse que su poesía romántica ya es muestra de una retórica, con todos los lugares comunes que esta operación sin genio supone.

Francisco Guaicaipuro Pardo (1829-1882) desconocía la subestimación; se tenía a sí mismo como el mejor poeta de América. Pero, en verdad, estaba muy lejos de serlo. Su obra poética combina dos de los más lamentables elementos del romanticismo criollo: la grandilocuencia y la intención alabanciosa de la gesta bolivariana. Uno de los conocedores de su obra, Luis Correa, dejó asentado, refiriéndose a sus composiciones, lo siguiente: «Son frías, solemnes, correctas. En la más celebrada de ellas, la que canta la gloria del Libertador, las estrofas desfilan como una procesión de sombras augustas, pero de sombras al fin. Como poeta civil, como animador de sus opiniones políticas, no tuvo el ímpetu de azor de Abigaíl Lozano, a quien imitaba en sus comienzos» (Correa, 1961: 182). El mismo Correa recoge en su ensayo una anécdota sobre Pardo que merece resumirse: había llegado a Caracas la marquesa Olga de Tallenay con su hija, la marquesita Jenny de Tallenay, y Pardo se enamoró perdidamente de ella. Los caraqueños de entonces habían hecho de la marquesita el tema de sus tertulias, se barajaban nombres como posibles candidatos a robar su corazón; y mientras esto ocurría en los salones, Pardo callaba, confiado. El propio general Guzmán Blanco se interesó por la muchacha y en el baile del 1.º de enero de 1881, en la Casa Amarilla, en medio de los cristales de bacará y ataviado con su traje napoleónico, quiso bailar con la marquesita. La buscó por todos los rincones y la encontró en el fumoir en una animada plática, tomada de manos, con el poeta Pardo. Cuentan que dijo: «A quien Dios se lo da/ San Pedro se lo bendiga». Tres años después, es publicado en Francia el libro de viajes de Jenny de Tallenay, Souvenirs de Venezuela , y en él la marquesita hace un comentario agradecido de Pardo e, incluso, llega a traducir al francés un poema de su enamorado caraqueño, pero este ya había fallecido.

Aunque la poesía de Pardo se recoge en libro después de su muerte, sus versos eran conocidos por el camino hemerográfico. Dado a la oda ditirámbica y al culto indigenista, el poeta intentó el llamado poema indiano. En sus versos anidaron la heroicidad de las etnias cercanas y las leyendas de la tribu: quizás le ofrecía homenaje a su segundo nombre.

A Domingo Ramón Hernández (1829-1893) se le tiene como el poeta más popular después de Abigaíl Lozano. A diferencia de muchos de sus compañeros de ruta, su vida no dibujó un arco romántico en lo que a epopeya se refiere. Llevó —y probablemente allí estuvo su comunión con las mayorías— una vida recogida, sin grandes relatos épicos. Sobrevivía impartiendo clases de violín y en sus años finales dio lecciones de declamación en la Escuela de Bellas Artes de Caracas, ciudad donde nació y murió. Al igual que Cecilio Acosta, jamás salió del país y probablemente no lo haya hecho de la propia Caracas. Como Acosta, vivió en la pobreza y se ganó el cariño de sus contemporáneos. Pero, a diferencia de Acosta, Hernández se empeñó en el cultivo del poema casi exclusivamente. Su poesía dialoga con la de Yepes y con la del primer Calcaño: atiende a la circunstancia mínima, se detiene en la naturaleza, es contemplativa y proclive a blandir el dato quejumbroso, el martirio que tanto sedujo a los espíritus románticos. Aunque secundaria, la poesía de Hernández era genuina y, quizás, eso fue lo que el mismo lector anónimo de Lozano halló en sus versos.

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