Daniel Borrego Lara - El despertar del vencejo

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El despertar del vencejo: краткое содержание, описание и аннотация

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El contable de un importante grupo empresarial aparece brutalmente asesinado. Una marca en la frente guía al inspector Adánez y a su grupo de homicidios hacia un popular juego de rol,
Terrasanta. Será el primer paso de una investigación con múltiples aristas.Al mismo tiempo, un empleado de banca, Kiko, es investigado por blanqueo de capitales. Demostrar su inocencia le hará recorrer un tiovivo de emociones.Mientras tanto, una apasionada estudiante de periodismo, Anahid, entrevista a uno de los empresarios más importantes de Málaga, Andrés Aguilera. La infancia del empresario en la vega granadina desvela un trágico incendio acaecido en una misteriosa finca. La sombra de la duda hará embarcarse a la joven en una aventura donde descubrirá que hubo un tiempo en que Homero fue Lorca.Un policía vencido por sí mismo, un empresario con mil caras, un bancario empujado al vértigo y una estudiante de periodismo temerariamente curiosa, nos llevarán por un frenético viaje de no retorno con desenlaces inesperados.

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Los viernes, cuando Javier se despedía de sus amigos en el colegio, se le iba cambiando la cara. Intuía, con la intuición propia e inocente que puede tener un niño, que su madre no lo pasaba bien durante la semana. Pero jamás podía imaginar que casi todos los días de su vida eran iguales. Para él los sábados y los domingos suponían una auténtica pesadilla. Rezaba con todas sus fuerzas para que las horas volasen. Cuando empezaban los gritos se iba corriendo a su cuarto y se encerraba apretando sus párpados fuertemente, casi estrujándose las sienes con sus manos. A veces, veía como se abría la puerta y aquel infeliz demonio se abalanzaba sobre él con gran violencia. En ese momento se interponía su madre, salvadora, para pasar a ser ella de nuevo el centro de aquellos insaciables ataques.

Una madrugada, sobre las seis, su madre abrió la puerta suavemente y lo despertó. Le dijo con toda la tranquilidad y la sutileza que pudo.

―Cariño, levántate que nos vamos.

―¿A dónde?

―A un sitio maravilloso donde vamos a vivir muy felices tú y yo.

―¿Y papá?

―Papá tiene que quedarse aquí por su trabajo.

Aquel pequeño niño de tan solo ocho años sabía que su madre le estaba mintiendo, y sabía que no debía preguntar más. Se levantó y se dispuso a hacer la maleta. Tres días más tarde, llegaron a Málaga, donde esperaba no volver a sufrir los fines de semana.

Los fines de semana, como no había colegio, Javier acompañaba a su madre a su trabajo, camarera en la cafetería Central. En aquella cafetería siempre encontraba algo con que jugar. Era una de las cafeterías más típicas de Málaga. Combinaba el sabor antiguo de un local que había envejecido sin ningún lavado de cara digno de mención con el encanto de su terraza, dispuesta en plena plaza de la Constitución, donde terminaba la calle Larios, la calle con más solera y más transitada de Málaga. En su terraza se habían sentado desde el turista cansado hasta el artista bohemio buscando dosis de realidad. Comoquiera que aquella calle siempre estaba repleta de familias paseando, nunca faltaba algún niño con el que jugar. De vez en cuando conseguía que su madre le perdiese de vista y se adentraba por el Pasaje Chinitas, un pasaje para él maravilloso, con puertas en forma de arco, vestigios de antepasados árabes.

Una mañana venía de la calle Larios, donde había estado mirando absorto varios escaparates de tiendas de moda y, como cada vez que volvía de una escapada, se paró en el que más le gustaba, el de una joyería inundada de relojes situada a escasos veinte metros de la cafetería. Podía pasarse horas contemplando aquellos pequeños prodigios de la ingeniería. Los había de todas las formas y colores. Los que más le gustaban eran los Sanyo deportivos, con cuantas más esferas y contadores mejor. Estaba observando un reloj nuevo que habían traído hacía pocos días, cuando la vio entrar. Iba de la mano de la que parecía ser su madre, una mujer de unos cincuenta años muy bien vestida y con aires orientales. Era la niña más preciosa que jamás había visto. Tenía una piel demasiado morena para ser española. Javier no sabía mucho de geografía, pero sí sabía que ese moreno que esa niña lucía no provenía de tomar el sol en la playa. Lucía un pelo muy oscuro, liso, de un color negro azabache, unos ojos grandes y redondos con las pupilas de color marrón muy intenso. La boca fue lo que más le impresionó, de unos labios carnosos, sin ser demasiado grandes, adornados por una dentadura literalmente perfecta, con dientes blancos como la leche.

Estuvieron aquellas dos damas largo rato hablando con el dependiente hasta que compraron lo que a Javier le pareció eran unos pendientes de plata. Salieron del local y la niña, dándose cuenta de que aquel jovenzuelo no le había quitado ojo de encima, le dedicó la mejor de sus sonrisas, como la princesa que sonríe saludando condescendiente para con la plebe. Cuál no fue la sorpresa de Javier cuando contempló metros atrás como madre e hija fueron a dar con sus cuerpos en los asientos de una gran mesa situada en la terraza del café. La vida de Javier viró radicalmente. Pasó de odiar los viernes y traumatizarse cada vez que llegaba el fin de semana, a desear con todas sus fuerzas que asomase, contando los días y las horas, hasta que aterrizase el domingo para ver a aquella pequeña princesita.

Uno de aquellos domingos Javier se encontraba hablando con Carmen, una maravillosa anciana ciega que se encontraba siempre sentada en los servicios de la cafetería cobrando el ínfimo canon a los clientes por entrar a los servicios a utilizarlos. Esta cafetería era la única, probablemente, de Málaga donde se cobraba por entrar al aseo. Aquella tradición, muy típica en Francia, no se había instaurado en Málaga. Carmen solía contarle historias de su juventud mezcladas con dosis de fantasía que sabía que a los niños les encantaban. Javier disfrutaba escuchando a aquella anciana que podía ser su abuela explicando cuánta hambre había pasado en la posguerra, qué fue de aquel amor al cual le perdió la pista durante la guerra civil o cualquier otra vicisitud que le hubiera acontecido.

Enfrascada en una de aquellas fábulas con moralejas aleccionadoras para aquel chico estaba, cuando apareció aquella niña preciosa. Se apostó junto a Javier y se dispuso a escuchar. Allí empezó una maravillosa historia de amor entre dos chiquillos que, sin tener nada en común, fueron conociéndose al albur de las narraciones de aquella carismática anciana. Pasaron los años y fueron creciendo entre juegos, en los que hacían de detectives siguiendo los pasos de sus ídolos: Los cinco, de Enyd Blyton. Iban descubriendo auténticas conspiraciones mafiosas de casi todos los comerciantes de Calle Larios, no sin olvidarse de las callejuelas paralelas. Una de esas mañanas, con catorce años de edad, fue Javier quien le declaró su amor. Era un tema que ambos sabían, pero que nunca habían tocado, salvo alguna mañana años atrás en que habían jugado a los matrimonios. Desde entonces, fueron inseparables.

5

El bancario y el buen

padre de familia

Simón mantenía la mirada perdida en un punto indefinido entre el pomo de la puerta y el suelo, absorto entre diversas imágenes que se le iban agolpando en la cabeza. Era un buen padre de familia, aunque a veces se paraba a pensar en qué se consideraba ser buen padre de familia. Tenía cuatro hijos; su mujer, ama de casa, llevaba la pesada carga de la organización y alimentación. Como no entraban más sueldos en casa, necesitaba de tres trabajos para que la idílica familia numerosa subsistiese. El pequeño, pero importante obstáculo consistía en que, si todos querían crecer bien alimentados, tenían que renunciar en la práctica a tener el modelo de tutor presente en sus vidas, toda vez que a su padre lo veían muy de vez en cuando, y desde luego no de muy buen humor, cansado y con pocas o ningunas ganas de explicar la lección de matemáticas de turno. Aun así, todo el mundo lo consideraba un buen padre de familia. Aquel dichoso ritmo vital a veces había provocado cierta dejación de funciones en alguno de sus trabajos, aunque nunca había tenido un percance digno de relevancia. Aún recordaba con cierta vergüenza aquella noche en la que, apenas una hora después de iniciar su jornada como vigilante de seguridad nocturno en el grupo de empresas Aguilera, se quedó dormido profundamente en su silla. No hubiera tenido mayor importancia si no fuera porque justo aquel día el señor Aguilera prolongó su jornada hasta la una y media de la madrugada, saliendo, para colmo de males, por la puerta principal en vez del edificio lateral que desembocaba en los aparcamientos. La bronca que le echó retumbó en todo el edificio. Por varios meses estuvo preocupado por su trabajo, hasta que las aguas volvieron a su cauce.

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