Daniel Borrego Lara
El despertar del vencejo
1ª edición en formato electrónico: septiembre 2020
© Daniel Borrego Lara
Diseño de la cubierta: ImatChus
Terra Ignota Ediciones
c/ Bac de Roda, 63, Local 2
08005 - Barcelona
931.73.22.29 - 638.07.85.00
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ISBN: 978-84-122357-7-7
IBIC: FF FA 2ADC
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Daniel Borrego Lara
El despertar del vencejo
1 La estación
2 La esposa
3 La entrevista
4 La anciana del Café Central
5 El bancario y el buen padre de familia
6 El hermano del empresario
7 Siguiendo al coche
8 Terrasanta
9 El pen
10 Definitivamente, un actor de la película
11 El interrogatorio
12 Tapitas, mala follá y nichos
13 El pescador
14 La UDYCO
15 Pelea de gallos
16 El periodista chiflado
17 La ermita
18 La persecución y la barca
19 Viejos fantasmas y un director financiero estrella
20 Fotos en un Hall
21 El vigilante de seguridad
22 Entre el amor y la aventura
23 La finca
24 Caretas fuera
25 Un destino escrito
26 Sorpresas finales
Galería de personajes
A mi tía Maripaz , porque hubieras sido la primera en leerlo.
A mi mujer, por su paciencia.
A mis hijos, porque crezcan devorando libros.
1
La estación
Me comí en un suspiro toda la neblina que se había acumulado en aquel andén. Atónita, quedé musitando no sé qué largo rato.
Minutos después, ya se había ido.
Alba Carreter se levantó muy temprano esa mañana; estaba inquieta. Su marido le había dicho que tenía mucho trabajo en la oficina y volvería tarde. Eran las siete de la mañana y aún no estaba de vuelta.
Lo primero que hizo fue llamar a la oficina; nadie contestó. No era la primera vez que llegaba tarde de trabajar. Jamás le había dado importancia, pero no solía llegar más allá de las dos o las tres de la madrugada. Aunque no le resultase muy creíble, es cierto que el jefe de contabilidad del grupo de empresas Aguilera podía permitirse llegar a casa más tarde de la cuenta varias veces al mes; tenía un puesto de mucha importancia y su mujer estaba muy orgullosa por ello. Tampoco había contemplado la posibilidad de que tuviese una aventura porque era consciente de la admiración de su marido hacia ella.
Nunca habían pasado por una crisis, ni siquiera cuando un año antes, con cuatro meses de embarazo, ella perdiera a un niño. Hugo Morales, como su padre, se llamaría. Tenían cuna, mini cuna, carrito y múltiples ropajes comprados para el crío. Fue un duro revés para ambos, especialmente para él. Desde entonces se mostraban más fríos, sin haberse decidido a hablar del tema y buscar de nuevo tener un hijo; aún no se encontraban preparados, pero su rutina siguió siendo la misma.
Por la misma posibilidad de que tuviera un lío no se decantó por llamar a González, su subalterno y amigo, y mucho menos a Ripollet, su jefe. Prefirió esperar a las nueve de la mañana cuando, a buen seguro, cogerían el teléfono en la oficina, donde esperaba con todas sus fuerzas se encontrase dormido sobre algún sofá. Estuvo sentada junto al teléfono contando los minutos antes de llamar.
De repente, sonó el teléfono sobrecogiéndole, al tiempo que pensaba: “Ahí está”.
―Diga.
―Hola, buenos días. Mi nombre es Alberto Adánez, inspector de policía. ¿Es usted Alba Carreter, esposa de Hugo Morales?
―Sí.
―¿Le importaría acercarse por la comisaría de policía del centro? Tenemos que hacerles varias preguntas acerca de su marido.
―¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado? Llevo toda la noche esperando y no ha vuelto.
Al inspector Adánez le horrorizaba que le hicieran tantas preguntas por teléfono. ¿No era más fácil obedecer e ir rápido a comisaría? Allí, algún policía con más tacto que él le daría la triste noticia y, minutos después, con la mujer más tranquila, la interrogaría.
―Emm… siento darle esta mala noticia, pero su marido…
Antes de terminar la frase, Alba Carreter había dejado caer el auricular, sollozando con voz ahogada de dolor. Adánez pensó que al menos cuando la fuese a interrogar ya lo habría asimilado.
―¡Nooooo!
Empapado, se incorporó formando un ángulo recto, con los ojos resplandecientes en la oscuridad de un cuarto vacío y silencioso. Tardó varios minutos en reponerse del susto, intentando adivinar si había pasado o no realmente.
Pronto comprendió que se trataba de la misma pesadilla que le atormentaba cada pocas noches desde que su hermano, Yuri, perdiera la vida al caer trágicamente desde una azotea con solo nueve años. Lo más dramático fue que estaban jugando y Alexei le empujó, como cualquier niño en el juego, sin pensar que las consecuencias iban a resultar fatales. Desde entonces Alexei se había pasado veintidós años culpándose de ello.
Con el paso de los años, la adolescencia en Donetsk no permitía hacer demasiados buenos propósitos. Un joven ucraniano debía ser duro para prosperar en una sociedad donde imperaba la ley del más fuerte.
Su primer delito no fue gran cosa, un bautizo de fuego de lo más común: pegar una paliza a un moroso. La culpa persiguió de nuevo a Alexei. Cuando empezaba a superar la muerte de su hermano, de nuevo volvieron esas pesadillas, con esas espantosas imágenes, recrudecidas por la voluntariosa memoria selectiva infantil, al servicio de una mente adulta envilecida por la crueldad diaria. Los sentimientos nobles de un principio, poco a poco fueron volviéndose justificaciones de una acción normal, un juego de niños.
Su hermano siempre había sido un chico muy débil, por lo que casi le hizo un favor ante la vida que le esperaba en la que, a buen seguro, hubiese sufrido demasiado. Para no sufrir fue interiorizando la normalidad de ese acto hasta el punto de verlo como habitual. Su vida se convirtió en una concatenación de palizas mientras disfrutaba su primer empleo, matón a sueldo, hasta que llegó su primera muerte intencionada.
Esa noche se dio cuenta del grado de maldad al que había llegado. Y lo peor, como solía pensar a veces, era que aquella sensación le gustaba tanto que no sabía cuál sería su límite. Es más, a veces se preguntaba si disfrutaría o no llevando sus trabajos al extremo; si tendría un atisbo de sensatez y frenaría su empeño de hacer sufrir al prójimo.
Ese exceso de violencia le había granjeado alguna que otra reprimenda del patrón. Según este nunca había que olvidar cuál era el objetivo de todo: cobrar las deudas.
Se levantó lentamente, secándose mientras avanzaba a oscuras por el pasillo, el sudor frío, abriendo la nevera para tomar un vaso de leche. Bebió, eructó y se volvió a echar, sabedor de que el siguiente sueño sería, probablemente, más agradecido.
Anahid no se percató con las prisas de que llevaba la camiseta al revés. Poco le importó percibir esas risitas estúpidas de Alfredo en el cogote cuando comenzó la clase de Comunicación Escrita. Era un día demasiado especial como para andar preocupándose de la última bobada que pasara por la cabeza de aquel inútil.
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